“Tengo un mensaje para el pueblo de Líbano: la guerra de Israel no es contra ustedes, es contra Hezbolá”, dijo hace una semana el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, antes de que su ejército empezara a bombardear Líbano de forma masiva. En tan poco tiempo, esta ofensiva ha dejado cerca de un millar de muertos y ha causado más de un millón de desplazados. Todo ello en un país ya tambaleante, en bancarrota económica y crisis política, que acoge a centenares de miles de refugiados sirios. Israel está empujando a Líbano al abismo.
“Solo queremos vivir”, repite desconsolado Reba Talib. “Vivir, simplemente vivir”, vuelve a decir este joven de 17 años. Ni siquiera reivindica la dignidad, sino el mero derecho a existir, sin que bombas extranjeras o decisiones locales le obliguen a morir. Hace apenas unos días que, junto a su familia, tuvo que abandonar su casa en Ain Baal, un pueblo del sur de Líbano a menos de 30 kilómetros de la frontera con Israel que hasta hace una semana no había sido objetivo de los bombardeos que sí habían destrozado aldeas fronterizas del sur del Líbano durante los últimos once meses.
“Cogimos nuestras cosas y nos fuimos”, rememora Talib. Encontraron refugio a menos de diez kilómetros del inicio de su huída. En la iglesia católica de Tiro, la principal ciudad del sur del Líbano, hallaron una sombra bajo la cual descansar una vez se aseguraron seguir con vida. Junto a otras 150 personas, yacen en finos colchones bajo los arcos históricos en el centro cristiano de la urbe. Tiro, a 20 kilómetros de la frontera con Israel, es una de las ciudades más antiguas habitadas de forma continuada en todo el mundo.
Líbano no es Gaza. No es una cárcel a cielo abierto. Pero, con unos 5,3 millones de habitantes, sufre una crisis de desplazamiento que afecta a casi una quinta parte de la población, y se derrumba ante una ofensiva que cambiará el país —otra vez— para siempre. Desde hace una semana, los bombardeos israelíes alcanzaron el corazón del Líbano, la flamante Beirut, pero también se expandieron por el valle de la Becá y la oriental Baalbek, hasta alcanzar algunos puntos del norte del país. Solo ese lunes los ataques acabaron con las vidas de casi 500 personas, el número más alto de víctimas mortales en una sola jornada en 76 años de conflicto entre el Líbano e Israel. El objetivo declarado era la milicia Hezbolá, aunque entre los muertos había un centenar de mujeres y una cincuentena de niños.
“Durante mucho tiempo, Hezbolá los ha utilizado como escudos humanos”, decía Netanyahu en su discurso grabado, que publicó en sus redes sociales. “Ha puesto misiles en sus salas de estar y cohetes en sus garajes, que están dirigidos directamente a nuestras ciudades y a nuestros ciudadanos. Para defender a nuestro pueblo contra los ataques de Hizbulá, debemos deshacernos de estas armas”. En un bombardeo en el sur de Beirut, en el suburbio de Dahye, Israel mató al líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, una de las figuras públicas fuera del Gobierno más relevantes de este fracturado país. Pero una guerra quirúrgica contra Hezbolá, una milicia con ramificaciones en toda la sociedad —sobre todo la chií, que predomina en lugares como Dahye— y con gran implantación en la vida cotidiana, es imposible. Ni las consecuencias visibles de los bombardeos ni los datos responden a esta descripción. Netanyahu está reciclando el manual de guerra en Gaza para Líbano.
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