La desbordante hospitalidad asiática apenas puede contener emociones en los accesos al Centro de Arte de la ciudad surcoreana de Gangneung.
Cientos de policías y voluntarios rodean el recinto donde ensaya la Orquesta Samjiyon, un grupo de 140 artistas enviado por Corea del Norte para actuar ante el público surcoreano como gesto de buena voluntad. Las 560 entradas tuvieron que ser sorteadas entre 150.000 personas deseosas de asistir al espectáculo.
Afuera, un centenar de detractores de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pyeongchang quieren que la fiesta se acabe.
“Estamos en contra de explotar nuestros Juegos con fines políticos para hacerle el juego a Kim”, vocifera Young Hwan-cho, de 59 años, haciéndose oír entre los gritos de sus correligionarios, que ondean banderas surcoreanas y norteamericanas y retratos de Kim Jong-un con una enorme X en la cara. “Nuestros políticos nos venden una falsa paz, cuando en realidad buscan dinamitar la alianza con Estados Unidos y Japón”, se impone Kwon San-hwan, otro de los manifestantes, de 44 años.
Han sido convocados por una organización ultraderechista llamada Cuerpos de Defensa Nacional por la Libertad de Corea. Su megafonía no logra silenciar, sin embargo, al medio centenar de jóvenes que ondea banderas con la península unificada, en color azul, al grito de “Corea, Corea”.
“Venimos para apoyar estos Juegos de la Paz, con la esperanza de que el presidente Moon [Jae-in] los convierta en el principio de la reunificación pacífica de Corea”, dice Huh Jung-bin, una estudiante de 22 años.
Los Juegos de Invierno de Pyeongchang tienen una extraña dualidad: resucitan la esperanza en la paz mediante la participación norcoreana, que envía a una delegación de máximo nivel, al tiempo que profundizan una herida social abierta entre quienes no conciben la reconciliación con el Norte comunista tras décadas de confrontación y quienes solo desean el fin de la pesadilla bélica.
“Para mí, la única solución es la militar”, dice San-hwan. “Cualquier oferta del régimen brutal de Pyongyang de una reunificación es falsa. Debemos preservar la identidad democrática surcoreana, y ellos nos la quieren arrebatar”. San-hwan no representa a Corea, como tampoco lo hace Huh. La península contiene demasiados matices, demasiados traumas, demasiadas fronteras.
Encontramos a otra Corea, la hastiada de la violencia, en el Observatorio de Odusan, en plena zona desmilitarizada que hace de frontera entre las dos Coreas. Allí, una pareja enmudece frente al monitor empotrado en la pared que escupe en bucle las imágenes de los ancianos, vestidos con sus humildes mejores galas, derramándose en llanto. Ella, una surcoreana de mediana edad vestida con ropa oscura, desliza de forma casi imperceptible su mano hacia la de su marido, que la aprieta entre la suya sin apartar los ojos de la pantalla.
La ternura que desprende la pareja desconcierta porque el vídeo es de sobra conocido para los coreanos, pero resulta tan conmovedor y tan descorazonador como el primer día. Capta el vigésimo reencuentro de familias desmembradas por la guerra de Corea, que se produjo en un complejo del Monte Kumgang, una aventura conjunta turística entre el Norte y el Sur que derivó en lujosos hoteles en el magnífico parque natural que se alza en las proximidades de la Zona Desmilitarizada (conocida por sus siglas, DMZ), hasta que la muerte a tiros de una turista del Sur provocó su cierre en 2008. En el vídeo, ancianos hermanos, padres, hijos y esposos se fundían entre lágrimas en las mesas circulares del Centro de Reunión.
Aquel octubre de 2015 fue el último guiño entre estos países siameses amputados por la Guerra Fría. Hasta el pasado 1 de enero, cuando Kim Jong-un anunció su voluntad de participar en los Juegos Olímpicos de Invierno convocados en Pyeongchang, a apenas 60 kilómetros de la frontera más militarizada del mundo. Seúl, gobernado desde la pasada primavera por Moon Jae-in, un político de izquierdas hijo de norcoreano y pupilo de la Política del Amanecer que ya intentó resolver el contencioso en 2005, reaccionó con entusiasmo. Rebautizó la competición como “los Juegos de la Paz” y aplazó las maniobras con Estados Unidos y Japón previstas para estas fechas, vistas por Pyongyang como una amenaza.
Moon desempolvó la bandera de la unificación y algunos aplaudieron; otros quemaron la enseña en protestas aisladas y minoritarias pero furibundas. La inmensa mayoría reaccionó con contenida indiferencia: demasiadas esperanzas —será la décima vez que ambos países desfilan juntos en unos Juegos—, demasiadas promesas y demasiados hitos históricos han sido víctimas de la geopolítica internacional. Pero también genera curiosidad. “Yo he venido porque sigo creyendo en mi país, y sigo creyendo en la paz. Hoy sí creo que hay esperanza”, musita dos horas antes del concierto una espectadora agraciada con una de las entradas sorteadas en el Centro de Arte de Gangneung.
La península secuestrada
Los coreanos sienten que su península no les pertenece. Su país es rehén de otros, a quienes no parecen importarles las vidas de sus 75 millones de habitantes (50 en el Sur, 25 en el Norte). En concreto, de la Administración de Trump, empeñada en un ataque que “haga sangrar la nariz” del régimen de Pyongyang, como si fuera concebible que Corea del Norte, ya potencia nuclear, contenga la hemorragia sin devolver el golpe. El que iba a ser embajador estadounidense en el Sur, Victor Cha —un halcón de la Administración Bush, moderado en comparación con el nuevo Gobierno—, alertó del inminente riesgo de una guerra atómica. Y dijo que Washington podría perder, si la represalia solo es regional, a una población equivalente a Pittsburgh o Cincinnati (en referencia a los 230.000 estadounidenses en Corea y los casi 100.000 en Japón), pero ni mencionaba a los cientos de miles de coreanos que perderían la vida en tal escenario apocalíptico.
“Mi generación solo quiere vivir sin miedo”, confía un joven reportero surcoreano de Seúl que prefiere mantenerse en el anonimato. Desde que nació, ha vivido a la sombra de la guerra. “Estamos hartos y solo queremos buscar soluciones. No me refiero a una reunificación, porque creo que no habría acuerdo sobre el modelo político, pero sí a una asociación donde ambas partes convivan sin amenazarse”.
A unos 50 kilómetros, en la localidad de Gwangju, el responsable de la fundación-museo Casa del Compartir, Shinkwon Ahn, se hace eco de su angustia: “Mi padre es norcoreano. Era soldado y huyó en 1953, desertó al Sur: aquí fue encarcelado durante nueve años. Mi familia, refugiada aquí, siempre ha vivido marcada por las miserias de la guerra, y ahora solo queremos vivir en paz. Queremos normalidad. ¿De veras cree que atacarán?”, me pregunta.
No hay buenas señales. En Estados Unidos, la retórica recuerda poderosamente a la construcción del casus belli para invadir Irak, un evento directamente relacionado con el programa nuclear norcoreano, como explica la profesora de Historia asiática de la Universidad de Connecticut Alexis Dudden.
“Rebobinemos a 2002, cuando se formula el discurso del eje del mal. David Frum, su autor, decide incluir a Corea del Norte junto a Irán e Irak para que Estados Unidos no parezca anti-islámico. Fue un shock para Corea del Norte porque no tenía nada que ver con el 11-S, pero sobre todo porque le hizo sentirse un objetivo militar. Fue entonces cuando se retiró del Tratado de No Proliferación Nuclear y relanzó su programa nuclear. Sadam tuvo que plegarse a Estados Unidos porque no tenía armas nucleares, pero Kim calculó que podría rebelarse si las tenía”, dice Dudden. “Durante mucho tiempo fue una situación manejable. Ahora es explosiva gracias a la combinación de Kim Jong-un y Donald Trump, que se amenazan con las armas más peligrosas de la historia de la humanidad”.
La ostentación de Pyongyang irrita a una nueva Administración estadounidense caracterizada por su irracionalidad. Su último movimiento ha sido el anuncio de la revisión de la doctrina nuclear, que permitirá a Washington usar armas atómicas en respuesta a ataques convencionales. En palabras del Nobel de la Paz australiano Tilman Ruff, fundador de la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, eso supone “un plan para una guerra nuclear. Indica que la gran confrontación de poder con Rusia ha vuelto a activarse. Viene a decir: volvemos a la Guerra Fría”.
En este regreso a la Guerra Fría que describe Ruff, donde China y Rusia se oponen de forma tajante a cualquier acción militar contra la península, Corea es el nuevo telón de acero. Los cuatro kilómetros de ancho que ocupa la DMZ, tierra de nadie entre las dos naciones, parecen una distancia insalvable. En Heyri, a pocos kilómetros del Observatorio de la Unificación de Odusan, el río Imjin separa a las dos Coreas: apenas unos centenares de metros de agua helada que resultan casi tentadores de cruzar a pie. En el observatorio, erigido en la montaña, enormes prismáticos permiten a la población curiosear al otro lado de la frontera: allí, imperceptible, se alza la zona industrial conjunta de Kaesong entre humildes poblados norcoreanos que salpican la montaña. Un surcoreano que no aparenta más de 20 años se hace una foto en tono festivo, con la DMZ a su espalda: levanta el dedo corazón mientras saca la lengua, en toda una declaración de intenciones.
Desde el promontorio de Cheorwon son visibles las bases militares norcoreanas y los gigantescos murales de propaganda al estilo soviético. Es uno de los siete puestos de observación a lo largo de la línea desmilitarizada, de 250 kilómetros de longitud, que atraen a miles de surcoreanos. Para acceder a la mayor parte de la zona es necesario un permiso militar, pero eso no impide que siempre haya público.
Hay intereses económicos alrededor de museos, túneles de infiltración norcoreanos descubiertos a costa de incursiones militares, acantonamientos, alambre de espino y reservas de la biosfera en tierra de nadie. Las carreteras que conducen a Seúl están salpicadas de bases de helicópteros, carros de combate, lanzaderas de misiles y cuarteles: un auténtico negocio. En los accesos a los túneles, se erigen obstáculos listos para ser dinamitados e impedir el avance terrestre del enemigo. Puentes susceptibles de ser volados. En las proximidades de la DMZ, zonas minadas, garitas, bases y subterráneos invaden el área agrícola. En cada población, un refugio antibombas aparece perfectamente señalizado. Los altavoces erigidos en plena frontera escupen K-pop al lado comunista, en una infantil forma de venganza capitalista, recordando el abismo cultural que divide la península.
Tan lejos, tan cerca
Corea del Norte es una dictadura militarizada. El estado de guerra es un todo monolítico y el enemigo imperialista es el único pegamento que aglutina a una población atenazada por el miedo a su propio régimen. Corea del Sur, en cambio, son muchas cosas. Es guerra y es K-pop, es hipercapitalismo y refugios antibomba, es pura devoción por la estética y un servicio militar obligatorio de dos años, es un estado de alerta injertado en el ADN que no se contradice con la competitividad laboral extrema y el afán por el enriquecimiento. Es la última tecnología de camuflaje. En la superficie, centros comerciales de lujo; bajo tierra, un metro que funciona como refugio antiaéreo donde las vitrinas con máscaras antigás, toallas, raciones y trajes ignífugos son omnipresentes.
“Es difícil explicar por qué parecemos tan tranquilos pese a la tensión. No creo que estemos negando la realidad, dado que desayunamos y cenamos con noticias sobre Corea del Norte, Trump y la posibilidad de una guerra nuclear. Más bien, veo un proceso de cambio a largo plazo, relacionado estrechamente con el cambio generacional”, analiza el sociólogo Shin Jin-wook, de la Universidad de Chung-ang. “Desde que acabó la guerra [1950-1953], los surcoreanos hemos experimentado una constante alarma bélica seguida de sensaciones de alivio. El pánico y los preparativos para la guerra fueron una constante hasta la década de 1980. Ahora la mayoría —excepto las viejas generaciones— tiende a comportarse de forma más razonable. No hay compras empujadas por el pánico, ni retiradas masivas de efectivo en los cajeros, ni acumulación de provisiones: hay discusiones en la esfera pública. Creo que cuanto más letales son las tecnologías bélicas de ambas Coreas, mayor es la sensación de que es absurdo buscar una solución individual. La única forma de supervivencia es evitar la guerra”, concluye el sociólogo.
No siempre fue así. Durante cuatro décadas traumáticas, la guerra fue tan monolítica como en el Norte. Atentados, incursiones, desertores, bases militares, megafonía…. El cambio llegó hace veinte años, cuando Seúl dejó atrás la dictadura y las penurias. La transformación llegó con los Juegos Olímpicos de 1988 en Seúl, aquellos que Pyongyang intentó boicotear volando un avión civil, pero que terminaron logrando algo inesperado: el final de las dictaduras militares que habían secuestrado el crecimiento de Corea del Sur. El movimiento pro-democrático, reprimido por los militares, volvió a las calles, y la dictadura, temerosa de su imagen internacional en tiempos olímpicos, optó por la permisividad y cavó su tumba política.
Así comenzó el meteórico despegue del Sur respecto al Norte.
“En 1981, las economías de ambos países estaban muy equiparadas, ahora no hay punto de comparación. Aquel año resultaba difícil decir dónde se vivía mejor económicamente. Pero políticamente en el Sur había posibilidad de luchar contra un régimen opresor, lo cual no ocurría en el Norte. No hay que olvidar que en 1980 se produjo la masacre de Gwangju [una protesta estudiantil reprimida por los militares que dejó entre 150 y 2.000 muertos, según diferentes estimaciones]”, explica Alexis Dudden desde Connecticut.
La profesora conoció aquella Corea. “Era una época en la que la gente solía llevar pasta de dientes en el bolso para aplicársela bajo los ojos y contrarrestar el gas que lanzaban los militares. En la década de 1980, Corea del Sur sufría disturbios muy graves, los estudiantes no luchaban por el Norte sino contra su propio régimen, y lograron su objetivo poco antes de que los Juegos Olímpicos tuvieran lugar. Luego llegó la comodidad capitalista en la década de 1990, la del boom económico. El Sur dejó de preocuparse por la trinchera militar del Norte para dejar ese tema en manos del Ejército. Ahora tenemos una generación de 20-30 años, muy educada, que ve la reunificación como una transacción, un ‘compartimos lenguaje y un territorio’, pero poco más. Corea del Sur no quiere sacrificar su comodidad, su éxito económico, a causa de Corea del Norte”.
El estado de guerra fría que tanto impresiona desde fuera ha sido normalizado en Corea del Sur. “Entre 1960 y 1980, fue un zona que vivía con la permanente sensación de ataque inminente, pero desde que llegó la democracia, se transformó. La preocupación ha dejado de gobernar las vidas de la población: los surcoreanos creen tener la razón política y la mayoría no cree en la reunificación. Lo que más les preocupa es cuánto les va a costar económicamente esa reconciliación. La amenaza de guerra ha sido absorbida por la vida diaria”, dice el antropólogo Markus Bell, especialista en Japón y Corea de la Escuela Universitaria Sheffield de Estudios del Este Asiático. Bell, que vivió seis años en Seúl, considera que el diálogo con Corea del Norte no es prioritario para la juventud, que privilegia la lucha contra la corrupción (los chaebol o “clanes ricos”, como se conocen a los conglomerados empresariales, controlan el grueso de la economía) y el acceso al trabajo (es uno de los países con más paro juvenil del mundo desarrollado).
Memoria colectiva
En Gangneung, en la costa este del país, dos naves norcoreanas recuerdan el turbio pasado y el extraño presente. Una es el submarino clase Sang-O, capturado tras infiltrarse en aguas surcoreanas en 1996 en un incidente que dio lugar a 17 días de cacería humana: toda la tripulación salvo un oficial murió. A pocos metros de la fortificada playa donde encalló, se alza una coqueta construcción en la montaña que en su día fue empleada por Kim Il-sung y por su hijo Kim Jong-il —abuelo y padre del actual dictador— como residencia de verano: la zona pertenecía al Norte hasta la guerra fraticida lanzada contra el Sur por Kim Il-sung en 1950.
En el puerto de Mukho, a pocos kilómetros de donde se exhibe el submarino, permanece anclado el Mangyongbong-92, donde viajó y se aloja la troupe artística norcoreana. Seúl ha tenido que hacer piruetas con las sanciones, que impedirían en circunstancias normales cualquier visita del Norte. Con motivo de “los Juegos de la Paz”, y con la esperanza de evitar in extremis una guerra nuclear reactivando las negociaciones, los malabarismos del presidente Moon propician la primera visita de un miembro de la dinastía Kim al sur: Kim Yo-jong, hermanísima del dictador y alto cargo del régimen, encabeza una representación de máximo nivel que coincidirá en tiempo y espacio con enemigos acérrimos como el japonés Shinzo Abe o el vicepresidente norteamericano Mike Pence, ambos empeñados en un ataque militar que pondría al mundo al borde del Armagedón nuclear.
La memoria colectiva inmuniza a la mayoría contra la ansiedad de una eventual guerra. Los museos son concurridos por jóvenes y parejas con niños; los monumentos, por los más mayores, posiblemente en busca de recuerdos. En el Cementerio Nacional, desgarrador testimonio del desastre acontecido en la península coreana por caprichos de la historia —se estima que tres millones de personas murieron en la guerra que enfrentó a Norte y Sur entre 1950 y 1953—, un centro de análisis genético pide colaboración a los familiares de desaparecidos mediante pancartas colgadas frente a una garita militar: en la foto, un soldado introduce un bastón de algodón a una anciana en la boca para tomarle una muestra.
Generaciones con inquietudes diferentes conviven en el Sur. “Creo que los surcoreanos de entre 50 y 60 años son los más comprometidos con la reunificación, aunque no es un tema generacional. También hay gente mayor, en especial quienes recuerdan la guerra, apasionadamente en contra. Para muchos jóvenes, la falta de entusiasmo con la idea de la reunificación radica en el enorme coste financiero que tendría el proceso”, explica la profesora Tessa Morris-Suzuki, reconocida experta en Japón y Corea de la Universidad Nacional de Australia. El antropólogo Bell coincide. “Por debajo de los 30 años, son más indiferentes. La mayoría se siente casi avergonzada: Corea del Norte es el recuerdo desafortunado de la dirección que podría haber tomado el Sur. No hallan vínculos y saben que la reunificación les va a costar muchísimo dinero”, analiza el antropólogo.
La profesora Dudden recuerda que el único precedente de unos “Juegos de la Paz” fue en 1988. “Aquel año, la canción Hand in hand, dedicada a la unificación, fue una sensación: 20 millones de personas compraron copias del disco solo seis meses después de que los norcoreanos volasen un avión comercial del Sur y de terribles atentados. De pronto, la reunificación estaba en boca de todos. Pero eso se quedó en una generación. El año pasado, me sorprendió cómo mis estudiantes de 20 y 30 años hablaban de una Corea unificada. Reconocen que la etnia, la lengua, las tradiciones culturales o la comida son comunes. Pese a tener sistemas políticos diferentes, creen posible una federación o cualquier otra solución política. Entienden que la solución no es la guerra”.
En la península, el escenario bélico que dibuja el Pentágono resulta tan inquietante que es conscientemente marginado. Es un mecanismo de supervivencia psicológica. “El consumismo les ha convertido en personas acomodadas y les cuesta imaginar que tengan que renunciar a todo eso. No sé cuándo terminaron los simulacros de ataque aéreo semanales que transcurrieron hasta la década de 1990, pero de pronto se han convertido en una memoria distante”, evoca Dudden. “Tener que reintroducir toda esa mentalidad bélica sería, de alguna forma, renunciar a todo lo que han conseguido en estos años”.