Yohan Cohen. Philippe Braham. François-Michel Saada. Yoav Hattab. Asesinados por Amedy Coulibaly en un supermercado judío en París el 9 de enero de este año. Dos terroristas abatidos por la policía belga en Verviers, pocos días después, durante una macrooperación en diez localidades de forma simultánea. El asesinato de Finn Nørgaard, un cineasta danés de 55 años, en un atentado contra un centro en el que se celebraba un debate sobre libertad de expresión. Y el que mató, horas después, a Dan Uzan, un judío que vigilaba una sinagoga de Copenhague. El atentado fallido en un tren Amsterdam-París hace tan solo unas semanas. Los arrestos de células, durmientes o muy despiertas, en Reino Unido, Francia, España o Alemania.
Cuando se habla de EI se suele pensar en Siria, en Irak. En la frontera turca. Se piensa en la expansión por el norte de África y en Libia. No se piensa, seguramente, en Europa, en la UE, de forma directa. Europa como escenario potencial de ataques terroristas. Como sujeto pasivo, distante. Como objetivo, sin grandes diferencias con lo ocurrido en las últimas tres o cuatro décadas. Y es un error.
EI está en los bordes de la Unión, expandiéndose por el Sahel, a una distancia mínima. Entrenándose, curtiéndose, armándose. En el patio trasero. No solo eso: EI está ya en Europa. Entre los miles de yihadistas nacidos, criados y educados aquí que regresan de Siria y de Irak. Entre los extremistas como los hermanos Kouachi, que mataron a doce personas en el atentado contra Charlie Hebdo en enero. Nacidos, criados y educados en los suburbios de París y radicalizados en la cárcel. El grupo yihadista está presente entre los miles de jóvenes y no tan jóvenes que visitan cada día foros y páginas de internet.
El belga Gilles de Kerchove, coordinador antiterrorista de la Unión Europea, calcula que entre 4.000 y 5.000 europeos “estuvieron, están o tienen el deseo de ir a Siria como combatientes extranjeros”. Bélgica es, según esos mismos datos de la UE que no han sido actualizados oficialmente, el país que más combatientes extranjeros tiene en proporción a su tamaño. Hay operaciones policiales prácticamente cada semana. Programas para tratar de identificar a quienes están en riesgo de radicalización. Hay decenas de historias de jóvenes o familias enteras que hacen las maletas y viajan a Turquía para dar el salto al califato.
Los servicios de seguridad de los diferentes países tienen fichados a la mayoría de los combatientes extranjeros. A los radicales, a los líderes, a sus imanes. Conocen buena parte de las webs de referencia dentro del yihadismo, las fuentes de los vídeos sanguinarios que tanto éxito tienen. En muchos casos, las autoridades saben quiénes se fueron y si han vuelto, pero no lo que hicieron, dónde han estado todo el tiempo, qué tipo de formación recibieron, si tienen instrucciones, si fueron en busca de la vida prometida y volvieron escarmentados o con una misión.
Europa no sabe qué hacer
En agosto de 2014, el Consejo Europeo, que reúne a los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, reconoció que “el auge de Estado Islámico es una gran amenaza para la seguridad europea y es necesaria una acción decidida para cortar el flujo de combatientes extranjeros que se unen a EI en Siria e Irak desde Europa”. Una boutade, pero necesaria en el lento engranaje operativo comunitario.
Los presidentes y primeros ministros se instaron a poner en práctica una serie de medidas contraterroristas esbozadas por los ministros de Interior en junio de 2013, sustentadas sobre cuatro pilares: la prevención de la radicalización, la detección de “viajeros sospechosos”, la investigación y seguimiento de sospechosos y la cooperación con otros países.
Suena bien, pero durante los últimos 18 meses las reuniones en Bruselas han sido un caos. Sin una idea clara, sin una estrategia ni un plan definido, a corto o largo plazo. Durante meses se negaba que una misión militar en Siria o Irak fuera necesaria o posible. Después, se juraba y perjuraba que la salida de Asad era imprescindible para un acuerdo que pacificase Siria. Más tarde se empezó a flirtear con la idea de que “Asad tiene que ser parte de la solución pero no del futuro del país”. Ahora aumentan las voces que piden una intervención más allá de los bombardeos, con Francia liderando la nueva corriente belicista.
Los países siguen trabajando en temas de inteligencia a nivel casi individual.
Han aprobado partidas cada vez más grandes para intentar frenar las brutales campañas de captación y fidelización de los ejércitos virtuales del califato. Europa está desnuda y no entiende que algunos de sus ciudadanos se giren contra ella. No entiende que jóvenes en suburbios de Gante, Estocolmo o Londres se unan a la yihad en Raqqa o que decenas de familias españolas dejen el continente para ir al califato. No tiene las respuestas y apenas se atreve a formular las preguntas.
El año pasado la policía belga arrestó a dos jóvenes, criados en el país, que planeaban atacar la Comisión Europea. Aquí mismo, Mehdi Nemmouche mató a cuatro inocentes en el Museo Judío de Bruselas. El 16 de marzo de 2015, el Consejo de Asuntos Exteriores aprobó la “estrategia regional de la UE para Siria e Irak, así como en relación con la amenaza que representa” el grupo yihadista.
El documento merece la pena ser leído. Llevó muchas horas de trabajo de miles de personas en 28 países y en las representaciones permanentes ante la UE en Bruselas. Es un despropósito, un canto a la nimiedad, al buenismo. Un papel mojado que resume la impotencia de un continente, la falta de medios, de resortes y recursos para hacer frente a algo que a duras penas comprende.
Estado Islámico lleva mucho tiempo en Europa. No hay indicios de que eso vaya a cambiar. Es verdad que los atentados que han organizado en Occidente no se han traducido en matanzas a gran escala, pero ese es precisamente el gran temor. La policía puede seguir evitando atentados, pero no todos. Ha quedado claro que hay voluntarios y armas y que ha habido entrenamiento. Los soldados del califato en la UE están listos y enfrente, una vez al año, se encuentran una manifestación de protesta. Je suis Europe emociona, pero no basta para combatir el mal.