Corría el invierno de 2011 y en Libia había una guerra. Rebuscando en el imaginario colectivo recordábamos el bombardeo de Trípoli en la década de 1980, pero poco más. Las imágenes borrosas desde las cámaras de visión nocturna de los bombarderos norteamericanos dieron paso a otras más nítidas, pero igualmente desconcertantes: las de un líder extravagante, siempre el mismo, siendo agasajado en alguna capital europea o africana.
Llegamos a pensar que Libia era un país de un solo hombre, pero hace cinco años descubrimos que había muchos más. Aquel pueblo largamente sumido en el anonimato hacía el signo de la victoria con los dedos mientras gritaba “Dios es grande” en mitad de la calle, o del desierto. Las imágenes seguían siendo confusas, pero quedaba claro que en Libia había una guerra.
Casi todos los libios viven en la costa, por lo que el frente se desplazaba a lo largo de la carretera que la circunnavega: más de 1.600 kilómetros entre las fronteras de Túnez y Egipto. Bengasi, Misrata e incluso Ras Lanuf pasaban a ser nombres de lugares que oíamos a diario, pero no ocurría lo mismo con Nafusa. A la cordillera al noroeste de Libia se llegaba desde Túnez, lo mismo que la gasolina, las armas e incluso el agua. La comida faltaría a menudo pero siempre había una conexión a internet. Conscientes del poder de los medios, de las imágenes, aquellos hombres aceptaron a los reporteros extranjeros en sus vidas a condición de que contaran lo que vieran. Era un acuerdo tácito, por lo que había que armarse de paciencia para explicar que ayudar a traducir las instrucciones de un mortero de 120 mm recién llegado de Túnez sería traspasar una línea roja. No todos los combatientes lo entendieron, ni tampoco todos los periodistas.
Gadafi bombardeaba las montañas desde el valle y, sobre todo, el paso fronterizo con Túnez, auténtico cordón umbilical de un frente ignoto que se acabaría antojando decisivo tras el “empate técnico” entre Gobierno y oposición en la costa. Todavía faltaban varios meses para que los insurgentes pisaran la capital, pero en la montaña la actividad era frenética, en todos los sentidos. Nafusa es el bastión de piedra donde la minoría amazigh —apenas el 10% de la población— es mayoría. Como había quedado patente en los campamentos de refugiados del sur de Túnez, apenas se mezclaban con los árabes; existía entre ellos una brecha ancestral que se había agrandado durante el mandato de Gadafi.
Se bajaba al valle a combatir mientras las alturas quedaban en manos de legiones de voluntarios que abrían las primeras emisoras de radio de amazigh en Libia, así como periódicos, escuelas… Algunos incluso simultaneaban turnos en un checkpoint con su labor como profesores de Tifinagh, su milenario alfabeto que, por supuesto, habían aprendido a través de internet.
Aunque significativamente menores en número, los árabes de la cordillera tampoco se quedaban atrás. Zintán era uno de los centros neurálgicos del levantamiento en el oeste de Libia. Sin ir más lejos, el comandante en jefe del frente occidental era un zintaní llamado Mojtar Milad que había desertado de las filas de Gadafi al principio de la contienda. En una entrevista concedida durante el mes de julio, Milad me aseguró que Trípoli “caería en tres semanas”. Le faltó una para acertar.
La costa
Para finales de julio se podía intuir que Nafusa sería el lugar desde el que se llegaría a Trípoli. A los árabes y bereberes locales se les habían sumado miles de libios llegados desde el extranjero, o desde la misma Trípoli. Salían de la capital a primera hora de la mañana, cruzaban a Túnez por la costa y volvían a entrar en Libia por la tarde a través de la montaña.
Los accidentes entre los insurgentes a causa de una manipulación indebida de las armas eran habituales. La falta de preparación militar entre la mayoría de ellos era patente, pero alguien se encargaba de que la mera improvisación no arruinara una campaña militar meticulosamente preparada. En Nalut, uno de los principales pueblos de la cordillera, se hablaba de dos franceses y un americano establecidos de forma permanente. Fituri Alí Sahad, un comandante de milicia que se recuperaba de sus heridas en el hospital de aquella localidad, contaba la historia de cierto “periodista irlandés” que había acompañado a su brigada en cada una de sus operaciones contra las tropas de Gadafi.
“Iba siempre escoltado por cuatro hombres y hablaba continuamente por un teléfono satelital, decía que con su periódico. Nos dijo que no hablaba árabe y la mayoría nunca pudimos intercambiar una sola palabra con él”, recordaba aquel libio de 29 años cuando Trípoli estaba a punto de caer en manos rebeldes.
A mediados de agosto, una negociación cuyos términos exactos nunca llegaremos a conocer hizo que aquellos aviones de la OTAN que habían sobrevolado la montaña durante meses lanzaran su carga definitiva y certeramente sobre las posiciones de Gadafi, allanando el camino de los rebeldes hasta Trípoli. La capital cayó en cuestión de horas, en vísperas de las celebraciones del final del ramadán. La ciudad se sumió en una celebración interminable cuyo epicentro era la antigua plaza verde, ya rebautizada como “plaza de los mártires”.
Entre el estertor de los fuegos artificiales mezclados con los continuos disparos al aire, conocimos los aspectos más siniestros de aquella insurrección armada. Antiguas escuelas, teatros o gimnasios se reconvertían, de la noche a la mañana, en centros de detención cuyos inquilinos eran, en su inmensa mayoría, subsaharianos.
“Son todos mercenarios de Gadafi”, espetaba un comandante rebelde a los periodistas que se concentraban frente a una cárcel improvisada a escasos cien metros del arco de Marco Aurelio. Y luego llegó el pillaje inherente a toda guerra. Bani Walid, último refugio del segundo hijo de Gadafi antes de caer preso, fue saqueada sistemáticamente.
“Tenemos que registrar cada casa porque muchos aquí han sido leales a Gadafi”, se excusaba el comandante al cargo de la ciudad, que respondía al nombre de Omar Mujtar. Ante la evidencia de los abusos, Mujtar adujo que se compensaría a las víctimas “con oro”.
En Tawargha fue muchísimo peor. El terrible asedio de tres meses sobre Misrata había sido dirigido desde esta localidad algo más al sur, hogar para 60.000 descendientes de esclavos liberados. Eran todos negros, por lo que no había escapatoria posible. Los supervivientes se hacinan aún en precarios campamentos de refugiados en Trípoli y Bengasi, dado que no se les permite volver a sus casas. Hoy, Tawargha sigue siendo una ciudad fantasma de la que se han llevado hasta los marcos de las ventanas.
Pero el ajuste de cuentas por antonomasia se produjo en octubre de 2011. Imágenes desde un teléfono móvil mostraban a Gadafi debatiéndose entre el dolor y la incredulidad mientras era linchado. Quedaba ya patente que aquel país cerrado durante décadas se había abierto en canal ante nuestros ojos. Y así acabó la primera guerra civil libia.
Otra guerra más
2012 comenzó con el anuncio de elecciones en el Magreb. Tras las presidenciales en Túnez y Egipto, Libia elegiría en julio al llamado Congreso General de la Nación, que tomaría el poder del Consejo Nacional de Transición, la entidad “paraguas” de la oposición durante la guerra. El entusiasmo que despertaban los comicios entre una sociedad a la que nunca se le había consultado nada dejaba una ventana abierta a la “primavera”. A diferencia de lo ocurrido en los países vecinos, una coalición de partidos autodenominados “democráticos” y que decían compartir una visión moderada del islam se impuso a los islamistas. Pero la euforia duró hasta el verano, cuando se produjeron los primeros ataques sectarios contra sufíes, justo antes del asesinato del embajador de Estados Unidos. Las imágenes del consulado americano ardiendo en Bengasi presagiaban lo que estaba por llegar.
En 2013, cualquier facción en Libia que tuviera alguna reivindicación presionaba al Gobierno bloqueando alguna de las plantas de hidrocarburos del país a lo largo de esa carretera de 1.500 kilómetros. Empezaba a cobrar fuerza la idea de un Estado federal formado por las tres regiones históricas: Cirenaica en el este, Tripolitania al oeste y Fezzan, en el remoto e inhóspito sur. El proyecto federal a tres no era más que una forma de volver la vista ante la creciente atomización de un país en el que, a falta de un Gobierno funcional, se imponía la ley de las milicias locales.
La división actual de Libia coincide con los mapas de alianzas tribales que manejaban los italianos en 1911
La guerra de 2011 apenas se había dejado notar en el mar de arena en el que confluyen las fronteras de Libia, Chad y Níger. Al igual que los amazigh, los tubu abrían las primeras escuelas y publicaban los primeros libros en su lengua en aras de contrarrestar décadas de asimilación arabista con Gadafi. Pero la escasamente documentada “primavera tubu” no tardaría en ser asfixiada por los vientos de guerra que soplaban desde la costa. El detonante serían las elecciones de junio de 2014 para elegir al Parlamento que debía sustituir al Congreso General de la Nación, elegido dos años antes. La ONU dio por válidos unos comicios lastrados por múltiples irregularidades y apenas respaldados por un 18% del electorado. El CGN se negó a ceder el poder y empezó la segunda guerra civil libia.
Surgieron dos gobiernos y sendos parlamentos. La narrativa oficialista hablaba de “islamistas” con sede en Trípoli, apoyados por Turquía y Catar principalmente, y “liberales” en Tobruk, 1.200 kilómetros al este de la capital, que contaban con el reconocimiento internacional así como con el respaldo de Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Arabia Saudí. Lo que resultaba evidente era que Libia se convertía en campo de batalla para las potencias del Golfo. Otro más.
“No es más que una disputa entre nacionalistas árabes e islamistas en la que no debemos tomar parte”, explicaba Fathi Ben Khalifa, histórico disidente amazigh y único miembro de esta etnia del Consejo Nacional de Transición. Adam Rami Kerki, presidente del Consejo Nacional Tubu, suscribía dicha lectura pero lo cierto es que amazighs y tubus se veían empujados hacia Trípoli y Tobruk respectivamente. ¿Y los “gadafistas”? Olvídense de una resistencia organizada como la del Baaz en Irak: las tribus antes leales a Gadafi como Warshafana, Warfala, Gadafa y Awad Suleyman están con Tobruk.
Tampoco debería sorprendernos, porque la división actual en el país coincide, casi al milímetro, con los mapas de alianzas tribales que ya manejaban los italianos cuando ocuparon el país en 1911. En cierta forma, Libia volvía a ser lo que había sido siempre, pero durante el proceso emergía un nuevo actor. En febrero de 2015 y desde Sirte, la localidad natal de Gadafi, Estado Islámico anunciaba su presencia en el país de forma oficial decapitando a 21 egipcios coptos.
Tres gobiernos
La inestabilidad crece inexorablemente, el dinar libio se devalúa hasta un cuarto de su valor en 2011 y el Banco Central de Libia empieza a tener dificultades para pagar los sueldos de los que viven los libios desde tiempos de Gadafi. Alguno se habrá acordado de aquellos 61.000 millones de euros aprobados por la Fundación Marshall durante la cumbre del G8 de 2011 que nunca llegaron, máxime cuando la exportación de hidrocarburos, la única industria en Libia, ha bajado a menos de la mitad desde la guerra. Y no olvidemos que corren tiempos en los que, literalmente, el crudo vale ya menos que el barril que lo contiene.
Pero también los hay que nunca tuvieron ningún problema de liquidez. En otoño de 2015, unos correos electrónicos filtrados a The Guardian desvelaban que Bernardino León, enviado de la ONU para Libia, había desempeñado su labor de mediador manteniendo una relación con Emiratos Árabes Unidos que ponía en entredicho la neutralidad que se presuponía a su puesto. En uno de los mensajes, León detallaba al Ministro de Exteriores de EAU una estrategia “que deslegitimaría por completo” al Parlamento de Trípoli; en otro, el diplomático malagueño mostraba su preocupación sobre cómo ocultar el hecho de que sus patrocinadores estuvieran enviando armas a Libia, en clara violación del embargo de armas de Naciones Unidas. León finalmente renunció a su cargo y reside en Dubái desde el pasado noviembre, donde cobra 50.000 euros mensuales como director de la “Academia Diplomática” de EAU.
La complicidad de gran parte de la prensa internacional, unida al ensordecedor eco mediático del atentado de París del pasado noviembre, ayudó a silenciar el ya conocido como “Leongate”, sin que por el momento la ONU haya aportado explicación alguna. El alto organismo no solo no ha investigado los hechos sino que, además, ratifica el plan impulsado por el diplomático malagueño. El pasado mes de diciembre organizó un encuentro en Marruecos en el que supuestos representantes de ambos Ejecutivos libios firmaban un acuerdo en aras de construir un Gobierno de salvación y “elaborar una hoja de ruta hacia unas nuevas elecciones”. La indignación de los libios fue tal que representantes de ambas instituciones, esta vez legítimos, se reunieron a los pocos días en Malta para rechazar de forma conjunta el supuesto acuerdo. Pero daba igual: en enero la ONU hacía oídos sordos e instalaba su Gobierno de 32 ministros en Túnez capital. “Hacerlo en Libia era una opción demasiado peligrosa”, se excusaba Martin Kobler, el sucesor de León en el cargo.
Diversos analistas apuntan a que se busca una nueva intervención con la excusa de la lucha contra el grupo yihadista Estado Islámico, algo que no puede ocurrir a no ser que un Gobierno de unidad nacional así lo pida. ¿Será ese el primer punto en la agenda del ya llamado “tercer” Gobierno libio?
De vuelta en la montaña libia el pasado diciembre, los alcaldes de Nalut y Rehibat, dos localidades vecinas pero rivales, renegaban de sus respectivos gobiernos en Trípoli y Tobruk a la vez que manifestaban su desconfianza hacia los planes de la ONU. En realidad, las lealtades de la mayoría de los libios en 2016 no van más allá de la autoridad local, de la milicia que la defiende y, en muchos casos, del consejo de ancianos de cada tribu; el único que sigue impartiendo justicia en un Estado sin ley.
En el último lustro, hemos intentado poner cara a los libios pero apenas hemos llegado a distinguir siluetas en una imagen distorsionada por las interferencias. Entender la tremenda complejidad de la actual coyuntura es misión imposible cuando seguimos sin descodificar la miríada de claves políticas, religiosas, tribales o culturales que conforman una sociedad a la que se le ha dado la espalda.
Mustafa Gaidy, alcalde de la aldea de Rehibat, lo expresaba de manera mucho más simple: “Tengo la sensación de que ustedes, los europeos, siguen sin saber qué es Libia ni quiénes somos los libios”.