Esta es la historia de una vida larga e insignificante. Una vida de pocas victorias y muchas derrotas. De penurias, alma nómada, sed y hambre. Una de esas vidas intrascendentes, triviales y olvidadas. Una historia imprescindible.
Tenía manos de cuero, cien cicatrices en la cara y la autoridad que da el haber estado allí antes que nadie para decidir su edad. Ciento cinco años, decía. Todos la creían y juraban por ella: Hadja Kellu Mustafha era la mujer más anciana del lago Chad.
Una de sus bisnietas, una niña despierta con el pelo lleno de trenzas, me guió hasta ella. Vivía en la sección 13 del campamento de refugiados de Dar es Salaam, en la orilla chadiana del lago, hasta donde 14.500 refugiados y 68.000 desplazados habían huido de la violencia de la banda yihadista Boko Haram. Hadja Kellu estaba sentada en su choza, sobre una alfombra azul y roja. Llevaba una túnica de colores claros y, alrededor de su cabeza, un pañuelo que le caía hasta la cintura. Cuando entramos no cortó su mirada perdida porque no nos oyó entrar: era ciega y prácticamente sorda.
Acerqué mi mano a la suya, y sus pulseras —plateadas en la muñeca derecha, doradas en la izquierda— tintinearon al estrechar sus dedos con los míos. “Lo siento, no veo bien con los ojos”, fue lo primero que dijo.
Quizá fue por el respeto que me provoca la vejez, pero el pleonasmo sonó a sabiduría.
La anciana tardó un rato en entender que yo simplemente quería que me contara su vida, quién era y cómo había llegado hasta allí desde su Níger natal. Ella no comprendía por qué, para qué ni a quién podía interesar la vida de una vieja que consumía sus días dentro de una choza levantada con cuatro maderas y telas en aquel punto perdido de Chad; a merced de la arena, el sol y el viento. Accedió con una advertencia y un preludio: “He tenido una vida larga. He vivido muchas cosas malas en ciento cinco años, pero los últimos tiempos han sido los más difíciles de mi vida”.
Tuvo su primer hijo con apenas quince años pero el lago se lo llevó pronto. “Se ahogó y pensé que Alá nunca volvería a darme un hijo”. Tardó veinte años más, una eternidad, en tener una niña. Fue la última. Otra rareza en un país con una tasa de fertilidad de casi ocho hijos por mujer, la más alta del mundo.
Hadja Kellu es tan anciana que el lugar donde nació ya no existe. “Ahora solo es arena”, dice. Su aldea natal había sido devorada por el desierto porque el lago Chad lleva medio siglo muriéndose. Las aguas que bañan las porosas fronteras de cuatro países (Camerún, Nigeria, Níger y Chad) han sufrido en las últimas décadas un vertiginoso descenso a causa del calentamiento global, la rápida evaporación por su escasa profundidad y el creciente uso de agua para cultivos. Si en la década de 1960 tenía una superficie similar a la de Galicia —25.000 kilómetros cuadrados—, ahora tiene la mitad: poco más que el tamaño de Asturias o Lleida.
Aquel retroceso de las aguas, que había empujado a Hadja Kellu a seguir la nueva orilla e instalarse en Lelewa, una aldea de Níger fundada donde antes solo había agua, iba a suponer otra condena: con la sequía, el lago Chad se ha convertido desde 2015 en un laberinto de islotes y el escondite perfecto para los yihadistas de Boko Haram.
Cuando el pasado mayo los extremistas mataron a varios soldados y civiles en la aldea vecina de Karamga, la anciana sospechó que algo iría mal para su pueblo, los buduma: una de las etnias más antiguas de la región y que siempre ha sido considerada dueña del lago Chad. Nadie conoce mejor sus corrientes y rincones. Ahora, además, son una tribu maldita. Para muchos, los yihadistas no se han podido esfumar en el lago sin la ayuda de los buduma. Al día siguiente de la matanza de Karamga, decenas de soldados nigerinos entraron a Lelewa y escupieron su sed de venganza: todos los hombres y mujeres de etnia buduma eran sospechosos de haber ayudado a esconderse a Boko Haram y debían irse de la población. “Ni siquiera pudimos recoger nuestras cosas, nos trataron mal”, recuerda Hadja Kellu. Les expulsaron al desierto.
Aquella mañana de mayo, mil buduma iniciaron un éxodo mortal hacia Chad. Hadja Kellu recuerda el dolor. “Me subieron a un burro y recé mucho para aguantar”, dice. Durante veintisiete días, solo se bajó del animal para rezar y dormir. “A cada rato me preguntaba a mí misma: ‘¿Es que voy a morir ahora?’ No había agua ni comida, sufrimos mucho; solo pensaba en morir”, explica.
Cuando finalmente llegaron al campo de refugiados de Dar es Salaam, en Chad, eran poco más de la mitad de los que habían salido de Lelewa.
Después de una hora de charla, la anciana Hadja Kellu da síntomas de cansancio. Introduce largos silencios en medio de cada frase y de vez en cuando se queda quieta con la mirada fija, como si rebuscara en la memoria algún recuerdo o detalle pasado.Quedamos en que nos veremos al día siguiente, pero antes de irme pregunto qué piensa de Boko Haram o de los soldados que les obligaron a huir. “Ha sido el deseo de dios —dice—; he tenido hijos y he vivido para llegar aquí. Solo puedo dar las gracias a dios por haber vivido”.
—¿Te gustaría vivir en este campo de refugiados para siempre? —pregunto.
—Si hay paz. Si no, nos iremos.