—Destruyeron la entrada de mi casa con una bomba, me ataron las manos a la espalda y me llevaron a una vivienda en la que éramos decenas de hombres. Nos ordenaron que mirásemos al suelo y nos fueron interrogando uno a uno. Nos preguntaban por los milicianos, que dónde se escondían, si los apoyábamos, si estábamos contentos con lo que habían conseguido, si queríamos paz o no.
Es 14 de septiembre y hace una semana que las tropas israelíes se han retirado del campo de refugiados de Yenín, epicentro de la resistencia armada en los territorios ocupados. Ahmad, quien prefiere preservar su verdadera identidad, sigue explicando que durante diez días, con sus noches, varios centenares de soldados cercaron el poblado en el que viven, según la UNRWA, más de 24.000 personas. Relata cómo lo primero que hicieron fue cortar los suministros de agua y electricidad, para comenzar un pogromo, casa por casa, día y noche, en busca de rebeldes. Según la ONU, fue el ataque más grave cometido en Cisjordania en las últimas dos décadas, cuando tuvo lugar la Segunda Intifada. El grado de destrucción que dejó a su paso recuerda a las imágenes de las primeras masacres cometidas en el genocidio de Gaza. Aquí, en Cisjordania, la guerra ya había comenzado un año antes, cuando Netanyahu volvió a la presidencia. Desde entonces, esta ha sido su batalla más violenta.
Ahmad, quien hace cola para comprar cubos en los que trasladar las pocas pertenencias que se han salvado de la quema de su casa, cuenta que, primero, como suele ocurrir en este tipo de invasiones, escucharon los drones con su siseo desquiciante. Poco después, desde los altavoces de la mezquita llegaron las advertencias de la aproximación de las tropas israelíes. Los más avezados huyeron antes de que los bulldozers —ese híbrido monstruoso mitad tanque, mitad excavadora— comenzasen a arrancar el asfalto de las calles, retorcer el alcantarillado, derruir decenas de casas. Finalmente, irrumpieron los jeeps con los soldados disparando.
—¿Para qué venís ahora que ya se han ido? ¿Por qué no vinisteis cuando nos estaban matando? —nos espeta un hombre que, antes de que podamos responderle, se da la vuelta. El resto del día se dedicará a vigilarnos, siempre a una veintena de metros.
Sobre nuestras cabezas, una de las pancartas que han resistido a la invasión militar: en el centro, Sadam Husein, uno de los líderes políticos que más apoyó al pueblo palestino; a su lado, niños y adultos “mártires”, como llaman los palestinos a los asesinados por las fuerzas de ocupación. Solo esta última ofensiva se ha cobrado la vida de, según las estimaciones más bajas, 30 hombres y menores, la mayoría miembros de la resistencia armada.
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—Ellos os están observando, es normal que desconfíen. No saben si sois espías o si los estáis geolocalizando. Hace unos meses, un grupo de soldados de las fuerzas especiales israelíes se colaron escondidos en un camión de yogures palestinos —nos responde Hiatham Bitawi cuando les preguntamos cómo podríamos hablar con miembros de las milicias que actúan en el campo.
Bitawk regenta un comercio de venta de pollos en una de las calles más céntricas del asentamiento, levantado por algunas de las familias que tuvieron que huir de la limpieza étnica sobre la que se fundó el Estado de Israel en 1948. Es un hombre dicharachero que se esmera por relanzar su negocio después de que todas sus aves se muriesen por inanición durante los diez días de sitio.
—No podíamos salir de las casas. Sobrevivimos comiendo lo poco que teníamos. Antes del 7 de octubre los judíos entraban un par de días, mataban y se iban. Ahora se instalan en nuestros hogares y asesinan indiscriminadamente. Pero, sin duda, esta última vez ha sido la peor —sentencia Bitawi, a pesar de que hace siete meses vio cómo un explosivo lanzado contra su vivienda dejaba a su madre en coma.
—Además, la Autoridad Palestina hace bien su trabajo. Está al servicio de Israel. En cuanto los combatientes de la resistencia salen del campo de refugiados, la policía palestina los detiene y encarcela. Así que tenéis que esperar a que sean ellos los que se acerquen a vosotros —nos dice a modo de invitación para que nos quedemos conversando con él. Para entonces ya nos rodea un corrillo de curiosos que se entusiasman cuando descubren que somos españoles. “España, amiga de Palestina. Gracias, gracias por apoyar a Gaza”, nos dicen mientras el olor al plumaje quemado de las aves va impregnando la conversación y nuestras ropas.
Media hora después, pasado el mediodía, los “fighters”, como llaman en inglés a los milicianos, empiezan a dejarse ver. Primero conduciendo los coches de cristales tintados, algunos con cámara GoPro en el espejo retrovisor. La mayoría sin matrículas. Algunos, los menos, las conservan, delatando con su color amarillo el lugar en el que fueron robados: Israel. Poco después, cuando muchos suelen despertarse tras largos turnos de vigilancia nocturna, varias parejas de ellos circulan en moto con las armas cruzadas a la espalda. Entonces, un treintañero esquelético se acerca en silla de ruedas. Es Ahmad Jabareen y sobre las piernas carga la bolsa que recoge su orina.
—En 2023 me disparó un francotirador. Como el Ejército sionista no permite la entrada de las ambulancias cuando hay enfrentamientos, mis compañeros tuvieron que esperar mucho hasta que consiguieron llevarme al hospital en un coche. Desde entonces estoy así —dice señalándose las piernas inertes y explica que, antes de tomar las armas, sobrevivía de trabajar como herrero.
Se une a la conversación Betawee, el alias con el que quiere ser citado y el que usa en las redes sociales. Acepta hablar siempre y cuando no sea fotografiado, como la mayoría de los entrevistados.
—Me uní a la katiba [batallón] hace dos años, cuando tenía 23. Fue cuando Israel nos quitó el permiso para seguir trabajando allí. Me convertí en combatiente porque es la única manera de sobrevivir en el campo. Aquí no hay trabajo, ni esperanza ni futuro —dice, subrayando esa última frase que resuena como un mantra entre los habitantes de Cisjordania.
—En el campo, todas las milicias estamos unidas en la katiba Yenín. No hay diferencia entre nosotros. Nuestro problema es con Israel y con la Autoridad Palestina, que trabaja para ellos y solo ayuda a sus familiares y amigos. Por el resto no hace nada —explica este hijo de un doctor en Filología árabe y profesor de un instituto de educación secundaria.
En los campamentos de refugiados de Yenín y Tulkarem —epicentro de la resistencia armada palestina junto a las ciudades de Nablús y Tubas—, no pueden entrar ni los representantes políticos ni las fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina, el Gobierno en los territorios ocupados de Cisjordania. Son poblados controlados por las cuatro principales milicias que emplean las armas para combatir la ocupación y lograr la constitución de un Estado palestino: las Brigadas Al-Quds —la rama militar de la Yihad Islámica Palestina—, las Brigadas de Mártires de Al-Alqa —creadas por miembros de Tazim, la rama militar de Al Fatah creada por Yasir Arafat—, Hamás y La Guardia de los Leones, una milicia creada por un líder de Hamás y que actúa exclusivamente en Nablús. Aunque cada una tiene su ideario, en Cisjordania suelen actuar aliadas en katibas y los milicianos suelen decantarse por una u otra en función de sus vínculos familiares, más que por afinidad política o religiosa. Entre otros países, reciben financiación de Irán, Líbano —a través de Hezbolá—, Qatar y Siria. Un miliciano raso puede cobrar un salario de entre 650 y 800 euros, según nos apuntan varios de ellos.
–Nos enseñamos a usar las armas entre nosotros, es algo natural que aprendemos entre amigos —continúa Betawee, quien sabe que la esperanza de vida es baja entre los milicianos; la mayoría de sus amigos están muertos, dice.
—No tengo miedo a morir. Si me quedo veinte años más en Cisjordania, da igual que esté vivo o muerto. No hay futuro —explica el joven, cuya profunda desesperanza representa el estado de ánimo de buena parte de los palestinos entrevistados en Cisjordania. Un abatimiento que, coinciden todos, se ha vuelto asfixiante desde la invasión israelí de Gaza.
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Cuando el 7 de octubre Hamás llevó a cabo los ataques que acabaron con la vida de más de 1.200 personas y el secuestro de 250, parte de los efectivos israelíes que durante años habían controlado el bloqueo de la Franja se encontraban desplegados en los territorios ocupados de Cisjordania. El Gobierno de Netanyahu también había concentrado allí buena parte de sus recursos dedicados a espionaje e inteligencia. Tras su vuelta al Ejecutivo a finales de 2022, el primer ministro relanzó su plan para judaizar Cisjordania e imposibilitar así la solución de los dos Estados. Para ello, aceleró la construcción de los asentamientos ilegales y la expropiación de tierras en manos palestinas, aumentó los ataques militares —cada vez más violentos— para desplazar a sus pobladores y vaciar así extensos territorios, como el valle del Jordán, y ahondó en la militarización de los colonos —cada vez más armados e impunes—. El objetivo, como en la Sudáfrica del apartheid, es concentrar a la población palestina en bastuntanes urbanos controlados por puntos de control militares —para ello, ya han colocado portones en todos los accesos, que abren y cierran durante horas a su antojo como forma de control y aplacamiento social—. Así la población israelí podrá gozar de la mayor parte de su territorio y de la libre circulación por toda Cisjordania.
Ante esta ofensiva, la Autoridad Palestina no ofreció ninguna resistencia, sumida como estaba desde hacía años en una profunda crisis de legitimidad y descrédito ante su población, que, desde los Acuerdos de Oslo, firmados en 1993, había visto cómo Israel tomaba el control militar de todo su territorio y colonizaba todas las parcelas de sus vidas, mientras el Gobierno palestino no solo había renunciado a su legítimo derecho a la defensa —renunciando a la lucha armada—, sino que había quedado reducido a gestor subrogado de unos servicios públicos cada vez más deficientes. A la vez, el Gobierno de Mahmud Abbas parecía haber abandonado su responsabilidad de conformar un Estado palestino y a atajar una corrupción endémica que enojaba a una población en la que una de cada cinco personas, según la ONU, vivía ya entonces por debajo del umbral de la pobreza. Por todo ello, quince años después de que Hamás ganase las elecciones en Gaza y de que la vida de las dos regiones palestinas recorriese trayectorias políticas independientes, los grupos armados de resistencia resurgieron en 2022 en Cisjordania. Y lo hacían con un 65% de aprobación entre la población, según una encuesta del Centro para la Investigación de Políticas y Encuestas. La muestra también revelaba que un 80% consideraba a la Autoridad Palestina una institución corrupta y el 62%, una carga en lugar de un activo.
Durante el siguiente año, es decir, el previo a los atentados del 7 de octubre de 2023, se produjeron más de 1.300 enfrentamientos entre el Ejército israelí —a menudo, aliado con los colonos— y las milicias palestinas, según el think tank ECLAD. Cinco veces más que en el periodo anterior. En respuesta, Netanyahu ordenó operaciones de ejecuciones sumarias y macrorredadas de detenciones masivas que, lejos de desactivar a las milicias armadas, aumentaron su popularidad. La Autoridad Palestina, que también se siente amenazada, detuvo a decenas de milicianos a los que ofrece programas de reinserción a cambio de incorporarse a sus fuerzas de seguridad, como ya antes hizo la rama militar de Al Fatah.
Y aunque ni la Yihad Islámica Palestina, ni Hamás, ni el resto de los grupos armados ha conseguido una sonora victoria militar en los dos últimos años en Cisjordania, su arrojo para sobrevivir frente a uno de los ejércitos más poderosos del mundo ya es percibido como un éxito entre la mayoría de la población palestina. Según diversos analistas, esto ha sido posible gracias a la unión de las distintas facciones en brigadas conjuntas, a la autonomía de estas para decidir acciones, y, posiblemente también, a la interminable cantera de niños y adolescentes dispuestos a sustituir a los milicianos encarcelados y caídos, sus nuevos ídolos.
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—Primero llegaron las fuerzas especiales. Disparaban a todos lados, también contra el hospital. Cuando llevaban cuatro días en el campo, una brigada se instaló en una vivienda cerca de nuestra casa. Les oíamos cantar y celebrar. Dos días después, los milicianos mataron a uno de sus soldados y enloquecieron. Rodeaban las casas y las destruían con explosivos de manera arbitraria. Entonces mataron a un niño que conocíamos. Tenía 14 años —dice Yazid, que tiene su misma edad.
Vestido con ropa deportiva colorida, se dirige a comprobar el estado en el que ha quedado la casa de su abuela, que se refugió cuando comenzó la ofensiva con unos familiares. Le acompaña su amigo Karami, quien completa sus respuestas. Comparten la complicidad de la amistad adolescente que les convierte, pareciera, en casi una misma persona:
—Era un niño muy tranquilo y callado. Lo asesinaron porque estaba resistiendo —apunta Karami.
—¿A vosotros también os gustaría luchar por la resistencia? —pregunto.
—Todos nuestros amigos y nosotros queremos ser combatientes —responden casi al unísono.
—¿No os da miedo morir? —pregunto.
–No. Los que son asesinados son más dignos que nosotros —responde Karami, mientras Yazid asiente moviendo los labios como si repitiese sus palabras.
Poco a poco, la timidez inicial se transforma en ansias por mostrar su determinación, contenida y desprovista de bravuconería. Cuentan que sus progenitores desconocen sus planes, que siguen las hazañas de los milicianos por TikTok, que idolatran a determinados milicianos “mártires”, que cuando puedan unirse a la katiba será tan fácil como presentarse como voluntarios ante los milicianos, que les da igual integrarse en las Brigadas de Al Quds o en Hamás, que primero les darán kous –bombas manufacturadas para que las tiren contra las tanquetas y jeeps blindados– y que, después, cuando hayan acabado el colegio y no encuentren trabajo —porque están seguros de que no lo encontrarán—, esperan que les acepten entre sus filas.
—¿Y después? —pregunto.
—Después, Dios dirá —contestan.
Morir como mártires: ese es el sueño de la mayoría de los niños que he entrevistado en distintos campos de refugiados, algunos muy significados por la presencia de la resistencia armada como los Yenín o Tulkarem. Pero también en otros, como el de Aida o Dheisheh donde, durante décadas, los chavales crecieron tirando piedras a los soldados israelíes para, después, volver a las aulas o a sus trabajos sin pensar seriamente en unirse a la lucha armada y, mucho menos, en convertirse en héroes por ser asesinados por los ocupantes. Ahora sí, muchos fantasean con su funeral.
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La noche del 3 de enero de 2023, Wafa Ayad no solo perdió a su único hijo por las balas de los soldados israelíes. También descubrió que el adolescente al que tanto le había costado sacar adelante como madre divorciada había planificado el impacto de su propio entierro.
Aquel día, como ocurre casi a diario desde los atentados del 7 de octubre de 2023, en el campo de Dheisheh, al sur de Belén, tropas ocupantes se adentraron entre sus muros para atacar a sus habitantes. El adolescente, de 16 años, se había escondido en un coche con dos amigos. Cuando un disparo lo alcanzó, los paramédicos escucharon sus gritos desesperados llamando a su madre, pero tardaron en ir a auxiliarlo porque ellos mismos estaban siendo objetivo de los disparos. Para cuando consiguieron llevarlo al hospital en un coche privado, ya estaba muerto.
Ahora su madre apenas sale de casa y, como miles de familias palestinas, ha convertido el salón en un altar lleno de fotografías de su “mártir”. Es su tía Ahlam la que nos muestra el vídeo en el que el muchacho mira a la cámara con gravedad mientras recita su mensaje póstumo. Lo dejó grabado para que cuando lo matasen, lo difundiesen con las imágenes de su cortejo fúnebre. La madre escucha, pero mantiene la mirada fija en la salida de la vivienda. Ella no sabía que su hijo proyectaba su muerte como la oportunidad para decirle al mundo que “algún día, Palestina será libre”. Desconocía que quería morir como un héroe, plantando cara al enemigo que había convertido en un infierno la vida de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos. Pero lo consiguió. Ahora su rostro ha sido incorporado a los grafitis que recuerdan a los “resistentes” del campo. Y sus primos cumplieron con su voluntad, montaron el vídeo con las imágenes del sepelio y lo subieron a TikTok. Como antes hicieron otros con los de los jóvenes a los que Adam admiraba. Como esperan que hagan con los suyos otros chicos que ahora idolatran la determinación de Adam.
Morir asesinados para dar sentido a sus vidas. Una suerte de suicidio como horizonte aspiracional de niños y adolescentes. Ese es el nivel de desesperación en el que la ocupación ha conseguido hundirles mediante seis décadas de limpiezas étnicas, de masacres, de expolio, de vejaciones, de apartheid, de humillación. Y en el último año, con el shock provocado por la ofensiva genocida contra Gaza en su salud mental.
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Como represalia por el 7 de octubre, Netanyahu suspendió los permisos de trabajo en Israel y en los asentamientos ilegales a 150.000 palestinos de Cisjordania. Además, canceló la transferencia de los impuestos que recauda para la Autoridad Palestina, impidiendo así que durante meses el funcionariado cobrase sus sueldos, también vitales para la precaria supervivencia de los tres millones de personas que viven en estos territorios ocupados. Una crisis económica que se vio agravada por las restricciones que el Estado judío impuso a la mayoría de las ONG internacionales que desempeñaban labores fundamentales, especialmente en los campos de personas refugiadas.
Salvo los ancianos, nadie recuerda tiempos de tanta angustia económica en Palestina. Israel ha confiscado solo en 2024 más tierras que en los últimos veinte años: 23,7 kilómetros cuadrados, el equivalente a más de 3.300 campos de fútbol. La mayoría en el valle del Jordán, arrebatándole así la única salida por tierra del potencial Estado palestino. Ha acabado con más de 25 comunidades de pastores beduinos, expulsados a punta de pistola por los colonos. Un ambiente de violencia y peligro permanente que, unido a los continuos cierres de los acceso de los pueblos y ciudades por parte del Ejército y de los colonos, ha provocado la suspensión de las clases de manera reiterada. La mayoría de la infancia cisjordana ha pasado buena parte del último año encerrada en sus casas, en las que las televisiones permanecen encendidas continuamente y con Al Jazeera retransmitiendo las 24 horas la masacre de Gaza.
—Nosotros ni siquiera podemos migrar. Los pocos países que dicen apoyarnos no dan apenas visados. No hay trabajo. No podré casarme. ¿Cómo voy a formar una familia si no puedo conseguir dinero?
Sin la válvula de escape para la imaginación que supone la emigración, Khalid, de 16 años, no ve salida de una Cisjordania que, como Gaza, siente como una cárcel a cielo abierto donde, cada vez más a menudo, también caen bombas.
Entre octubre de 2023 y de 2024, las fuerzas israelíes han matado en Cisjordania al menos a 702 palestinos. De ellos, 165 eran menores, según la ONU.
No es de extrañar que muchos niños fantaseen con la idea de morir antes de convertirse, también ellos, en el objetivo de un infanticidio como el que está teniendo lugar en la Franja.
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Tras Yenín, viajamos al campo de Tulkarem, del que las tropas israelíes se retiraron hace menos de veinticuatro horas. Aunque este acoge a menos de la mitad de población refugiada —unas 11.000 personas— hay aún más ensañamiento en el grado de devastación. Entre el centenar largo de casas totalmente destruidas y las decenas que han sido calcinadas, arroyos de aguas negras discurren por lo que antes fueron calles, venas de un alcantarillado que las excavadoras no solo han deglutido con el asfalto, sino que han enmarañado hasta conseguir que los grifos de las viviendas escupan excrementos.
—Mis padres pensaban que podríamos volver a casa, pero lo han destrozado todo, se han comido nuestra comida y del lavabo sale líquido negro. Nos tenemos que volver a ir a casa de mis tíos —dice Nur, de 11 años, quien consiguió huir junto a su familia cuando escucharon el rumor de los drones a la altura de las ventanas.Una salva de disparos despide a los siete combatientes que la katiba reconoce haber perdido durante los combates librados durante la última semana. La niña no se inmuta ante el estruendo. Está acostumbrada. A unos metros, un grupo de hombres evalúa los destrozos para comenzar la reconstrucción. A su lado, un niño corre con la bandera de la Yihad Islámica Palestina.
—Este es el nuevo jefe de Hamás en el campo. Asesinaron al último hace unas semanas —me dice Yaser, el primer vecino al que pregunté por lo ocurrido durante el asedio cuando llegamos por la tarde al campo, y que desde entonces nos acompaña.
El miliciano lleva barba, camiseta de manga corta y se encuentra rodeado de otros seis hombres armados con rifles y vestidos también de negro y camuflaje. Nos saluda serio.
—Es hora de que os marchéis, está cayendo el sol y es probable que [los soldados israelíes] vuelvan esta noche —dice antes de volverse para hablar con uno de sus subordinados a modo de despedida.
Las lonas negras que cubren la mayor parte de las calles del centro del campamento lo sumen en una penumbra apenas aliviada por los numerosos agujeros abiertos por las balas. En el suelo, entre los cascotes de hormigón, quedan trozos del plástico que los soldados israelíes quemaron durante la toma. La milicia los repone rápidamente: es su modo de ocultarse de los drones y de los sistemas de visión nocturna durante las recurrentes emboscadas. A unos metros, en un edificio derruido, una fotografía plastificada de dos metros de largo recuerda a cinco “terroristas neutralizados” —como se refiere a estas ejecuciones extrajudiciales el Gobierno israelí— por un ataque de dron. De hecho, mucho más que a los soldados israelíes, a lo que temen los milicianos y los civiles de los campos de refugiados es a estos “robots asesinos”, como les llaman las organizaciones de derechos humanos que exigen a la comunidad internacional su regulación.
–Nunca he pasado tanto miedo como el día en el que un dron entró por la ventana en mi casa. Estaba yo solo, levanté los brazos, siguió de frente a la cocina y a la habitación y salió —explica uno de los vecinos que ayuda a reponer los pósters del cableado eléctrico.
Antes de abandonar el campo, otras dos parejas de milicianos aparecen de la nada para preguntarnos qué hacemos allí y confirmar por los walkie talkies lo que les dice nuestro voluntarioso acompañante: que tenemos permiso, pero que ya nos vamos. Una vez fuera del entramado de callejuelas cubiertas por los toldos, Yaser nos da la mano para despedirse y dice:
—Atacan más estos campos porque aquí la resistencia es más fuerte. Pero también porque aquí todos la apoyamos. Son los únicos que nos defienden. Y si alguien tenía alguna duda, el genocidio de Gaza la ha despejado. Estamos solos en el mundo. Nadie de ahí afuera vendrá a salvarnos.
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Esa misma noche, las tropas israelíes volvieron a invadir el campo de Yenín. Un par de semanas más tarde, un bombardeo aéreo sobre una cafetería del centro del campo de Tulkarem acabó con la vida de 18 personas, según el Ministerio de Sanidad de Cisjordania. Entre ellas, destacados miembros de Hamás y la Yihad Islámica del campo. También dos mujeres y dos niños de 6 y 8 años.