El lugarteniente Yadgar, un turcomano adscrito a las milicias kurdas (peshmergas), remuga bajo un calor del demonio. Su orgullo militar está herido. Estamos en Majmur, una localidad 65 kilómetros al sureste de Mosul, el gran bastión de Estado Islámico (EI) en Irak.
—Una vergüenza. Los soldados iraquíes son una vergüenza. Nosotros luchamos para recuperar todo Majmur, y ahora los norteamericanos han ordenado colocar en primera línea, por delante de nosotros, una base avanzada del ejército iraquí. Quieren que sean ellos quienes tomen la delantera contra Estado Islámico en esta zona, pero son unos debiluchos. Si no fuese por el apoyo de Estados Unidos, Estado Islámico ya se los hubiese comido.
Aquí, como en otros frentes alrededor de Mosul, los yihadistas de EI apenas hacen acto de presencia. Si lo hacen, son bombardeados por aviones estadounidenses. Aburridos entre las barricadas, hartándose de beber mucha agua y orinar poco, los peshmergas matan el tiempo viendo la televisión, jugando al ajedrez o hablando de lo divino y lo humano. Solo entre ellos. En Majmur, comparten una de sus bases con una pequeña milicia suní, pero tienen tiendas separadas por quince metros, cada una pertrechada con sus defensas y sus banderas. En cada tienda se habla un idioma diferente.
—De estos no nos fiamos —dice un peshmerga—. Después de Mosul nos empezaremos a matar entre nosotros.
La batalla por Mosul
Los yihadistas ocuparon Mosul a principios de junio de 2014, en tan solo cuatro días y sin apenas mediar tiroteo. La ciudad se había convertido en uno de los refugios favoritos del yihadismo después de la invasión occidental de 2003. Los secuestros eran habituales y los cristianos, una de las comunidades arraigadas junto a la kurda y la suní —la mayoritaria—, sufrían el atosigamiento diario del extremismo islámico. Testigos de aquella ofensiva contaron a los medios que los soldados del corrupto ejército iraquí, para cuya remodelación Estados Unidos había invertido más de 25.000 millones de dólares, huyeron de los cuarteles en cuanto vieron llegar a los barbudos. Muchos soldados escaparon camuflados entre los desplazados, cubriéndose con velos; otros, se sumaron a las filas invasoras, que entonces contaban con el apoyo de grupos baazistas —partidarios del régimen socialista panarabista del ejecutado expresidente Sadam Husein— desahuciados por el nuevo gobierno estatal.
El desgobierno en Mosul venía propiciado por una disputa territorial entre el gobierno regional del Kurdistán y la autoridad central iraquí, que dejó la localidad partida virtualmente en dos. Al este del Tigris, los peshmergas; al oeste, los soldados iraquíes. “La Constitución de Irak, que impulsó Estados Unidos en 2005, incluyó la provisión 140, que señalaba la obligatoriedad de realizar un referéndum para determinar quién quieren los mosulitas que les gobierne”, explica Ano Abdoka, un cristiano vinculado al Partido Democrático del Kurdistán del presidente kurdoiraquí Masud Barzani. “Aquella consulta jamás se hizo, por negativa de Bagdad”, señala. “La necesitamos para pacificar la ciudad”.El feudo abierto sobre quién gobernará Mosul en el futuro es, para la mayoría de expertos militares, el único motivo por el que la localidad, de dos millones y medio de habitantes cuando irrumpió EI, no ha sido retomada. Todos los plazos que se han oficializado para entrar en la urbe han acabado en agua de borrajas. Se la disputan, en orden aproximado de cantidad de efectivos, el ejército iraquí, los peshmergas, un batallón suní patrocinado por el exgobernador local Azil Nuyaifi y entrenado por Turquía, las Unidades de Movilización Popular chiíes respaldadas por la Guardia Revolucionaria iraní e incluso grupúsculos de milicianos cristianos integrados por voluntarios occidentales, brigadas kurdo-iraníes y bandas de hombres armados suníes financiados por caciques de la zona.
¿Quiénes son los integrantes de esta extraña coalición?
Orgullo ‘peshmerga’
Ya ha habido muchos muertos por comportamientos erráticos, pero a los chavales esmirriados y hombres rechonchos que pululan en andrajos de camuflaje —llamados peshmergas, en kurdo “quienes no temen a la muerte”— por las barricadas de Jasir parece importarles poco. Corren arriba y abajo con el fusil pendiendo del gatillo y el seguro abierto, se encaraman eufóricos a los sacos terreros para fotografiarse haciendo la uve con los dedos junto a la bandera del Kurdistán iraquí (“¡Súbela a Facebook, corre!”), y se marcan ufanos unos pasos de baile tradicional halay, exponiendo temerariamente sus cocorotas a cualquier francotirador de EI mínimamente avispado.
A pesar de tal algarabía, no hay bajas porque a duras penas hay noticias del califato. Los yihadistas pasan horas y horas sin pegar un tiro, raramente atacan. Eso es todo lo que Recep, un peshmerga turcohablante amanerado y de uniforme impoluto —un rara avis a esta orilla del Tigris—, sabe de la trinchera enemiga, donde no se mueve ni una mosca. La componen un desparrame de casitas blancuzcas y una cementera medio kilómetro a la derecha. Entre buenos y malos, que es la vara con que se miden las distancias en las guerras, hay trescientos metros de rastrojos de cuatro palmos. Este terreno ocre, sin segar, es ideal para avanzar camuflado en plena noche cerrada, sorprender a los peshmerga y arruinar las sesiones de baile halay. Como ocurrió el 18 de septiembre, cuando varios fanáticos de la yihad se adosaron una carga explosiva y la detonaron en las inmediaciones de uno de los centros de mando de Jasir. Al menos cuatro peshmerga murieron y siete resultaron heridos. Acto seguido, EI remachó el ataque lanzando una lluvia de proyectiles de mortero sobre el lugar golpeado.
—Aquel ataque fue duro, pero no hizo más que demostrar la debilidad de Daesh —asegura Recep, empleando el acrónimo en árabe de EI que, además, se usa como peyorativo—. Ya no les queda otra estrategia más que ir empleando suicidas, porque en combate a campo abierto no tienen la fuerza de antes. No tienen armas. Ni siquiera pueden usar vehículos bomba, porque los logramos neutralizar antes de que alcancen nuestra posición. Los peshmergas somos los mejores.
El frente de batalla de Jasir, situada treinta kilómetros al noreste de Mosul, está únicamente ocupada por peshmergas. Es precaria y carece de defensas sólidas naturales o artificiales. Consiste en aproximadamente un kilómetro de cuña de tierra que las excavadoras todavía refuerzan, lo que levanta densas nubes de polvo que constriñen los pulmones. Cada doscientos o trescientos metros hay una base en un nivel demasiado raso, sin visión nocturna, con poco más de dos o tres metralletas ligeras y, si tienen el privilegio de contar con un dos o tres estrellas entre los uniformados, logran apropiarse de una ametralladora pesada tipo Dshka, un aparato de aire acondicionado y hasta un televisor con el que anestesiarse en las horas muertas, que son la mayoría.
Todos aquí creen que los yihadistas han perdido fuelle y que, si no atacan más, es porque se han debilitado a base de derrotas contra los peshmergas. Lo cree Lawaka, que alterna momentos pletóricos con arrebatos de manía persecutoria (“Oye, periodista, ¿tú no serás iraní? Enséñame tu pasaporte”). Piensa lo mismo Tahr, que está aprendiendo a disparar su fusil, aunque posa de maravilla y le encanta coleccionar esas estampitas para compartir en Facebook con frases como “Si ella te abandona es porque no te ama lo suficiente”, o “Si quieres ser fuerte aprende a luchar solo”. Lo piensa aquel anciano septuagenario siempre adormecido en la base dos. Y todos se vienen arriba cada poco y olvidan que el secreto de su fuerza está en el aire. La evolución de las batallas demuestra que los bombardeos aéreos de la coalición internacional son un elemento crucial en el avance de las fuerzas atacantes. Si EI lanza un proyectil, diez minutos más tarde los cazas ya sobrevuelan el área para abatir la pieza de artillería.
Los analistas militares, sin embargo, coinciden en que no hay victoria sin infantería. La imposibilidad de armar una coalición fuerte ha llevado a cada aspirante a Mosul a hacer la guerra por su lado. El avance sobre Mosul se realiza desde todos los puntos cardinales. Los frentes de la corona sur están dominados por el ejército iraquí y las milicias chiíes. Aquí los militares de Bagdad lograron tomar a finales de este septiembre la estratégica ciudad de Shirqat, en una encrucijada de caminos a 85 kilómetros del objetivo final.
El papel de Estados Unidos
Los peshmergas controlan el perímetro norte de las trincheras hacia Mosul. Aun así, permitieron a Turquía instalar una base en Bashiqa, doce kilómetros al noreste del feudo de los yihadistas, donde entrenan y combaten el contingente suní de Nuyaifi. En el pueblo cristiano de Telskuf, veinte kilómetros al noroeste, los peshmergas han permitido establecerse a una pequeña milicia, llamada Dwekh Nawsha —”quienes se inmolan”, en asirio—. Les asisten en tareas de guardia, patrulla y eventualmente combate. No son más de una docena de hombres. Chase, un exmilitar estadounidense voluntario en esta brigada, confiesa molesto que en contraataques mayores de EI, como el que lanzó sobre Telskuf el pasado 3 de mayo —en el que murió un miembro de las fuerzas de élite Navy Seals— “nos evacuaron y no pudimos luchar”.
Estados Unidos, como fuerza mejor armada y aliada de varios de los actores sobre el terreno, es quien debe repartir juego en este casino. Su mayor dolor de cabeza es que los jugadores están tan mal avenidos que imposible articular alianzas entre ellos. No hay pretendiente a Mosul que no pierda la mínima ocasión para lanzar una pulla a los de la trinchera de al lado, aunque compartan el mismo objetivo. “Nosotros cooperaremos con cualquier fuerza que esté decidida a combatir a Daesh, pero estamos viendo que hay algunas de estas milicias y ejércitos que no se centran en ello. Queremos que haya confianza”, asegura Helgor Hakmet, responsable de prensa del ministerio regional que controla a los peshmergas.
“Todos quieren controlar Mosul, pero a su vez todos dependen de la coalición porque es esta la que dispone de aviones de combate, que es lo que inflige el mayor daño a Daesh”, relata un peshmerga que, debido a su posición sensible en el organigrama de la campaña, solicita el anonimato. “La OTAN está detrás. Desde la retaguardia, sus asesores coordinan la ofensiva”.
Países como España, que se planteó enviar un contingente de fusiles CETME L de fabricación defectuosa, participan en este esfuerzo militar aportando cantidades de dinero modestas con fines humanitarios; una minoría, como Alemania, ha enviado decenas de asesores y armamento, como 16.000 fusiles G35, que los peshmergas adoran por su retraso mínimo al disparar. Con tantos actores y tan poca financiación militar, lo normal es ver en cualquiera de los frentes a combatientes amateur, mal protegidos, cuando no totalmente desprovistos de casco o chaleco antibalas. Es el ejército de Pancho Villa. Estados Unidos ha entrenado a cientos de peshmergas para intentar dotar de algo de empaque a unos rangos que hace una década eran poco más que una guerrilla, y que siguen incurriendo en actitudes indisciplinadas, ademanes poco rigurosos y errores garrafales en primera línea de fuego que llegan a costar vidas.
Algunos de los combatientes de Dweikh Nawsha, como Chase y Dan, son veteranos de guerra. Ambos participaron en la invasión estadounidense en Irak, a la que muchos culpan del desastre en el que hoy en día está inmerso el país. Dan, que operó en Bagdad, reconoce que no se esperaba que las aguas tomaran el cauce actual. “Bajo el gobierno de Sadam Husein había los mismos problemas que ahora, pero ante la ausencia de un líder fuerte todos se descarriaron. Esta gente tiene un pensamiento tribal, se identifica solo con su pueblo”, musita.
Dos españoles en la lucha contra EI
Los Dwekh Nawsha tratan de transmitir a través de su página de Facebook una imagen de actividad constante en el frente —que se ajusta poco a la realidad— para seguir seduciendo a patrocinadores extranjeros y a algún que otro nuevo recluta. Dos de ellos son españoles.
Uno se hace llamar Juan Astray ‘El legionario’. Es alto y bien proporcionado, aunque la información que aporta sobre su presunto pasado militar es vaga y opta por incidir en que también ha trabajado en seguridad privada. El otro usa el apodo de Simón de Monfort. Fortachón y algo rechoncho, asegura que antes fue Boina Verde, apelativo de la unidad de operaciones especiales del ejército español. No obstante, Simón es incapaz de explicitar el tipo de entrenamiento al que se somete a los reclutas en esta unidad o las misiones en que ha participado. Decora sus evasivas respuestas con un sospechoso tic de rodilla y un persistente discurso xenófobo. Este es su análisis sobre los motivos de la existencia de EI:
—Los árabes son un pueblo fanático, un pueblo que no quiere trabajar, quiere guerrear y montar problemas. El problema aquí no es el islam, el problema son los árabes.
La Justicia española llama al supuesto Boina Verde Juan Manuel Soria Monfort. Fue detenido en 2005 en Valencia y juzgado como uno de los líderes de la banda neonazi FAS por delito de odio, asociación ilícita y tenencia de armas prohibidas. Resultó absuelto al anularse las escuchas telefónicas practicadas a los investigados. Monfort fue condenado en 2008 a casi dos años de cárcel por extorsionar a un párroco, al que exigieron 15.000 euros bajo amenaza de publicar una serie de imágenes de contenido sexual del cura.
Paradójicamente, los integristas cristianos, que consideran su lucha contra EI una ‘cruzada’, han acabado empotrados con los peshmergas, eminentemente musulmanes, y uno de cuyos aliados regionales es Israel. Esto parece importarle poco a los mismos peshmergas. Les basta con que los fichajes internacionales que incorporan a sus filas, en la mayoría de casos por motivos propagandísticos, no tengan antecedentes penales reseñables. “Es bueno que luchen junto a los peshmergas contra el terrorismo, porque estos extranjeros están en cierto modo ligados a países occidentales, y cuando vuelvan a esos países contribuirán a mantener buenas relaciones entre esos pueblos y los kurdos”, explica Helgor Hakmet.
Campos de desplazados
El cóctel de aspirantes a ocupar Mosul es más inflamable aún en el flanco sureste de la ciudad. A 140 kilómetros en ese sentido está Kirkuk, denominada la Jerusalén iraquí por la cantidad de novias que sus ingentes pozos petrolíferos tienen. El gobierno regional del Kurdistán aspira a hacerla suya pese a las reticencias de Bagdad y de los turcomanos autóctonos, que forman una importante comunidad en la urbe. Pocos kilómetros al sur de Kirkuk está Tuz Jurmatu, que ya ha presenciado enfrentamientos armados entre peshmergas y milicianos chiíes. La densidad de población kurda en estas áreas es baja, y los constantes comentarios arabófobos de los peshmergas se han traducido en varios saqueos de aldeas árabes arrebatadas a EI, en los que se han llevado hasta los electrodomésticos. Para combatir las acusaciones de inquina antiárabe, el gobierno regional del Kurdistán ha dispuesto en Dibaga, cerca de Majmur, un campamento de desplazados internos impulsado por la fundación privada del presidente kurdoiraquí Barzani.
En este asentamiento, no se ha escatimado en pequeños lujos inéditos en la mayoría de campamentos de refugiados, como casas prefabricadas con baño e incluso aire acondicionado. Tal despliegue responde al interés del gobierno regional del Kurdistán en ganarse a los huidos de Mosul de cara a su proyecto de gobierno futuro. “No nos podemos quejar, estamos mucho mejor que viviendo con Daesh, donde sufríamos bombardeos diariamente”, explica Naima, una mujer con un niño en su regazo que evita extenderse al hablar de los males sufridos en zona yihadista. Muchos de los acampados en Dibaga temen hablar mal de EI frente a las cámaras de vídeo porque todavía tienen familiares al otro lado de la trinchera.
Aquí nunca se sabe quién ocupará tu tierra mañana.