Cuando Abu Mohamed Al Adnani, portavoz del entonces Estado Islámico en Irak y Siria, proclamó el 29 de junio de 2014 la formación de Estado Islámico (EI) y el restablecimiento del califato musulmán bajo el mando de Abu Baker al Bagdadi, pocos tomamos en serio sus palabras. Una semana más tarde el califa pronunció el discurso de la victoria en la mezquita de la recién conquistada Mosul, y la prensa internacional se fijó más en su reloj, un Sekonda, Rólex u Omega con un valor superior a los 5.000 euros, que en el contenido de un mensaje que se expandió con rapidez y caló muy hondo.
Un año y miles de muertos después EI ha aprovechado la fragmentación sectaria de Siria e Irak para redibujar el mapa de Oriente Medio y formar una especie de yihadistán en el corazón del mundo árabe, según lo define David Garner en Financial Times, y ha logrado expandirse a Egipto, Yemen, Túnez, Argelia, Libia, Afganistán, Pakistán o Nigeria. La bandera negra ondea en estas wilayat (provincias) del califato donde grupos armados han jurado fidelidad al califa Ibrahim, como le conocen sus seguidores, y han demostrado su lealtad con atentados, asesinatos colectivos e instaurando la interpretación más ultraortodoxa del islam como fuente de legislación local, un islam similar al que predicaban los talibanes en Afganistán antes de la invasión estadounidense de 2001.
La irrupción de EI en la escena de Oriente Medio relegó de pronto a un segundo plano al resto de grupos islamistas, que vieron cómo entre sus seguidores más jóvenes cobraba fuerza el mensaje radical del califa. El Daesh (el-Dawla al-Islāmīya fī al-ʕIrāq wa-al-Šām), tal y como le llaman en los países árabes por sus siglas, ha ganado desde entonces en popularidad a Al Qaeda, grupo con el que se disputa el liderazgo de la yihad (guerra santa) mundial.
Cierro los ojos y viajo a los apartamentos Al Ándalus de Bagdad, en el barrio de Karrada, donde una mañana temprano el 10 de junio de 2014 mi traductor y padre iraquí, Flayeh Al Mayali, me informó de la caída de Mosul. No se lo podía creer y yo tampoco. Los yihadistas habían establecido previamente una base en la vecina Siria, en la ciudad de Raqqa, y tenían desde enero puesto un pie en la provincia de Al Anbar, el corazón del territorio suní en Irak, pero nadie esperaba la caída de la segunda ciudad de Irak en una operación relámpago.
Veinticuatro horas más tarde se repetía la escena, pero esta vez Flayeh me informaba de la caída de Tikrit, ciudad natal del expresidente Sadam Husein. En 48 horas se hicieron con las dos ciudades sin resistencia del ejército y se plantaron a apenas 200 kilómetros de Bagdad, lo que llevó al Gran Ayatolá Sistani a emitir una fatua (edicto islámico) pidiendo a todos los iraquíes que tomaran las armas para frenar a EI. Los meses siguientes confirmaron el peligro del grupo, sobre todo para las minorías religiosas y los periodistas, grandes protagonistas de unos vídeos de asesinatos ante las cámaras que les han servido para cimentar su reino del terror y ganar adeptos en su pulso con Al Qaeda.
Hijos de la invasión de EEUU
El actual EI es el heredero del original Estado Islámico de Irak (antes Al Qaeda en Irak), que nació como un movimiento para hacer frente a la ocupación de Estados Unidos y plantar cara a las milicias chiíes que tomaron el control del país tras el colapso del régimen. Al movimiento se sumaron miles de hombres de las antiguas fuerzas de seguridad del régimen baazista, que fueron disueltas por Paul Bremer, el gobernador nombrado por Washington tras derrocar a Sadam.
Después de años de experiencia en suelo iraquí bajo el mando de líderes como Abu Musab Al Zarqawi, en abril de 2013 el grupo añadió a su nombre “y el Levante” y anunció que comenzaba a operar también en Siria, pese a la negativa pública del sucesor de Osama bin Laden al frente de Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, que señaló al Frente Al Nusra como su franquicia en suelo sirio para luchar contra Bashar al Asad. Al Bagdadi no hizo caso a las órdenes del médico egipcio y mantuvo los frentes abiertos en ambos lados de la frontera hasta lograr su sueño de instaurar un califato transfronterizo.
La prioridad del califa fue consolidar las fronteras del califato en territorio sirio e iraquí, donde ocupa prácticamente la mitad de Siria y las provincias de mayoría suní de Irak, para tener un espacio físico concreto, la gran diferencia respecto a Al Qaeda. El grupo dio pronto un paso más y en septiembre de 2014, en respuesta a la operación militar internacional lanzada por Estados Unidos en su contra, el portavoz Abu Mohamed al Adnani llamó a “los musulmanes de todo el mundo a matar al infiel, sea civil o militar”.
Dos meses después, EI reconoció a su primera wilayah o provincia en el Sinaí egipcio, de la mano del grupo Ansar Beit al Maqdis. Dos pasos hacia la globalización del califato que han logrado llegar a Occidente en forma de ataques como el de París, cuando el joven Amady Coulibaly entró en un supermercado de comida kosher y retuvo a varios clientes. Cuatro rehenes y el secuestrador perdieron la vida. Desde entonces yihadistas inspirados por EI no han fallado a su cita con el terror lejos de sus fronteras con operaciones como los ataques al museo del Bardo y la playa de Susa en Túnez, en Yemen, Kuwait, Arabia Saudí… Una lista que los bombardeos desde mar y aire de la alianza que lidera Estados Unidos es incapaz de frenar.