—¡Sirte ya es libre! ¡Hemos acabado con Estado Islámico! ¡Gracias a Alá!
—¿Habéis montado una gran fiesta?
—Los combatientes han sacado banderas libias y han cantado y lo han celebrado con disparos al aire. Pero no podemos hacer una fiesta. Primero debemos inspeccionar todas las casas. Descartar que los yihadistas hayan dejado minas, bombas trampa. Miles de desplazados están locos por volver a sus casas. Y no queremos más muertes.
En Sirte ya no ondea la bandera negra de Estado Islámico. Después de casi dos años, ha desaparecido por completo. De los mástiles, de las paredes, de las fachadas. En ellas solo queda intacta la frase sagrada para todo musulmán: “No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta”. Es lo único que no han osado borrar las fuerzas libias en su avance para expulsar a los yihadistas de su primer bastión fuera de Oriente Medio.
—Esta es la plaza donde Estado Islámico llevaba a cabo las ejecuciones y crucifixiones a infieles y herejes. Han vuelto a colgar la bandera libia —dice el conductor libio mientras nos adentramos en Sirte.
Después de medio año de ofensiva, en la ciudad reina por primera vez el silencio. Ya no atronan los morteros, ni silban las balas, ni rugen los motores de los aviones desde el aire. Pero el rastro de los combates sí que ha quedado tatuado en todos los edificios, que dibujan una imagen fantasmagórica de la ciudad. Las bombas volaron sus ventanas por los aires, tiznaron sus muros y derrumbaron todas sus habitaciones. Entre los escombros se distinguen juguetes, zapatos desapareados y hasta maniquíes de una tienda rebozados por el polvo y la arena.
Una ciudad fantasma que los 80.000 habitantes que las autoridades prevén que regresen empezarán a reconstruir en las próximas semanas.
La guerra urbana
La operación antiyihadista Estructura Sólida, impulsada por el Gobierno de Unidad Nacional libio, no ha sido una ofensiva rápida, implacable, sin bajas. Todo lo contrario. Cuando en mayo la alianza de milicias armadas inició el ataque —con el apoyo de Estados Unidos a partir de agosto— se encontró con una ciudad llena de civiles. Por eso la estrategia militar pasó por librar una guerra urbana, calle a calle, casa por casa, hasta asediar a los yihadistas en poco más de un kilómetro cuadrado, e ir reduciendo el círculo hasta dejarles sin un metro de territorio en los últimos días.
En su afán por resistir, los yihadistas no han tenido ningún reparo en usar a los civiles como escudos humanos. Este modus operandi ha sido una pesadilla para las fuerzas libias. Es lo que más miedo le daba la semana pasada a Abu Bakr, un joven combatiente vestido, a diferencia de la mayoría, con un impecable uniforme militar.
—No nos podemos fiar de los civiles que intentamos rescatar de las casas. Creemos que ya todos los que quedan son afines a Estado Islámico. Tenemos que ir con mucho cuidado porque tienen a mujeres y a niños luchando.
—¿Quieres decir que no son civiles?
—Exacto, porque cada vez que los descubrimos y hablamos con ellos, cada vez que les gritamos pidiendo que salgan de los edificios y vengan hasta nuestras posiciones, no responden.
En los últimos días de la ofensiva, una explosión mató a una mujer que ya se encontraba en un corredor asegurado por las fuerzas libias y que corría a abrazarse a los combatientes que la habían rescatado. No quedó claro si activó ella misma un artefacto explosivo, o si los yihadistas le lanzaron una granada desde sus posiciones. Cuatro personas más murieron y una veintena resultaron heridas.
El frente
—¡Por aquí, seguidme! —dice Mahmud, con su fusil colgado en el hombro.
Subimos unas escaleras y nos adentramos en lo que hace unos meses era un hogar. Está a unos cincuenta metros de los yihadistas. Una sola calle nos separa. Las fuerzas libias han limpiado solo dos habitaciones para acomodarse durante los días en que esta casa se convertirá en su posición en el frente de batalla.
El cuarto de atrás luce una gran bandera libia colgada de una pared negrísima. Botellas y latas de avituallamiento yacen sobre una alfombra. Aguas, los imprescindibles utensilios para preparar el café y el té árabe, y unos bocadillos de atún para saciar el apetito. Han echado a un lado un radiador, un cabezal, un pequeño armario, y han dejado espacio para poder rezar.
Un gran agujero en la pared nos conduce a la otra habitación, que es exterior y sirve básicamente para abrir fuego.
—Assalamu alaikum —se saludan los combatientes mientras controlan a los enemigos a través de los orificios que han abierto en la fachada para poder disparar contra ellos.
En el centro de la habitación, un joven miliciano observa la calle sentado sobre una lavadora que ahora le sirve de silla elevada. Asoma la cabeza entre los ladrillos que han apilado para cubrirse. Desde allí se puede ver el mar, pero es demasiado peligroso exponerse a los francotiradores. Por eso los combatientes siempre se desplazan agachados. A la derecha, otro hombre sentado en una silla de plástico carga el fusil. Y a su izquierda tres más están sentados en un colchón que les sirve para disparar tumbados. Observan, comentan y, de vez en cuando, disparan.
—¿Café? —ofrece a modo de bienvenida un adolescente.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
Muchos de los combatientes son jóvenes que, por su corta edad, no empuñaron las armas en la revolución de 2011 que acabó con los 42 años de dictadura de Muamar el Gadafi.
—¿Cuánto te pagan por luchar?
—Nada, algunos días estudio y otros vengo al frente.
El combatiente más experimentado, un hombre entrado en los cincuenta que cubre sus canas con una gorra militar, se comunica por radio con las demás posiciones.
—Estamos esperando órdenes desde el centro de mando para avanzar —explica mientras mira por el objetivo del fusil. Apunta y aprieta el gatillo un par de veces.
—¡Alá es grande! —gritan los demás. En el balcón también han instalado una ametralladora. Cuando la ponen en marcha el ruido es ensordecedor.
Los túneles
—¡Hemos descubierto nuevos túneles de Estado Islámico a pocas casas de aquí! —dice un combatiente que entra en el piso franco.
Los yihadistas han creado una auténtica ratonera en Sirte. Han excavado túneles subterráneos para moverse de casa en casa y ponerse al abrigo de los aviones de combate norteamericanos y de los francotiradores libios.
Para visitar los túneles tenemos que cruzar el frente de batalla y arriesgarnos a entrar en posiciones yihadistas. Aquí los milicianos libios no nos pueden cubrir abriendo fuego. Caminamos un par de calles y descubrimos un gran hoyo.
—¡Aquí cayó una bomba lanzada desde un avión! —dice uno de los milicianos.
Estados Unidos ha apoyado desde agosto a las tropas libias con medio millar de bombardeos selectivos, según el Pentágono.
Otro de los milicianos inspecciona el terreno. De repente, señala con el dedo y grita:
—¡Mira, el cadáver de un bastardo!
Un cuerpo chamuscado se distingue entre los escombros. Le faltan una pierna y los dos brazos. Hace más de cuatro días que yace a la intemperie.
—¡Pisad por las piedras! —dicen constantemente.
Los yihadistas han minado las posiciones que abandonaban al retroceder. Una estrategia para causar el mayor número de bajas posible entre las filas enemigas. Han colocado bombas trampa debajo de colchones, detrás de puertas, en cuartos de baño y hasta en banderas de Estado Islámico, porque saben que a los milicianos les gusta llevárselas de recuerdo. Basta con tocarlas o tirar de un hilo de pesca para que estallen.
La casa donde se encuentran los túneles es también un edificio en ruinas. Entramos por el lateral, y en la cocina descubrimos un boquete de metro y medio.
—Este es uno de los túneles —dice el miliciano mientras activa la linterna de su móvil.
—¿Les habéis seguido el rastro?
—No, es demasiado peligroso, los minan para evitar que les sigamos. Pero sabemos que así se han movido por la ciudad.
Seguimos inspeccionando la casa. Los combatientes se detienen en un cuarto bajo con un techo a punto de ceder. Enfocan con linternas y señalan un hilo atado a una viga.
—Era una bomba trampa —dice el miliciano.
Al cabo de pocos minutos, deciden que ha llegado el momento de abandonar esta posición. Temen cruzarse con los últimos yihadistas que quedan aquí.
¡Un yihadista!
Estamos muy cerca de otra de las posiciones del frente de batalla de las fuerzas libias. Una veintena de combatientes se muestran inquietos. Sacan los fusiles por los agujeros de las tres habitaciones que han habilitado para disparar, pero nadie abre fuego.
—Hemos descubierto a un yihadista. Primero ha corrido hacia la izquierda, y ahora estamos esperando a que vuelva a cruzar hacia la derecha.
El miliciano que acaba de hablar simula una pistola con su mano derecha:
—Cuando lo haga le dispararemos inmediatamente.
En la sala descansan los combatientes de más edad. Están preparando té y comen una especie de natillas artesanales.
—¿Cuándo acabará la ofensiva?
—Mañana, si Alá quiere.
Es una frase que han repetido decenas de veces. Y no será mañana, pero no iban tan desencaminados. La ofensiva acabó una semana más tarde.
Estado Islámico
Informes norteamericanos estimaban que podría haber hasta 6.000 yihadistas en Sirte. Incluso altos cargos de Estado Islámico se habían trasladado a su capital norteafricana desde Siria e Irak, según el Pentágono. Pero los guerrilleros creen que esta cifra es exagerada.
—No eran tantos —dice Mohamed, un miliciano adolescente que luce una gorra rapera y le da una última calada al cigarrillo—. Creo que no eran más de 1.500.
—¿La mayoría son libios?
—Los hay libios, pero también tunecinos, egipcios, sudaneses y muchos africanos. Por ejemplo, el yihadista que hemos encontrado hace un rato muerto entre los escombros era negro.
Silencio.
—No sé qué hacen aquí. Seguro que muchos no hablan ni árabe. Lo harán por dinero, o les habrán obligado a empuñar las armas.
Sirte no solo ha sido un vivero del yihadismo, sino que también es un enclave estratégico. Se encuentra en medio de la carretera que conecta dos puntos clave de comercio y tráfico de personas. Por un lado, en el noreste, Ajdabiya, donde refugiados y migrantes suelen pagar a los traficantes, y, por el otro, en el oeste, los puertos desde donde zarpan botes neumáticos y pesqueros rumbo a Europa.
Estado Islámico también se ha aprovechado de la crisis migratoria. Ha obligado, según las fuerzas libias, a los traficantes a pagar tasas a cambio de asegurarles una ruta segura, y ha utilizado esas mismas rutas para traer nuevos combatientes y armas a Sirte.
Los ‘dugma’
De todas las armas de los yihadistas, la más mortífera han sido los dugma o coches bomba. En alguna ocasión no solo se ha intentado golpear la posición del enemigo, sino que se han usado dos vehículos cargados explosivos para hacerlo de forma consecutiva. Primero uno, y, cuando el personal médico ya socorría a los heridos, el otro, que causaba nuevas bajas y minaba la moral del adversario. Fue lo que pasó en esta fotografía tomada por Ricard G. Vilanova:
En este caso, habían planeado un tercer ataque con coche bomba, pero las fuerzas libias lo interceptaron y dispararon al suicida antes de que pudiera llegar al lugar.
Los dugma no solo han sido usados en Sirte: también han atentado en los checkpoints o puestos de control a lo largo de los más de 250 kilómetros de carretera hacia Misrata, la ciudad costera del noroeste del país de la que provienen más de un 70% de los combatientes que formaban parte de las fuerzas libias.
Los francotiradores
Lo que más ha sorprendido a la alianza antiyihadista ha sido el nivel de preparación militar que ha mostrado Estado Islámico. Además de los coches bomba, su otra arma más letal han sido los francotiradores, que han tenido un papel crucial en la lista de bajas. En total, han muerto 771 milicianos, y más de 3.200 han resultado heridos de gravedad, según el portavoz médico de la coalición, Akram Glawam.
Precisos, letales y especialistas en herir a rivales para que acuda alguien en su auxilio y volver a disparar, los francotiradores han sido la principal defensa yihadista en la última etapa de la ofensiva, cuando ya no disponían de armas pesadas como tanques o morteros. Lo saben muy bien los médicos del hospital de campaña improvisado que se construyó hace pocos días a 300 metros del frente de batalla. En él trabajaba como voluntario el doctor Mohamed Al Sharif:
—La mayoría de heridos nos llegan con disparos en la cabeza de francotiradores. A veces con una sola herida de bala, a veces con más. Pero la mayoría tiene un solo tiro en el cuello o en la frente, como este chico que acabamos de perder. Un tiro detrás de la oreja. No hemos podido hacer nada por él —dice mientras se deshace de los guantes ensangrentados y hace canasta en la papelera que hay a los pies de la camilla.
Los intentos de reanimarlo han sido inútiles, y los médicos y milicianos que lo rodean empiezan a gritar: ¡Alá es grande! Lo repiten varias veces, mientras lavan y preparan el cuerpo de acuerdo con el rito islámico: la frase se convierte por unos minutos en una especie de mantra que, aunque no es unánime, acalla el resto de voces.
Después de la batalla
Se supone que los yihadistas acostumbran a morir matando. Por eso, uno de los mayores temores de las fuerzas libias era que provocaran una gran explosión cuando ya no les quedara ni un palmo de tierra. Pero no ha sido así. En los últimos días, las tropas de la coalición han avanzado posiciones con tanques, hasta asediarlos en tan solo una decena de edificios.
Les pidieron, sin esperanza alguna, que se rindiesen. Y, para sorpresa de todos, una veintena de yihadistas soltaron las armas y salieron del edificio con las manos en la cabeza. Entre ellos había cuatro mujeres y tres milicianos de alto rango. Se sospecha que uno de ellos podría ser el comandante de Estado Islámico en el país, un libio conocido porque formaba parte de la rama que el grupo creó en Derna, ciudad ya liberada hace meses.
—Lo importante es haberlos capturado con vida —dice Marwán, un voluntario del equipo médico que rescataba heridos del frente.
En una escuela también encontraron una veintena de mujeres y niños. Y en otra casa siete más. Los han trasladado a la Academia de las Fuerzas del Aire de Misrata para investigar sus vínculos con el grupo. Allí tienen retenidas a más de ochenta mujeres con sus hijos, que han estado conviviendo con los yihadistas en Sirte. También hay dieciocho huérfanos de miembros de Estado Islámico que los abandonaron y decidieron morir luchando.
Una vez liberado todo Sirte, las fuerzas libias están peinando toda la zona para evitar que aún queden explosivos y trampas sin detonar.
—¡Sirte ya es libre! ¡Hemos acabado con Estado Islámico! ¡Gracias a Alá! —exclama Marwan sin poder contener la alegría.
—¿Habéis montado una gran fiesta?
—Los combatientes han sacado banderas libias y han cantado y lo han celebrado con disparos al aire. Pero no podemos hacer una fiesta. Primero debemos inspeccionar todas las casas. Descartar que los yihadistas hayan dejado minas, bombas trampa. Miles de desplazados están locos por volver a sus casas. Y no queremos más muertes.
Estado Islámico ha desaparecido de Sirte, pero no de Libia. Aún controlan zonas de la ciudad de Bengasi, y se teme que ahora puedan iniciar una nueva ola de atentados. En Misrata, por ejemplo, para evitar que se infiltren yihadistas, decenas de vecinos patrullan de noche por la ciudad.
Diversas fuentes de inteligencia también alertan de que gran parte de la cúpula del grupo escapó en dirección al desierto, al sur, donde sospechan que han comenzado a reagruparse.
—¿Eso implicaría una nueva ofensiva?
—Quizá en las próximas semanas se iniciará una incursión hacia el sur, para perseguirlos y evitar que se hagan fuertes de nuevo —dice Marwán.
—Pero el sur es aún más peligroso…
—Más lo son ellos —dice sin perder una sonrisa que lleva grabada en la cara desde que se hizo oficial el fin de la ofensiva.