Debajo de la gravilla de Puente Nayero hay una historia de pobreza, violencia y dignidad. Un palimpsesto construido capa a capa durante los últimos setenta años. Una calle que era un puente y que hoy está libre de la violencia que la convirtió en uno de los lugares más peligrosos de Colombia.
Abajo del todo, en la base, los restos de madera recuerdan cómo los primeros desplazados a causa de la violencia empezaron a dar forma a esta fantasía urbana. Un estrato por encima se amontonan toneladas de basura que hablan del paso de los moradores que llegaron después a este barrio de Buenaventura, en el oeste de Colombia. La penúltima capa, algo más delicada, descubre algún que otro órgano humano como herencia de las “casas de pique” en las que hasta hace pocos años se torturaba y desmembraba a personas. Y arriba, la gravilla inconsistente que asfalta este “espacio humanitario”, como se le conoce aquí: un entorno urbano en el que ha desaparecido la violencia.
Lejía y cadáveres
—Huele a muerto.
Quien pronuncia esta frase apenas levanta un metro del suelo. Es uno de los niños de Puente Nayero, que tuerce el morro mientras señala un bote de lejía. En el salón de una de las casas se amontonan varios productos de limpieza. Sin puertas ni ventanas que cubran los quicios, el interior es plenamente visible desde la calle. Pero allí no hay muertos: los lugares en los que había cadáveres en esta calle eran luego desinfectados, y por eso la mente del niño asocia ambas cosas. La lejía es muerte.
Para el recién llegado a Buenaventura, Puente Nayero puede parecer una calle como cualquier otra. La presencia militar en la entrada no es algo del todo raro en la que hasta hace poco era una de las ciudades más violentas de Colombia. La diferencia es que aquí cuentan con una garita de madera permanente donde día y noche hacen guardia tres o cuatro soldados rotatorios. El único que no cambia es un intendente que lleva algo más de un año acudiendo a diario a su puesto, y que pide que no se revele su nombre por seguridad. “Los muchachos sí hacen turnos, pero yo estoy acá todos los días de nueve a ocho, con mis dos horitas para almorzar”.
Su presencia es uno de los grandes logros de esta calle para la que la violencia era algo cotidiano. Hasta 2014, había tiroteos a plena luz del día, extorsiones a comerciantes y las terribles “casas de pique” donde los criminales acudían a desmembrar a sus víctimas antes de lanzarlas al mar. Las finas paredes de las viviendas no eran capaces de contener los gritos nocturnos que se filtraban a través de sus rendijas.
Un día, los nayeros no pudieron más y se plantaron. Siguiendo el ejemplo de casos rurales en un país asediado por el conflicto, los vecinos se sumergieron en un ambicioso proyecto: convertir Puente Nayero en un “espacio humanitario”: libre de violencia. Con la ayuda de la Comisión Intereclesial Justicia y Paz, la calle se blindó y los vecinos volvieron a recuperar su territorio.
La calle que surgió de lo que sobraba a los demás
Don Pompilio Castillo y su hija Nora Isabel reciben la caída del sol desde su porche sentados en sendas sillas de plástico. Los niños del turno de tarde vuelven del colegio y los de la mañana ya hace rato que juegan entre bicicletas y pelotas. Una breve tormenta se cuela entre los últimos rayos del día. “Cuando eso ocurre, acá decimos que está pariendo la Tunda”, dice Nora Isabel.
Fran y Esnei se separan del grupo que juega y se acercan también al porche. Se llevan un año de diferencia —él tiene nueve años y ella diez—, pero se llaman mellizo y melliza el uno al otro. Van juntos a todas partes, aunque ahora a Fran le han cambiado de colegio.
—¿Y qué tiene de diferente el colegio nuevo?
—Que hasta febrero no empiezo las clases. Bueno… y que está prohibido decir palabras feas a los compañeros.
Mientras esperan a que pare de llover, los mellizos se entretienen cantando el himno de Puente Nayero. Dicen que todos los vecinos de la calle se lo saben.
El espacio humanitario
de Puente Nayero
hoy es un ejemplo para el mundo entero.
Para que el Gobierno
hoy tome consciencia
que estamos luchando por la no violencia.
Hoy somos un pueblo
que queremos libertad,
para que haya paz
con justicia y dignidad.
Puente Nayero tiene estructura de tridente y al inicio del sendero principal se sitúa la casa de don Pompilio, uno de los históricos de la calle. Una especie de presidente no electo de la comunidad, que se afana por que la historia del lugar no caiga en el olvido.
En la década de 1970, un puñado de habitantes del río Naya decidió desplazarse hasta la capital de la región buscando una mejora en sus condiciones de vida. Pueblo pesquero y con un gran sentido de la comunidad, aquellos nayeros vieron en el humilde barrio La Playita de Buenaventura la posibilidad de empezar una nueva vida. Se corrió la voz y una nueva ola de desplazados llegó hasta lo que entonces era una endeble construcción palafítica concebida como muelle pesquero.
“Fue tal el caso, que en 1975 algunos de los que hoy somos pobladores entramos a tratar de construir nuestras viviendas. Mi casa entonces era casi la última de la calle, que en esa época no era calle, era puente”, recuerda don Pompilio.
La primera fase del proyecto estuvo protagonizada por unas rudimentarias construcciones a las que se accedía mediante endebles tablones de madera que se ensamblaban con mayor o menor fortuna. El problema del alojamiento estaba salvado, pero la población continuó creciendo y empezaron a surgir otros problemas. La gente se caía al atravesarlos. Varios niños murieron ahogados. Había que buscar una manera de afianzar la base, de tener unos cimientos sólidos que aportaran estabilidad, de transformar oficialmente el puente en una calle.
Pidieron ayuda a las autoridades locales, que se negaron. Al fin y al cabo, la calle se había creado al margen de cualquier plan urbanístico razonable (o legal). Corría ya la década de 1990.
¿De dónde podían sacar las toneladas suficientes de algún material que permitiera rellenar toda una calle? Alguien lo vio claro: de la basura. Los desechos les permitieron construir un hogar.
“¿Cómo empezamos a hacer la calle? Tumbando puentes. Tumbamos los puentes, hicimos los quinchos, las cercas, cortamos los palos. Y empezamos a rellenar con la basura de la Galería de Pueblo Nuevo. Esa basura era la materia prima”.
En 1990 bautizaron la calle. San Francisco es un pueblo histórico de la región Naya y, desde el 4 de octubre de aquel año, también es el nombre oficial de esta calle a la que, en realidad, todo el mundo sigue conociendo como Puente Nayero.
Un pueblo perseguido por la violencia
Después de la pobreza vino la guerra. En abril de 2001, unos 400 paramilitares del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entraron en el Naya y asesinaron al menos a 30 personas, según fuentes oficiales. Los campesinos denunciaron que fueron más de un centenar. Por el camino dejaron un rastro de degollaciones, torturas y mutilados. Aquella Semana Santa infernal se quedó grabada en la memoria colectiva y fue bautizada como la Masacre del Naya.
Cundió el pánico en la región y se produjo otra ola de desplazamientos. Sus habitantes formaban parte de los 7,7 millones de colombianos forzados a abandonar sus casas. Es la población de desplazados internos más numerosa del mundo, que superó a Siria en 2016.
“Mucha gente tuvo que emigrar aquí, y hubo problemas para poder ubicarlos”, recuerda don Pompilio. “No teníamos casas, no teníamos comida, no teníamos nada. Las autoridades ayudaban muy poco”.
Así que ampliaron la calle. A la principal, San Francisco, se unieron otras dos que aún hoy mantienen su rudimentaria estructura inicial. Un recordatorio de cómo fueron los orígenes de Puente Nayero.
Parte de su historia más reciente queda recogida en Miradas Pacíficas, un proyecto documental universitario que quiere convertir el caso de esta calle en ejemplo de resistencia pacífica para otros espacios. Los dos jóvenes detrás de esta idea ceden la cámara y la dirección a dos adolescentes de la calle, Junior y Brian, para que ellos mismos cuenten la historia de sus vecinos. Cada día después del rodaje, realizan con ellos una sesión de visionado para comentar el material obtenido:
Haciendo de bisagra entre una de ellas y la principal está la casa de Melania Colorado. Es de las pocas más o menos asentadas en tierra firme. A partir de aquí, las viviendas se suceden a lo largo de vacilantes puentes de madera.
La casa de Melania casi siempre está abierta. Al acabar la jornada, le gusta sentarse junto a la ventana, donde corre algo de aire, y saludar a los vecinos que pasan. Melania madruga mucho para ir al puerto a por pescado. Luego lo desala en la parte trasera de su casa, lo deja durante horas en agua con limón, lo ahuma, y lo prepara para vender. Su avanzada edad le obliga a ejecutar cada acción con pequeños movimientos, pero se niega a descansar. Necesita el dinero para mantener también a su nieto de diez años, que vive con ella desde que a su madre la asesinaron en Bogotá. Cuando recuerda aquello, Melania baja cada vez más la voz hasta llegar a un casi inaudible “no lo sé” como respuesta a quién mató a su hija.
Manuel Andrés, su nieto, se esfuerza por ser un buen estudiante. Prueba de ello son los diplomas escolares que trufan la pared entre descoloridas fotos de familiares.
De vez en cuando, Melania sí se regala algún rato de ocio. Como el día en que la calle entera se convirtió en una fiesta hasta el amanecer para celebrar el cumpleaños de otra de sus hijas. Bailaron y tiraron harina por encima de la homenajeada, una tradición colombiana no necesariamente reservada para los niños. Medio siglo cumplía María Elena.
Cada mañana, las madres que van a trabajar —o a buscar trabajo— dejan a sus hijos en manos de esta mujer y de Marlín, dos de las madres comunitarias del espacio. Ellas se encargan de cuidar a los pequeños, de darles de comer, de enseñarles canciones. Una guardería como enésimo símbolo de la extraña normalidad que reina en Puente Nayero.
Hasta hace un par de años, muchas de las escenas descritas serían impensables. No hace tanto que los niños no salían de casa y los adultos trataban de regresar siempre antes de las seis. A veces ni siquiera esa precaución bastaba.
A Lucinda, vendedora de pescado en el mercado, le tocó correr más de una vez al volver de trabajar. Y refugiarse en casa del primer vecino que pillara cuando se desataba un tiroteo.
La calle estaba considerada una de las más peligrosas de Buenaventura, y aún el resto de la ciudad se muestra recelosa de llegar hasta ella.
“Cuando empezamos la calle teníamos una ventaja: no había problemas de orden público. No había paramilitarismo en Buenaventura”, recuerda don Pompilio. Fue a partir de 2012 cuando se acentuó la violencia. “Empezaron los asesinatos selectivos, las balaceras, la pica de gente”.
Durante años, los nayeros hicieron de la violencia un vecino más. Tiroteos a plena luz del día, extorsión a los comerciantes y la presencia de un par de casas de pique donde las bandas criminales desmembraban a sus víctimas. Sus habitantes recuerdan cómo la agonía de los gritos comenzó a formar parte de la rutina, y que incluso los niños usaban con naturalidad expresiones como “te voy a picar” para amenazarse en sus juegos.
En este contexto se empezó a fraguar la idea de crear el primer “espacio humanitario urbano” del mundo, como lo llamaron después.
Nora Isabel Castillo, una de las líderes de la calle, lo define así: “Un proceso de resistencia que hacen las más de mil personas que habitamos en este sector debido a toda la ola de violencia que se vivió desde 2012”.
Con la ayuda de la comisión intereclesial Justicia y Paz, exportaron el modelo de espacio humanitario implantado en regiones rurales. El proceso fue difícil. Al principio, se tuvo que expulsar a las personas que traían la violencia al barrio. “Muchos de ellos se negaban a salir y empezaron a amenazar a los líderes que estábamos en ese momento acá”.
Pero lo lograron. Ahora tienen protección policial en ambos extremos de la calle, y un grupo de Whatsapp por el que dar la voz de alarma si alguien ajeno intenta colarse.
El espacio cumplirá cuatro años en abril, pero todavía se llevan algunos sustos. En septiembre, un par de neoparamilitares accedieron al espacio en plena asamblea comunitaria de los vecinos.
Por eso algunos líderes comunitarios como Nora Isabel todavía se desplazan con escolta y solo pueden entrar y salir de la calle subidos en todoterrenos de cristales tintados. Es el precio que tienen que pagar por haber logrado expulsar la violencia.
Pero ¿por qué llegó de repente esa violencia a una calle que hasta hace unos años ni siquiera existía?
“Nosotros decimos que son las personas que están haciendo el trabajo sucio tanto al Gobierno como a las multinacionales, porque una de las formas de poder sacar a la comunidad es con el miedo”.
Castillo se refiere al plan de expansión portuaria y desarrollo hotelero que tiene La Playita, barrio en el que se encuentra Puente Nayero, en su punto de mira. A los vecinos se les ofreció una reubicación en el periférico barrio de Ciudad de San Antonio, pero se negaron en redondo.
“Somos familias muy extensas y las casas que nos están dando son muy pequeñas. Además, la gran mayoría de personas que habitan aquí son pescadores. Su sustento está en el mar. Desde allá les tocaría venir hacia acá, coger la lancha, irse, volver aquí y volver a irse allí. Es un gasto mucho más grande, al que se suma la inseguridad para esa persona al tener que trasladarse cada día”.
Las vacunas, el impuesto revolucionario
—¿Cuánto vale el jugo de curuba?
—Mil pesos.
—Pues póngame uno rapidito, Vanessa, que tengo que ir a arreglar el celular y ni almorcé.
—¿Y usted prefiere arreglar el celular a almorzar?
—Es que sin celular, ¿cómo me va a entrar la plata, mija?
Vanessa licua la fruta triturada y la leche, la cuela y la vuelca en una bolsa de plástico que luego cierra con una pajita incrustada. La compradora agarra el jugo y se marcha a paso ligero, mientras la tendera lava los utensilios en un chorro de agua que brota del lateral de su casa.
La de Vanessa está en el límite de las viviendas con agua potable, otro de los grandes problemas de la calle. Desde más o menos la mitad del paseo, la gente tiene que acudir cubo en mano a un surtidor del que brota agua. Para mayor complicación, esto no ocurre todos los días. Pueden pasar hasta una semana sin que los vecinos vean una gota. Paradójicamente, a pocos kilómetros de Buenaventura se despliega el Parque Natural San Cipriano, uno de los lugares donde más llueve del mundo.
La hermana de Vanessa, Merci, también vive en esta calle, un poquito más arriba. Tiene un puesto de chorizos que no le da tregua. “Deme uno de mil”, es la frase que más escucha a lo largo del día. Merci enchufa la plancha por la mañana y no la apaga hasta que acaba toda la mercancía del día. Hoy le han recriminado no tener su salsa picante casera, y ella se defiende diciendo que ayer se acabaron también el bote que había preparado para hoy.
Norbei Gutiérrez, otro tendero, despliega su tienda de ultramarinos a pocos metros del puesto de Merci. Ocho días antes de que se constituyera el “espacio humanitario”, él estaba ya listo para abandonar la calle y no volver. No podía más. “Aquí, a veces, a las seis de la tarde nos teníamos que esconder. Llegaba un cliente a comprar y uno pensaba que era un delincuente que llegaba a quitarle plata, a pedirle comida o a pedirle licor. Uno nunca sabía si era un cliente o un delincuente”.
Norbei repite un mantra: desde que se creó el espacio humanitario, han pasado “del infierno al cielo”.
—Muchos tenderos de aquí pensamos irnos porque igualmente existía la vacuna.
—¿Qué es la vacuna?
—Que le quitaban a uno la mercancía o le pedían plata en efectivo. Esa es la famosa vacuna de ellos, de los paramilitares.
—¿A usted le pasaba?
—Claro, bastante.
La salida al mar
En las primeras horas del día, la marea baja y muestra sin pudor el corazón de Puente Nayero: una argamasa de botellas de plástico, envoltorios y agua del mar.
Al fondo de la calle, casi a la altura del muelle, varios hombres aprovechan para levantar una nueva casa. En cuanto vuelva a subir el nivel del mar, el espacio en el que trabajan quedará inaccesible. En el muelle, los niños se zambullen y las barcas esperan para salir a faenar.
Desde la última casa de Puente Nayero, Aldemar controla toda la actividad. Es el dueño de casi todas esas embarcaciones mecidas por las olas del Pacífico. Hace apenas un año y medio que volvió a Buenaventura tras casi tres décadas en Estados Unidos. Estuvo en Nueva York y Houston. Buena parte de ese tiempo lo pasó en prisión. No quiere contar por qué.
Lo que sí cuenta es el cambio tan grande que ha visto en la ciudad tras sus 28 años de ausencia. Dice hiperbólicamente que es “la ciudad más cara de toda Colombia” y que, si no fuera por su madre enferma, ya se habría ido. A España, por ejemplo, a visitar la tumba de su hijo, que murió en un accidente de tráfico. O al pueblo de su hermano, cerca de Cali, donde la fruta y la verdura están más baratas. Está ahorrando para montar otro negocio y dejar este a su sobrino, pero los números son difíciles de cuadrar. Cada salida al mar le cuesta casi 2 millones de pesos (unos 600 euros) entre gasolina, anzuelos y sueldo de los cuatro pescadores que llevan cada lancha. Apenas puede recuperar la inversión.
Aldemar se apoya en el quicio de la puerta de su casa y mira el mar. Mañana, dice, las barcas volverán a salir.