Los Locos de Cesura

Miles huyen de Honduras en caravanas. Otros se quedan a pelear. La historia de Raquel y de estos jóvenes hondureños explica por qué.

Los Locos de Cesura
Germán Andino

Esta crónica forma parte del especial Los Locos de Cesura, un proyecto del dibujante y periodista German Andino. El texto cuenta con la edición de Alberto Arce y la participación de Jennifer Ávila y Juan Martínez. Andino ha elaborado además una audioserie que se puede escuchar aquí

21 hijosdelamadrugada

Desde hace tiempo no se juntan los 21. Quizá alguno ya huyó del barrio Cesura, en San Pedro Sula. Esta noche son solo tres los que caminan rápido por el centro del callejón.

Se acercan a una esquina, a una de las fronteras, a dos farolas naranjas titilantes y lo poco que logran iluminar: apenas unos metros y una línea difusa e imaginaria separan Cesura del territorio de la Mara Salvatrucha 13, cubierto de una oscuridad mucho más profunda y repelente.

Dos al frente, nervios en punta. Detrás, Rubio intenta mantener el paso de los punteros, tropezando por las 20 cervezas que acaba de tomar. A pesar de la borrachera, sabe que el protocolo de seguridad ha empezado.

—¡Yo llevo camiseta blanca! —grita, soltando una risa atolondrada.

Se abotona la camisa azul de cuadros que ondea encima de la camiseta blanca que lleva ceñida al cuerpo. Los otros dos también revisan su ropa para cerciorarse de que no llevan nada con colores brillantes que pueda delatarlos en la oscuridad. La brisa, que suele ser un alivio en el calor espeso del norte de Honduras, mueve los árboles a lo lejos. Esos movimientos —suaves o bruscos según quién los juzgue— juegan con la percepción de los tres muchachos que salieron de una casita azul a patrullar su vecindario. Patrullar es un verbo que les queda grande. Patrullan los cuerpos policiales del Estado, civiles o militares. En San Pedro Sula, también las pandillas o los narcos. Quien sea que tenga armamento y reclutas para sustentar una estrategia de ataque y defensa. El resto solo vigila. Los tres muchachos que se asoman temerosos por las esquinas de Cesura solamente vigilan que la Mara Salvatrucha no venga a matarlos.

A ellos y a su familia.

Ilustración de German Andino

Con los ojos entornados, los tres guardias intentan diferenciar siluetas de árboles de siluetas de mareros por calles polvorientas y agujereadas que, a medianoche, parecen pistas de carbón pulido entre la vegetación que estalla en cada rincón, el olor del agua estancada en alguna parte y el grillar de los bichos. Después de un rato, la sensación, los sonidos, el miedo, son similares a los que percibiríamos sumergidos en una piscina: ese pitido fino que atraviesa los ojos por detrás, de oreja a oreja. Una inmersión en una piscina de petróleo. Petróleo a 38 grados.

Se detienen cuando están a punto de cruzar un callejón y quedar expuestos. Sus cuerpos en forma de ele invertida: de los pies a la cintura en posición vertical y el torso colgado en horizontal, paralelo al suelo, mirando hacia el límite de su barrio para adivinar de quiénes son las siluetas negras que se mueven a lo lejos en las tinieblas Salvatruchas.

—Es gente que anda pelando papas —dice Andy, haciendo uso de su visión de gato mientras termina de sacarse la camisa blanca que se le atascó en la cabeza y descubre su piel morena, que es su mejor camuflaje. Pelar papas aquí significa andar desprevenido. Andar por donde no se debe andar, quedar, por ejemplo, atrapado en medio de un tiroteo.

—Deben de ser Testigos de Jehová, a esos les vale verga andar caminando donde sea —dice Andy.

Los predicadores de la Iglesia, peladores de papas por vocación que regalan panfletos bíblicos con el título de Atalaya, deambulan por el barrio llamando a las puertas de los vecinos. No se dan cuenta de que desde aquí o del lado Salvatrucha podrían lloverles las balas. Peor aún: lo saben y piensan que su dios les salvará allá en la línea de fuego.

—Lo bueno es que si hay gente en la calle casi no se arman balaceras —dice Rubio, vocalizando todo lo que puede.

Son tres, son parte de un grupo que se está creando: ya casi son, aunque no lo quieran, una pandilla.

A vuelo de pájaro

La luz no alumbra las honduras de Cesura ni cuando amanece. Acaso las distorsiona, logrando que no se reconozcan los caminos. De día, el barrio sigue hundido en sus oscuros límites. Es uno de los pozos, de los fondos, de San Pedro Sula, la ciudad con el índice de homicidios más alto de Honduras. Un puñado de calles de bordes difusos. A medida que se camina, presenta múltiples centros de calor —los muertos— que proyectan haces de luz, fogonazos, rutas para los vivos.

Que pocos miren no significa que la batalla no se esté peleando.

La sociedad sampedrana es cruel con los habitantes de Cesura: le gusta señalarles que sus vidas y las pesadillas que les acompañan son reales, que pertenecen al presente y no a un mal viaje narcótico del que se puede despertar. Por eso la sociedad se permite bombardear el barrio con una banda sonora recurrente y monótona (el ruido de los aviones), el sonido cadente de una letanía que agrava la tortura, esa sensación de purgatorio. Los vecinos de Cesura no han muerto, todavía no. Por eso no deben olvidar que existe un mundo ahí fuera, un mundo al que se puede tratar de huir. Una ruta de salida. Marcada por las cadenas que los atrapan, que ellos agitan sin cesar y chocan, oxidadas, una y otra vez, sin pausa, sin fin, cuando miran hacia arriba, hacia la superficie, desde lo profundo del hoyo.

La frecuencia constante de aviones que vienen y van a un mundo lejano, inalcanzable, es un recordatorio para los habitantes de Cesura. La libertad de movimientos solo se atisba desde abajo, ahí, a la vista y al oído, a unos cientos de metros, de dólares, en una vertical imposible de recorrer. Son los aviones que vienen de Miami, de Ciudad de Guatemala, de Houston o de las islas de la Bahía en el Caribe hondureño.

No es una cuestión de distancia ni fatiga lo que impide recorrer esas calles, el problema es otro. Hay que atravesar un puñado de barrios, colonias y aldeas por cuyo control pugnan una, dos, tres pandillas que casi las controlan. Aquí, “casi” es tan importante como la palabra “control”: tan importante como la diferencia entre estar muerto o vivo o languidecer en el purgatorio. Esta es una ciudad de fronteras que no se camina sin dinero ni permiso. Siempre se paga. Si no se paga, no se cruza. El otro lado se ve, está ahí, cerca, al alcance, pero no. No es la primera ni la última vez que aquí asesinan a una persona por entrar en el barrio equivocado, siempre de frontera borrosa. Entiéndase por “equivocado” un barrio controlado por una pandilla enemiga de la que controla el propio.

En este sector se camina por calles bien delimitadas, siempre truncadas en algún punto, cercadas por el miedo. Calles que dan acceso, si acaso, a los recursos más básicos de subsistencia.    

Desde el cielo, quien pudiera volar apreciaría la magnífica miseria del sector Rivera de San Pedro Sula: 200 kilómetros cuadrados que se estiran por el valle de Sula —Usula era el nombre del valle antes de la llegada de los españoles—, cuadriculado hoy por infinitas callejuelas de asfalto y tierra, columnas de humo como pequeños tornados que nacen de la basura, dos o tres cerros que se insinúan, dispersos, y encima de todo un mantel de casitas.

Un lugar que desde aquí, a vuelo de pájaro, parece inhóspito y digno de un relato de supervivencia de Jack London.

Zoom in. San Pedro Sula, plato hondo del caldo de cultivo de pandillas hondureñas, los barrios del sector Rivera Hernandez, Cesura. Aquí, algunas pandillas existen desde hace décadas, las más poderosas: las cerriles Mara Salvatrucha 13 y Barrio 18, ambas de origen californiano. Las otras —microscópicas en comparación con las anteriores—, más recientes y endémicas, son de dieta exclusivamente hondureña y se reproducen rápido: Vatos Locos, Los Tercereños, Los Olanchanos, Los Aguacates, Los Terraceños… En cualquier caso, este sector de la ciudad, compartido en parte con otra ciudad, La Lima, y que comprende 59 barrios más, es su territorio.

Con pandillas tan brutales y omnipresentes como propietarias de estos barrios —y asumiendo que se pudiera pagar un boleto de avión a cualquier lugar fuera de esta ciudad—, ¿quién intentaría aventurarse a pie en busca de una salida aérea, desafiar toda lógica de supervivencia y largarse a otro sitio? Aquí, la respuesta de toda persona que ha escuchado esta pregunta morbosa siempre ha sido:

“Yo lo intentaría. Yo me iría”.

El Estado

Ilustración de German Andino

La posta policial de la Unidad Metropolitana 8, en la colonia Rivera Hernández, ha sido remodelada por completo. Pintaron las paredes y reconstruyeron algunas secciones del edificio. Ha desaparecido el área de baños públicos del patio central: un cataclismo de mierda metido dentro de un par de casetas de madera con techo de latón, rodeadas a su vez por los cadáveres de las motocicletas policiales que no pudieron ser reparadas. La UMEP 8 conjunta muy bien con el nuevo parque de la colonia, construido justo al lado hace unos años, durante el primer mandato del actual presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández.

Lo único que evoca las condiciones en las que se encontraba la posta de la UMEP 8 hace unos años es un vehículo maltrecho estacionado en la entrada. Tres balas atravesaron la carrocería y dejaron agujeros que la corrosión alimenta justo sobre un eslogan: “Servir y proteger”.

El compartimento del edificio que antaño era utilizado como cocina y comedor para los policías, justo al lado de las casetas de baños, hoy contiene unas oficinas de color verde aséptico, cubículos cercados con tablayeso que lucen como establos, dispuestos a los lados de una mesa grande con siete sillas. El oficial Nelson Murillo, jefe policial del sector desde inicios del año 2018, nos recibe en la sala de reuniones.

La pared más grande, detrás de la mesa de reuniones, ha sido tapizada casi por completo con una imagen sacada de Google Earth, cuadriculada por unas líneas graciosas de purpurina roja, verde y azul, que marcan las tres subdivisiones del terreno que cubre la UMEP 8. El territorio del que está a cargo Murillo. El sector Rivera, un área de la ciudad que alberga a 228.000 personas.

Allá, oscuridad pétrea, farolas moribundas, niños cargando armas oxidadas… Aquí, purpurina.

—¿Qué ha pasado aquí en los últimos años? —pregunta Murillo, iniciando una entrevista que más parece un monólogo, mientras hojea unos papeles que tenía listos sobre la mesa. Mira a la cámara y saluda.

—Hola a todos —dice sonriendo, dirigiéndose a lo que él cree que será su público fuera del sector Rivera.

Pausa. Antes de escucharlo, contexto.

La ciudad de San Pedro Sula fue considerada entre 2011 y 2014 la ciudad más violenta del planeta. Al menos de los países en los que se registran los homicidios. Más de 100 homicidios por cada 100.000 habitantes. Desde 2015 las autoridades reportan un baja considerable en los homicidios y allá donde se escuche la propaganda oficial celebran haber sacado al barrio o la zona de la violencia endémica que padecía. En gran parte de la ciudad, colonias de fronteras y pandillas porosas, mutantes, sus habitantes no perciben lo mismo. El Estado sigue lejos y la balas siguen zumbando en todas direcciones en un entramado sistema que solo se comunica con el lenguaje de los bandidos.

Pero dice Murillo:

—De la manera como hemos estado trabajando desde hace unos años, hemos salvado la vida a entre 30.000 y 40.000 personas. Porque nosotros veníamos de una espiral de casi 90 muertos por cada 100.000 habitantes. Ahorita en 2018 estamos con un índice entre 40 y 42 por cada 100.000 habitantes. Hemos bajado a más del 50% el índice de homicidios —y se coloca a un lado del mapa para no obstaculizar su lectura, como haría un presentador del pronóstico del tiempo.

—Una pregunta, Murillo: si se llegaran a explicar los motivos de las muchas desapariciones, miles, decenas de miles, en Honduras —algo imposible a estas alturas, por supuesto—, el paradero de toda esa gente… ¿Afectaría esto de forma significativa a este índice de homicidios que se está manejando actualmente en San Pedro Sula? ¿Qué significa desaparecer en Honduras?

—La denuncia es un factor muy determinante para los cuerpos de investigación, pero en Honduras el problema ha sido, por la falta de credibilidad [de la Policía] en otros tiempos, que la cultura de la denuncia se fue apagando. Con la inversión que se ha hecho, hay una manera de reaccionar inmediatamente gracias a la unificación de la Policía Nacional, unidades de inteligencia y cuerpos de socorro. Pero las investigaciones de desapariciones son bien complejas. Gracias a la magnitud del trabajo que hacemos, creo que esto afectaría de forma mínima —dice Murillo, y continúa con su arenga—. Antes se daba un poquito más de desplazamiento de personas y desaparición por violencia, tan así que hay muchas personas que se fueron del país y nadie sabe dónde están. Pudieron haber pedido asilo político, se fueron por la falta de empleo, se fueron por el miedo, se fueron porque sus papás vivían en Estados Unidos o España… pero hay una cantidad de factores sociales o socioeconómicos que determinan lo que es una persona desaparecida, no necesariamente significa que vino una mara una pandilla y lo secuestró y se lo llevó así como así. Recuerde que tenemos un monitoreo de más de 2.000 cámaras en Honduras, tenemos página web, tenemos redes sociales, la gente hoy denuncia más, se están organizando a través de líderes comunitarios y los pastores evangélicos…

Más de 200 palabras que no responden a la pregunta. El tono de la entrevista, oficialista, ha sido marcado.

Entendido: la Policía hace su trabajo, una labor “titánica”, según Murillo. Los números de gente que desaparece por motivos violentos son menores en comparación con los de gente que migra del país por motivos violentos o ante la indiferencia del Estado hondureño. Los otros, una cifra inerte, son los que quedan suspendidos en el bucle de querer y no poder irse.

Los desplazamientos forzados, internos, los que más, y externos, cada vez mayores, parecen ser, para el jefe policial, un fenómeno que se acepta mejor que un posible repunte del índice de homicidios, de su conteo, el de aquel 2014 tan temible y mediático que atrajo oleadas de periodistas de todo el mundo a grabar y regrabar las escenas sampedranas del crimen.

Honduras pierde vidas. Pierde personas. Pierde recursos. Pierde atención.

Honduras pierde.  

La prehistoria. Octubre, año 2010.

“El resultado de las primeras investigaciones nos da la idea de que es un enfrentamiento entre algunas bandas criminales y que podría haber algún negocio ilícito en medio de todo”, declaró el viceministro de Seguridad, Armando Calidonio.

“La matanza se produjo en una cancha de fútbol de la colonia Felipe Zelaya, una zona populosa con altos índices de violencia en el sector noreste de San Pedro Sula, unos 243 kilómetros al norte de Tegucigalpa”, publicó el diario La Prensa. La mejor referencia que encontraron para ponernos en la cabeza la ubicación de la masacre fue la capital de Honduras a cientos de kilómetros de distancia… La entrada al barrio Cesura está a tres minutos andando de donde ocurrió aquella masacre.

“Los asesinos llegaron encapuchados en dos autos y tras desenfundar sus fusiles AK-47 comenzaron a disparar contra jugadores, árbitros y aficionados. Previamente, los encapuchados seleccionaron un grupo de aficionados a quienes les hicieron subir sus camisas para constatar si tenían tatuajes. Según el canal 6 de San Pedro Sula, los tres árbitros y dos jugadores fueron asesinados tras ser neutralizados, mientras que los restantes nueve fallecidos eran aficionados”, se lee en el diario La Vanguardia.

Lo que quedó sobre el campo de fútbol aquel día ya no tenía nada que ver con el deporte: hijas y esposas pedían —aún piden— que se hiciera justicia por sus muertos. Se oían sus aullidos en medio del tumulto de técnicos forenses envueltos de pies a cabeza en trajes blancos, luces azules y rojas, bicicletas regadas por el suelo, camarógrafos apuntando sus objetivos a donde sea que hubiera sangre o dolor…

En una entrevista a un canal de televisión sampedrano, uno de los vecinos de la zona dijo: “Algo que nosotros repudiamos son estos tipos de masacres porque lo hemos vivido no solo ahora, lo hemos vivido desde hace años”. Aquella fue la novena masacre del año en San Pedro Sula.

El dueño de la casita azul donde ahora vive Raquel murió en el campo de fútbol aquel día.

¿Quién es Raquel?

Abril, año 2018

La entrada a la propiedad, a la sombra de unos plataneros, es un callejón estrecho que lleva a un portón de madera desvencijado. Pasado el portón, cruzado el río de aguas grises que nace de la pila donde lavan platos y ropa, se abre una mini-selva: el patio trasero de la casa de Raquel desde donde de día o de noche sale música estridente. Según ella, lo de la música, al menos durante la noche, es para que se sepa que hay gente en casa y no llegue nadie a joder. En el centro del patio —gobernado por un perro viejo, flaco y malvado que se pasa el día encadenado a una silla lejana debido a la presencia de fuereños— se erige un grandioso árbol de mango que da sombra a todo. La casita azul, rodeada por una valla hecha con láminas oxidadas y tablas viejas, languidece entre esos árboles de mango altísimos, de limón, aguacates, papaya y otras cinco casas similares. Aplastadas en su pobreza de bloque de tierra, cemento, adobe y techo de zinc.

La comida china servida en la mesa bajo la sombra del árbol épico. El calor da tregua. Todo son risas. Las gentes parecieran querer mimetizarse en un ejercicio camaleónico con su entorno de tierra. Carne morena y negra habita este lugar: son quienes el subcomisionado Murillo, algunas personas del barrio e incluso ellos mismos, los 21 muchachos, llaman, en tono de broma, “Los Locos de Cesura”.

—Aquí nosotros no queremos mareros —dice Roger, sentado en una silla bajo el palo de mango; con 25 años, él es el mayor del grupo de muchachos que se reúne en casa de Raquel—. Nosotros no somos mareros, compa. Ni panochos [Barrio 18], ni Mierdas Secas [Mara Salvatrucha 13], ni Olanchanos, ni Tercereños ni nada. ¿Me entiende? Solo queremos que nos dejen en paz. No tenemos ni armas ni nada. Aquí pasamos metidos, ni salimos de esta colonia más que para trabajar… Los que trabajan, ¿va?

Dijeron ese día. Para empezar.

Los demás están distraídos en cualquier cosa, tienen tiempo de sobra. Raquel sirve la comida en platos desechables en la cocina y Andy, su hijo —uno de los tres patrulleros nocturnos de Cesura—, los reparte; Jafet, el rapero y barbero del grupo, se da puñetazos con Christian que hasta hace un momento le mojaba la camiseta con una pistolita de agua; la prima pequeña de Andy prepara la mesa donde vamos a almorzar, aquí mismo debajo del árbol de mango;  Rubio pone nervioso al que llaman Silent, que se cubre la cara con su gorra: Rubio le pide que diga algo, grabándolo con la cámara del teléfono y riendo con esa risa atolondrada que le caracteriza; Filo, un muchacho que mira con desconfianza, dice dos o tres palabras por día y a quien Roger ha descrito como “el guerrero más bravo del grupo”, se sienta a hablar con Brandon que se entretiene viendo videos de YouTube en su teléfono; Dany, un chico famélico de 17 años con una gran cicatriz que le va de la cara al cuello, y el Charro, posiblemente el más simpático del grupo, controlan el equipo de sonido y cantan las canciones de La Santa Grifa. “Hoy bailo con la muerte, 15 años, solo era un adolescente. Yo no me quería ir, no me quería morir, ahora ya no puedo sonreír…”  gritan, coreando al cantante Yusak.

Ilustración de German Andino

Los demás: un torbellino de niños de entre diez y doce años revoloteando por el patio; el primo de Raquel y la madre de Raquel, ambos ciegos de alcohol, compiten a los gritos con todos los demás.

Este grupo parece una gran familia donde la figura que se impone es la de Raquel.

Raquel

Su habitación está techada con láminas de zinc. Lo que significa que bajo el mediodía sampedrano, con tiempo suficiente, aquí dentro nos cocinaríamos lentamente pese a que la ventana está abierta a todo lo que dan las bisagras. En el patio se oye cantar algunos pájaros valientes. De un poste de luz —sin luz—, nace un tejido, una maraña de cables que se cuela en la habitación y se pega a las paredes y tablas que sujetan las láminas plateadas del techo; un ventilador zumba y se esfuerza por hacer circular el aire de la habitación.

—Yo tengo 32 años de vivir aquí en la Rivera. Mi hermana quedó viuda en la masacre del campo de fútbol. Ahí quedó mi cuñado, quedó el dueño de esta casa también, o sea ese día toda esta cuadra estaba de luto, usted venía y había un muerto en cada esquina, había uno acá, otro acá, otro acá, otro allá, otro acá, alrededor de la manzana todo el mundo estaba de luto. Mi hermana tuvo que irse a Estados Unidos para darle una mejor vida a sus hijos, yo me quedé —dice Raquel. Y así albergó a los tres hijos de su hermana, entre ellos una niña de doce años que atraviesa el patio en sandalias llevando y trayendo comida, agua, cervezas, cigarros, lo que los muchachos pidan.

Raquel habla más. Cuando apenas tenía 20 años, se enamoró. Después explicaría que Fernando, un tipo apuesto, poderoso en el barrio, era pandillero. Raquel sabe. Tiene experiencia. De ese amor, que para ella era refugio de una vida familiar violenta, nació un niño, un premio para Fernando, el primer hijo, un varón que se merecía todo el respeto del barrio: Andy, el patrullero nocturno de Cesura.

—”Doña Olga, dígale a Fernando que no me vaya a quitar al niño”, le decía a mi suegra. Vos sabes que es varón, y ellos los crían al rigor de ellos.

Ella ya era el desecho, Andy era de la pandilla.

—Tras que él llegó, lo primerito [que hizo Fernando] fue foto con cerveza, foto con pistola…[Andy] se convirtió en el rey, pues. Mucho me golpeaba (Fernando). Por eso lo dejé.

Cuando Raquel logró escapar de la casa de la pandilla y llevarse a su hijo Andy, no miró atrás, regresó al infierno en casa de sus padres. De nuevo a la madre alcohólica, a la miseria.

—Nosotros nos criamos prácticamente solos. A las hermanas nos tocó lidiar con dos hermanos, al pequeño le dábamos sopa de frijoles en el pepe [biberón] porque nunca había para la leche. Yo trabajaba en el mercado de limpiar para que me dieran comida con mi hermana la mayor y comíamos con los más pequeños, crecimos y nosotros lo que decíamos es que al primer hombre que nos molestara que nos íbamos a ir, y ese creo fue el error de nosotros. Yo nunca tuve un cumpleaños.

Y al primer hombre que le celebró su cumpleaños, que le regaló un pastel el día en que ella nunca se lo hubiera esperado, a ese hombre Raquel le dijo que sí, que se iba con él, a pesar que era un hombre mayor que primero había cortejado a su madre y además era militar.

La dulzura del tipo apenas duró. Raquel sufrió las palizas que el hombre le propinaba incluso cuando estaba embarazada. Una vez, casi despierta en su propio funeral porque su madre aseguraba que estaba muerta y ya había llamado a los vecinos para velarla. En cambio, esa noche parió al último de sus hijos y decidió dejar a su segundo verdugo.

—Me quedé en Honduras porque tengo tres varones y si me toca huir pues voy a huir con ellos. No los dejo nunca. Antes trabajaba, pero ahora tengo dos años que no trabajo porque tuve una enfermedad en el estómago y tuve que quedarme en la casa. Pero sí, tengo que trabajar porque aquí el dinero no rinde. Tengo tres hijos en el colegio estudiando… No me doy alcance —dice Raquel.

—¿Cómo es la vida aquí en el Rivera?

—Horrible—contesta Raquel mientras los niños juegan a videojuegos.

—Aquí hay que andar cuidando uno sus hijos a diario porque sino se los matan porque… Pasan camionetas, los montan y los hacen desaparecidos. Ni a uno de mujer lo respetan hoy en día, pero con la fe de Dios uno siempre camina cuidando sus hijos. Tanta delincuencia… Me gustaría saberlos indicar por buen camino, que no se me hagan… Que la pandilla no me los arrebate. Usted sabe que la pandilla siempre arrebata a los hijos. Y anhelo que sigan estudiando y que sean alguien en la vida, alguien de buen provecho.

Raquel tiene un imán. Los desprotegidos acuden a ella, usan su casa de refugio. Casi todos los días vienen a pasar la tarde y a veces la noche hasta 21 jóvenes. Ella contiene las desesperanzas, los miedos y los traumas de mucha gente en su comunidad. De las mujeres que, como ella, no han conocido más que violencia; y de los niños, botín de guerra en un barrio marcado, donde se pelea por el espacio pero, también, por la carne de cañón.

Ella, solo ella, es quien acoge, el refugio. L’État c’est moi, sin quererlo ni haberlo pedido.

—Algunos vienen de la colonia Planeta y de la Kitur —pertenecientes al sector Rivera, igual que Cesura—. Y otros vienen del sector Choloma.

¿Por qué están aquí estos muchachos?

—Aquí la pandilla 18 se deshizo, aquí no hay pandillas, aquí solo están ellos, que las mamás los han dejado en la calle porque a ellos les gusta andar en la calle. Algunos han andado en pandillas y quieren cambiar su vida.

¿Y por qué su casa se ha convertido en refugio de tanta gente?

—El papá de mis hijos compró esta casa, yo no me había pasado para acá porque yo estaba con él, acá vive mi mami. Pero cuando me separé de él, yo sola con niños, yo no podía pagar renta. Es muy dificultoso pagar renta, colegio, comida… Entonces decidí pasarme a esta casa. Pinté la casita [de color azul] y todo. A mí me dijeron que esta casa era refugio de algunos de Barrio 18, pero como acá viven mis padres, yo pensé: “Me van a respetar”. Los pandilleros venían todos los días y yo por temor les regalaba agua, una tortilla y así se fueron acomodando ellos. Llegan al punto de que vienen, lloran, se desahogan conmigo. Y a mí me da pesar, yo tengo varones, pues. Cuando las mamás los desprecian, no les dan comida… vienen y me dicen: “Mama Raquel, deme comida”, entonces yo les doy comida. Acá estamos en una zona de guerra porque a estos niños los quiere acaparar la MS [Mara Salvatrucha], los Olanchanos, la mentada 18, los mentados Vatos Locos… Estos niños corren peligro a diario. Bueno, hasta yo con mis hijos… Acá se llora. Diario. Estos niños se esconden de los mareros, de la policía, de todo. No hay vida, en esta cuadra no hay vida. Ellos no hallan para dónde irse. Ellos sienten como descanso venir a ponerse abajo de esos palos.

Habla de una cuadra en guerra entre niños de 16 años, porque algunos se pesetearon (dejaron de ser miembro activo) de la pandilla 18. Un peseta es como un muerto en vida, un condenado a muerte.  Aquí Barrio 18 los quiere matar, pero también la Mara Salvatrucha por considerarlos pandilleros enemigos, y Los Olanchanos porque les están calentando el vecindario, atraen a la policía. En ese tiroteo cruzado está la casa de Raquel, en una calle olvidada a cientos de kilómetros de la capital: un mundo lejano.

¿Y por qué huyen de la policía?

—Acá viene la policía y los militares y más bien los patean si uno se mete —Raquel sube el tono, habla con rabia—. A uno le dicen: “Vos callate vieja hijadelagranputa si no querés que te meta un tiro a vos también”. A mí me da pesar ver que los papás de esos niños no hacen nada. Yo no sé qué hacer. Yo compro la comida al mes. Pero a los 17 días ya no tengo comida. Mi exmarido me manda comida exactamente para mí y para mis hijos, pero ¿cómo le digo yo que tengo a 21 hijosdelamadrugada —eufemismo para  21 hijosdeputa— aquí metidos que me vienen a pedir comida?

¿Puede ser que estén formando otra pandilla estos 21 jóvenes?

—No. Al menos que yo sepa, no. Yo les digo: “Si ustedes son pandilleros, aquí no me vengan. No me hablen, porque yo tengo hijos…”. Estos son niños que han salido de las pandillas, que quieren cambiar su vida, pero como la gente ya los ha visto en pandillas ya no tienen confianza en ellos. Estos niños están creciendo así: nadie los quiere, los miran como bichos raros, no pueden ir a buscar trabajo… Yo les digo: “Miren a mi Andy, que estudia y trabaja. Busquen trabajo” Ellos me dicen, no podemos, ya estamos “quemados”.

Estar “quemado” significa que ya te han visto “colaborando” con alguna de las pandillas del sector, da igual la que sea. Da igual haciendo qué. O en un espacio en el que alguien pueda asumir que estás haciendo algo que quizás ni siquiera estás haciendo. O que simplemente no hayas hecho algo que se esperaba de ti en un momento determinado. No saludar. Doblar la esquina equivocada. Ser quien alguien decide que eres. Lo seas o no. Y ese es un estigma difícil de curar. En muchos casos, en San Pedro Sula, vivir en un barrio controlado por una pandilla cierra muchas, demasiadas, casi todas las puertas laborales una vez se abandonan las calles de origen. Si existe la posibilidad de que esa persona pertenezca a una pandilla, no hay miramientos. Ser hombre, ser joven, ser de una colonia determinada es una condena a la muerte civil.

Un muerto en el barrio 

Andy, Brandon, Silent, Dany y Filo están sentados sobre la misma cama. La hierba del patio crece sin control, roza la cintura. Se ocultan desde la noche en el interior de una caleta (como llaman aquí a las casas de seguridad), un espacio precario, de seguridad amenazada, escondite de armas y personas, rodeado de un muro de bloques grises, medio derruido que luce un par de pintadas, los “RIP” clásicos de la zona, dedicados a un tal Mario y a un tal Moi. De un cable que atraviesa el patio de esquina a esquina cuelga ropa, mientras ellos, sin camisa, en sandalias, mojados de pies a cabeza, tensos, revueltos y a merced de un ventilador que se mueve al ritmo de las tripas de un animal desértico, paciente, habituado a la quemazón, se dejan deglutir por el miedo, la adrenalina, el tiempo y la toma de alguna decisión dentro de sus opciones, muy limitadas. En la otra esquina del solar, al lado de la pila, Roger sigue refrescándose a cubetazos de agua.

Vista de lejos, la caleta es una casa espolvoreada con basura que parece estar punto de prenderse en llamas por el sol del mediodía.

La policía militar patrulla la zona con insistencia buscando a los responsables del cadáver que quedó tirado hace unas horas en la calle, en su calle, en una zona que les pertenece a ellos: según Raquel, era el señor que se dedicaba a recoger botellas y latas para reciclarlas. Salió con tres disparos en el cuerpo. Era el padre de unos integrantes de la Mara Salvatrucha del barrio contiguo. Cree Raquel, solo cree, que los muchachos de Cesura le regalaron los tiros por dos motivos: primero, a manera de ataque personal a la Salvatrucha; segundo, porque pensaban que cada vez que entraba a recoger basura el señor muerto llevaba información desde las entrañas de Cesura hasta el barrio enemigo.

Los muchachos de Cesura dicen que lo que le cayó al finado fueron tres balas perdidas. Tres. Del otro lado de la frontera, en el barrio Salvatrucha, la muerte del señor se interpreta como una declaración abierta de guerra. Más abierta si cabe.

—¡Güirro [niño] hijuelagranmilputas! Podés chuparme la pija, pedazo de mierda ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu barrio, hijueputa? —la guerra psicológica, en forma de audios de WhatsApp en el teléfono de Andy.

—¡Ayer subimos! —grita uno de los Salvatruchas del barrio vecino en la nota de audio—. ¿Qué pedo, dónde está tu barrio? Bajate pue, bajate, aquí pasamos en el mango [un árbol de mango enorme en terreno Salvatrucha]. ¡Baja! Solo vas a escuchar cómo van a sonar esos peines [rifles] hijueputa. ¡Vos pensás que nosotros somos niños, mierda! Nosotros estamos en todo el mundo también. La Mara Salvatrucha. Tu control, vos sabés. ¡Par de chavalas, flojas! Esos es lo que son ustedes, hijos de puta.

Se une otro pandillero al festival de insultos y amenazas en el mensaje de sonido:

—Todo lo vamos a controlar, hijueputa. Vas a ver La Bestia en la calle circulando pue. La Salvatrucha. La Mara Salvatrucha…

Al mismo tiempo el otro grita:

—Los vamos a picar en pedazos. Van a ver La Bestia…  

Pese a la guerra de mensajes, una vez que la policía se ha alejado, los muchachos, confiados, reforzados, han decidido salir de la caleta. Andy está al teléfono y comparte el asiento trasero del auto con Silent, mientras Roger, el copiloto, va planificando el tour por la frontera de Cesura. Paran un momento.

Lo que de noche eran dos farolas en la distancia sumergidas en petróleo, durante el día —y de cerca— cobra alguna vida. Es un paisaje contradictorio: trasunto de callejón bucólico, casas de colores vivos yuxtapuestas entre la vegetación. Aquí y allá, hogares deshechos y abandonados de familias que fueron amenazadas o extorsionadas por las pandillas, o casas que crecen en pisos a partir de capiteles del orden más jónico y corintio que pueden llegar a ser aquí.

Sobre uno de tantos muros de bloques grises, justo al lado de un grafiti antiguo de Barrio 18, borrado a medias con pintura blanca, alguien escribió con espray negro y letras grandes “Los Locos de Cesura”. Ahora, de día, se distingue el grafiti que marca la frontera del barrio, una advertencia a los Salvatruchas: a partir de ese punto encontrarán resistencia. La palabra, ampulosa, les queda grande a estos muchachos ante la gigantesca Mara Salvatrucha 13. Dicen que ninguno de los 21 jóvenes que frecuentan la casa de Raquel tuvo que ver en la pintada. El placazo (así lo llaman en jerga pandillera) lo hizo uno que acaban de meter preso, cuenta Roger, que, en cambio, acepta la paternidad de la pintada que está justo al lado. La que pone “Cristo los ama”.

Hablan confiados, disfrutan la excursión, afirman tener más miedo a la policía que a la Salvatrucha. Pero cuando asoman desde el barrio enemigo dos adolescentes en bicicleta, cada uno con un arma sobre el manubrio, Roger decide que es hora de desaparecer.

Quizá ese nombre, “Locos de Cesura”, no tenga nada de improvisación. Cada vez se parece más a un mérito ganado a pulso.

Dany

—Sí, yo he tenido pensado irme. Pero tengo miedo también, porque no sé, va y me sale uno de ellos en el camino… Ya me han dicho varias veces: “Si te querés venir yo te mando a traer, así con coyote y todo”. No sé, la verdad, me da miedo también, pero a veces yo pienso que es mejor que me vaya porque tampoco quiero que me vaya a pasar algo. ¿Nadie se quiere morir tampoco, va?

Cuando Dany habla de irse se refiere a cruzar la frontera hondureña, atravesar Guatemala y México y llegar a Estados Unidos. Cuando Dany habla escribe la historia reciente de Honduras. Los porqués.

Nos alejamos del bullicio de los muchachos y las gallinas que pasan el día en el patio de la casa de Raquel, pero todavía se escuchan las carcajadas de Charro. El ruido se cuela en el micrófono de solapa que Dany lleva colgado del cuello de la camiseta al lado de un rosario negro mientras se fuma un cigarro, los brazos extendidos en actitud confiada sobre una especie de sofá hecho de metal y cuerdas de plástico, como diciendo que me pregunten lo que quieran.

—¿Vos sabés que la policía dice que aquí se está formando una nueva banda, una banda de pesetas?

—No, pero eso no es pandilla. Peseta significa cuando ellos se salen de la pandilla sin pedir permiso a ellos y sabiendo que la única posibilidad de salir de eso es la muerte. Los que son pesetas de verdad ya se fueron. Pero después vuelven. Cuando ellos vuelven, vienen a los seis meses o si no se tardan en venir un año, dos años, pero cuando ellos vienen, hasta ellos mismos [Los Pesetas] vienen a matar a la misma gente de acá porque piensan que están metidos con los de allá [Mara Salvatrucha, Barrio 18 y Olanchanos].

Una cicatriz atraviesa la cara de Dany, de 17 años. Le va desde la mejilla hasta el cuello rozando peligrosamente la arteria que tiene entrelazada con los huesos, siempre tan a flor de piel. Es dueño de dos cicatrices más, en el codo y la rodilla, que tarda en encontrar porque apenas se perciben ya.

—Con lo que me pasó, he quedado así que… Tampoco yo confío casi en nadie —confiesa Dany, a sabiendas de que lo que está diciendo incluye a la persona tiene enfrente haciendo preguntas—. Yo estuve viviendo en Los Bordos [sector Rivera], yo ahí me crié. Ahí estaban mi papá y mi mamá y todo. Cuando murió mi papá ella me trajo donde la mamá de ella [a Cesura]. Ya después yo estaba yendo al colegio y lo primero fue que tuve un problema con los mareros de aquí [señala al barrio de la Mara Salvatrucha]: yo iba para el colegio y como yo pasaba por ese lado para ir a este sector [señala en la dirección opuesta donde está la escuela Pedraza, cruzando Cesura], a las dos semanas me pasó esto, lo del machetazo en el cuello.

Dany se acercó a la frontera del barrio controlado por la Mara Salvatrucha, a 200 metros de Cesura, sin llegar a cruzarla: la osadía de querer ir al colegio, de educarse, y de acercarse al terreno enemigo de Barrio 18 le costó que —según él— Tempo, Ted, El Monstruo, Chiqui-boy y un tal Joseph casi lo despedazaran a machetazos. Como si al acercarse al barrio enemigo la identidad pandillera de los adversarios se le hubiera metido en el cuerpo por ósmosis.

Para Dany, como para muchos jóvenes del sector Rivera, sería muy difícil llegar andando hasta el aeropuerto y suplicar que le dejen subir a un avión.

—Yo andaba con un amigo, yo no sabía en qué andaba metido, él me decía “vamos allá”, me invitaba a cosas… Entonces yo me iba con él. Yo estaba en una pulpería [Tienda. Colonia Kitur, terreno Barrio 18], entonces vinieron ellos [Barrio 18], llegaron en un carro, me metieron para dentro y me pusieron una cosa en la cara para que no mirara nada. Pero me llevaron ahí nomás, yo ahí ya conocía… Me estuvieron diciendo “hoy sí te vas a morir, ya vas a saber lo que es la 18…”. Yo llorando de los mismos nervios y todo. El miedo y todo. Vino uno y agarró un machete y me pego aquí [dibuja con la mano el recorrido de la cicatriz de la mejilla al cuello], cuando me pegó en el cuello me tapé y me pegaron aquí [señala su codo], entonces me caí para el suelo y me pegaron el de aquí [señala la cicatriz en la rodilla]. Ellos salieron, no sé a qué salieron, salieron a hablar… Yo como pude me desamarré, porque yo estaba amarrado de las manos, entonces con la boca me quité todo, abrí una puerta y me salí, y como yo conocía todo ahí me tiré por un montarral. Después del montarral agarré una moto-taxi y me vino a dejar hasta aquí. Yo le dije que le iba a pagar después y él dijo que estaba bien. Me vine para acá corriendo y les dije que llamaran un taxi. Después de eso que me pasó a mí ellos [Los Pesetas] se fueron de aquí. Aunque para ellos (La Mara Salvatrucha 13) todos los güirros jóvenes que viven aquí son pesetas.

Dany cuenta que él no llegó a unirse formalmente a Barrio 18, se quedó en “paisa”, en colaborador. En Cesura poco a poco fueron quedando, según Dany, los que un día entre enero y abril de 2018 con una lata de espray negro alguien bautizó como “Los Locos de Cesura”. Quizá con el objetivo de pronunciarse diferente a Los Pesetas que vivían aquí. Diferente a Barrio 18. Y diferente a la Mara Salvatrucha 13. Y diferente a Los Olanchanos…

—¿Quién más tuvo problemas parecidos a los tuyos aquí en Cesura?

—El muchacho con el que usted habló anoche…

Miguel

Miguel habló anoche durante casi 17 minutos sin parar, sentado sobre la cama del padre de Raquel, custodiado por un ropero enorme que hace de pared y divide la habitación en dos, bajo la luz blanquísima de la única bombilla de la habitación/casa: uno de los cuchitriles contiguos a la casita azul. Una gorra negra de visera plana proyecta una sombra que le cubre media cara y le da un aspecto de rapero. Apenas permitió dos o tres preguntas debido al tropel de cosas que tenía que soltar: haciendo uso de una memoria prodigiosa enumeró fugazmente —como si lo hubiera contado mil veces— cada evento de su vida, desde que empezó a colaborar con Barrio 18 hasta hoy.

—Yo vivía en la colonia Kitur, cerca de la colonia Planeta. El barrio que empecé a alucinar [simpatizar] de repente fue la 18. Poco a poco fue que me empecé a salir de mi casa, a hacer mis amistades, pues, para salir a discotecas… Y así poco a poco me fui metiendo a la pandilla. Ahí conocí un chavalo, nos hicimos de una gran amistad, fuimos tratándonos, siempre andábamos juntos donde sea que íbamos. Él y yo sabíamos cómo estaban los problemas en la colonia: sabíamos cuándo iba [su pandilla] a hacer pegadas. Ya después nos desapartamos un poco, él por su rumbo y yo por el mío, dejé de andar en la calle. Él se salió y se hizo de mujer, buscó trabajo y yo conseguí trabajo… Después me salí de mi casa y empecé a agarrar otra vez la calle. Ahí, localmente, ya me había metido yo exactamente en lo que es la mara. Bueno, como decreto de nosotros —corrige rápidamente—, La Pandilla. ¿Va? La Mara, según Barrio 18 en Honduras, es la Salvatrucha, Barrio 18 es pandilla.

Incluso cuando la que fue su pandilla, Barrio 18, lo quiere matar, Miguel sigue refiriéndose a ellos como “nosotros”. Una sensación tácita de pertenencia que se le ha colado en la sangre.

—Poco a poco me empezaron a decir que tenía que hacer esto, y que tenía que hacer lo otro… En realidad cuando me pedían misiones así, tenía que hacerlas porque sino me iban a matar ¿Va?

—¿Por qué empezaste a llevar armas, rentear [cobrar “impuesto de guerra”, extorsionar] a gente?

—Las amistades, pues, más que todo. Empezaron que probá esto, que probá lo otro, andá hace esto y lo otro… Poco a poco, como le digo. Por más que me decía mi mamá, yo no le hacía caso y estas son las consecuencias: me andan buscando para matarme.

—¿Alguien te obligó a meterte a la pandilla?

—En realidad no tenía nada que me obligara, fue decisión mía. Yo en mi casa tenía todo: tenía mi alimento siempre, mi ropa bien lavada, tenía todo. A mí sólo me dijeron que si quería andar con ellos. Yo al principio les decía que no, que tenía que pensarlo. Pensaba en mi mamá. Ya después cuesta salir de ese estilo de vida, la única forma es que se haga cristiano la persona o que se haga de mujer y piense en sus hijos, al contrario no. Yo he conocido chavos que han tenido que matar a su mamá para ser alguien dentro de la pandilla. Si la pandilla le dice que tiene que matar a su mamá, la tiene que matar, sino lo matan a él. Ahora vine acá y sigo en lo mismo, porque no hay nadie estable que me apoye, sigo en la calle porque dinero no tengo. De acá yo no salgo, solo de noche, porque si ando en San Pedro siempre hay alguien que me mira, ir a trabajar no puedo. La verdad de las cosas es que tengo miedo de que me vayan a matar, pero uno siempre se llena de valor y sale a la calle. Llevo una semana sin salir, solo en la noche. Para comer tenemos que andar renteando [extorsionando], a carros repartidores o otro tipo de gente que tenga su negocio. Tenemos que desvelarnos para levantarnos tarde y no desayunar y solo almorzar. Es mentira, si le pregunta a los demás chavalos… Tampoco comen bien: frijolitos y todo eso no se come acá. Pan y mantequilla y su fresco y ya, ese es el problema acá.  

La noche: las cartas sobre la mesa

Desde la tarde escuchan la música que sale a todo volumen de un inmenso parlante. La banda sonora de su propia película. Suena por quinta vez “Yerba Mala” del rapero Vico C. Es la historia de un muchacho de barrio que mata al asesino de su padre. Esta noche los Locos de Cesura descansan en el patio de Raquel.

Roger, el único con un trabajo fijo, no suelta uno de los revólveres. Le gusta mostrarse. Es él quien habla mejor, con un discurso articulado que bien podría estar en boca de un comandante zapatista o las autodefensas mexicanas.

—Todos dan para los plomos, no es como una renta porque la gente quiere apoyarnos para comprar los tiros. Yo mismo he dado dinero de mi trabajo para esto. Nosotros defendemos este territorio. Nos empezamos a organizar porque los chavalos [Los Salvatruchas] vienen a matarnos y violar a las muchachas y meterse a las casas y controlar la zona.

Acto seguido se pone de pie, se coloca una camisa sobre el rostro a modo de pasamontañas y empieza a posar con el revólver en una especie de baile que lleva las manos al gesticulado. Con una la L y con otra la C. Locos, Cesura. Espera que se tome video de su performance. El discurso avanza. Que la comunidad entregará las armas si la Policía Nacional pone una posta en la esquina, si patrullan y atrapan a los miembros de la Salvatrucha y los Olanchanos que hostigan a los vecinos…

Pero quien es bueno con las palabras no lo es tanto con los tiros. Dany le arruina rápido el espectáculo. Que habla mucho, dice. Que a la hora de los balazos siempre se queda atrás. Roger no lo niega, cabizbajo admite que tiene una niña pequeña y un trabajo que cuidar. Se quita la camisa-pasamontañas  y regresa el revólver a quienes sí saben hacerlo ladrar.

Dany, el calavérico del grupo, es paradójicamente el encargado de disparar el arma más grande. Una escopeta calibre 12, de culata recortada y cañón largo. Su padre fue un miembro respetado de esa pandilla de la cual salió este grupo. Barrio 18. Pero lo mataron igual que al resto de figuras que tenía la pandilla en este barrio, lo mataron mientras Dany estaba en un culto evangélico cuando tenía doce años. Por eso no a va cultos, le traen malos recuerdos. Le parece que Dios le jugó sucio ese día.

Un día, de forma espontánea, Dany dijo:

—¿Quiere saber cómo fue la primera vez que maté? Los de la 18 me pusieron enfrente a los dos que mataron a mi papá. Dijeron que tenía que matarlos, y yo también quería, ¿va? A uno le pegue en la cabeza. Lo vi cómo cayó al suelo… Cuando vi eso al segundo ya no lo pude matar. Creo que lo mataron ellos.

Dany muestra su escopeta con orgullo, es un arma pesada y la más grande que el grupo tiene. Cuando la dispara se escucha su ladrido por todo el barrio, pero su arma ya no es efectiva como antes. Dice, apesadumbrado, que es raro que “bote” a alguien con ella. Cree que su escopeta ha envejecido. El problema no son los años ni la herrumbre. Dany no lo sabe: su problema está en que los cartuchos que dispara fueron diseñados para matar otra cosa. Los llaman bird shots, y se usan en cacerías de aves. Podría matar un ser humano, pero solo si le dispara de cerca. Lección aprendida, pero le parece absurdo que alguien use una escopeta para matar pájaros. En su mundo las armas tienen un único objetivo. Por eso se pone gruñón cuando dispara su escopeta y no ve a sus enemigos volar en pedazos, como antes, cuando tenía la munición correcta, cuando su arma, según él, estaba más joven.

Tienen dos revólveres mohosos y se los rotan dependiendo quién esté de guardia ese día. A veces los tiene Silent, a veces Rubio, de apenas 16 años de edad. Las invasiones desde el lado de la Mara Salvatrucha 13 han sido cada vez más frecuentes. La semana pasada llegaron tres veces por día. Son muchos tiros que disparar y muy poco dinero.

El dinero de cada semana se lo lleva Filo el bravo de cara amable, sonrisa tímida y dientes picados. Alguien a quien nadie nadie nadie reconocería como el guerrero más fiero con que cuenta el grupo. Filo es el encargado de ir a comprar munición al centro de San Pedro Sula. Tiene que cruzar territorio enemigo —al menos cuatro fronteras invisibles— para poder llegar hasta un comerciante que vende armas y munición de forma ilegal.

Como si fuera la última noche

Este día, y en vista de la ofensiva Salvatrucha, los Locos de Cesura han preparado una sorpresa para sus enemigos, cócteles molotov. No tienen muy claro cómo van a usarlos. Pero quieren ver a los Salvatruchas arder.

No pasa más que el tiempo. La noche llega pero los enemigos no. Fuman cigarros. Se balancean en la hamaca vieja del patio de Raquel, cuentan un chiste, se ríen del chiste, fuman marihuana. Nada. La noche sampedrana describe bien el alma del barrio. Cuando se callan el hip hop y el reguetón, reviven los insectos y las aves nocturnas. Suenan de pronto unos disparos lejanos. “Deben de ser Los Terraceños. A ellos les están llegando seguido”, dice Raquel, haciendo referencia a una pandilla nueva que quiere, como todos por acá, acaparar todo territorio posible.

Así suena este lugar, entre las canciones de un pueblo bucólico y los gritos histéricos de una ciudad industrial. Los locos se aburren. Uno juega en su teléfono, otro duerme. Raquel prepara unas baleadas, el plato típico de Honduras: una tortilla de trigo que envuelve huevo y frijoles. El platillo que, según la versión más común de la historia, heredó su nombre de su creadora, una mujer baleada. Que murió a punta de disparos, pues.

Cerca de la medianoche los gritos de los vigías alertan al grupo. Los Salvatruchas están entrando por la calle principal. Los Locos corren, toman sus armas y salen a enfrentarlos por las dos aceras al cubierto de las sombras. Son dos enemigos que ya pasaron la línea imaginaria que divide el territorio. Filo va al frente; Brandon, el mulato de 19 años, va detrás con uno de los revólveres, y Rubio va con la escopeta que le corresponde a Dany.

Los Salvatruchas logran verlos en la oscuridad y huyen. Los Locos celebran hacia adentro. Se atisba la felicidad en las sonrisas. Pero por un momento creen que es una trampa y que se meterán por el callejón o por el otro lado de la misma calle. Corren desesperados. Saben que los que quedaron en el patio de Raquel solo tienen las molotov para defenderse. Llegan a los dos puntos de entrada de la calle pero no hay nadie. Esta vez lograron espantarlos. Ahora sí, alegría. Jolgorio. Se sientan sudados y se hacen cumplidos entre ellos. Se ríen.

Nuevamente suena Vico C y “Yerba Mala”.

Siempre es así. “Esta fue la última entrada de esos majes. Ya no regresan hasta mañana”, dice Roger, secundado por los demás. Para ellos un ataque sorpresa, uno que no observe protocolos, sería devastador. Sacan más cervezas frías. Sacan varias bolsitas de cocaína de mala calidad y corean, contentos, “Yerba Mala”. Celebran esta noche como si fuera la última

Miedo a la venganza

Ha pasado un día desde la incursión, las cervezas y la cocaína mala. Algunos de los muchachos apenas han dormido. La droga mezclada con pastillas contra el sueño deja las neuronas revueltas y las pupilas dilatadas.

Un hombre entra caminando a Cesura desde territorio Salvatrucha: el recolector de plástico y vidrio.

Los Locos están nerviosos, dicen que fue un intercambio de disparos, que la gente es inconsciente y no se aparta cuando ellos luchan. También dicen no haberse dado cuenta cuando los tres balazos terminaron con la vida del recolector.

Dicen, dicen, dicen. La mejor hipótesis de Los Locos para justificar el reguero de sangre es que el muerto era un espía.

Los Locos no lo saben con certeza pero lo suponen, la Mara Salvatrucha prepara una venganza. Esta noche no hay “Yerba Mala”, no hay música, no hay cocaína, no hay casi nada más que la tensión y el miedo.

“Enfrente les hemos pasado, peloneshijosdeputa. En la jeta les hemos pasado. Al barro, al barro, al barro. Los vamos a sacar de ahí hijos de la gran puta…”.  Siguen llegando los mensajes de audio a los teléfonos de Cesura y las amenazas esta vez vienen de una mujer. El mensaje consigue su objetivo. Los Locos están preocupados, por decir algo leve. Es de madrugada y han decidido reunirse en concilio, escuchar el mensaje una y otra vez. Silent y Roger de pronto parecen reconocer la voz de la mujer: “esa hijeputa es la Wendy”, dicen y corren en dirección al rincón donde están las armas, pero Raquel los detiene con un grito: “¿A dónde creen que van? ¡Se me regresan ya!”, les dice con toda la fuerza que puede sacar de su cuerpo.

Los Locos obedecen y ella les hace entender que es justo lo que quieren los Salvatruchas. Si corren fuera de estos pasajes serán emboscados. Llegan más mensajes de audio. Todos de la misma factura. Les dicen que los mataran y que luego sacarán del barrio a sus familias. El mensaje caló hondo en los Locos.

Ha pasado un día desde los mensajes. Filo y Dany custodian uno de los callejones cargando respectivamente una nueve milímetros y la escopeta de los bird shots. Silencio. Ni siquiera fuman para no ser delatados por el humo. De lejos se escucha un murmullo, unos pasos, sonidos metálicos de armas cargándose. Un grupo de la Mara Salvatrucha acaba de cruzar la frontera del callejón y posiblemente quieran cumplir sus amenazas. No cuentan con el soldado prodigioso de los Locos de Cesura: el puntero de los Salvatruchas recibe las dos primeras descargas de la pistola de Filo y cae al piso, inconsciente. El segundo entra al callejón pegando tiros e intenta sacar a su compañero. Otros dos tiros. Dany revienta una carga de su escopeta y, aunque no derriba a ningún enemigo, logra espantarlos. Los Salvatruchas se van, arrastrando a sus heridos hasta su territorio de casas miserables y tierra generosa que solo es distinta de la de Cesura porque está al otro lado del charco de sangre que acaba de dejar la balacera.

Los Locos de Cesura tienen ahora pocas balas, Raquel tiene poca comida para alimentarles. Tienen miedo y han hecho sangrar a la Mara Salvatrucha 13.

El último silencio

Nadie vio nada, o eso dicen los vecinos al preguntarles qué pasó. La única versión que tenemos es la de Los Locos, que aseguran que los Salvatruchas ya han visto nuestras caras y que no es seguro ir a preguntar nada al barrio de sus enemigos.

Dos sacos raídos donde el viejo metía las botellas de plástico y un charco seco de su sangre en la tierra son la prueba del enfrentamiento de la madrugada. Un cadáver y un silencio muy audible, parecido al silencio del luto, aunque nadie aquí conocía al muerto. Las únicas referencias que hay sobre él son que recogía basura reciclable para sacarse unos pesos y que era el padre de dos Salvatruchas del barrio contiguo a  Cesura.

La brisa hoy evoca otra cosa, mucho más que el alivio de la propia piel tostada por el sol: amplitud. Las ráfagas suenan a llovizna y hacen cascabelear las hojas, se van alejando en oleadas; acarrean lo que a contraluz parecen luciérnagas de polvo y señalan que es mejor estar aquí que del otro lado de la valla que defiende la casita azul de Raquel. Afuera ha muerto el padre de dos de sus enemigos que muy posiblemente están enfurecidos y quieren matar a todo lo que se mueva y respire en Cesura. Están mejor dentro de este muro chusco de latas oxidadas.

Hoy lo que mueve las copas de los árboles es viento de guerra.

Los Locos están reunidos en círculo, sentados a la sombra en el patio de Raquel, pensando qué hacer. Charro se incorpora en la hamaca y rompe la fotografía del momento.

—Cada quien que guarde una bala. Si los agarran, péguense una ustedes mismos —dice, sonriendo con el gesto torcido que bien podría ser el estandarte de la normalización de la violencia en Honduras. Se lleva las manos detrás de la cabeza y se acomoda de nuevo en la hamaca, clavando los ojos en la copa del épico árbol de mango. Roger emula el gesto y se echa para atrás en la sillita de metal desbordada por su cuerpo. Le siguen Filo, Andy, Brandon…

—Ayúdennos, locos. Estamos cagados —suplica Roger.

Parálisis. No hay respuesta posible además de la obvia que siempre rechazan, la que sugiere que hay que llamar a la policía.

—Bueno… ¿Los matamos o nos matamos? —pregunta Charro, cerciorándose de que todos hayan entendido lo que dijo antes y de haber dilapidado la propuesta de llamar a la policía.

Filo dibuja otra sonrisa sin mirarle.

—¿Nos vamos o nos quedamos? —contesta.

Más silencio funerario. No tienen a dónde ir. Si pudieran, han dicho todos, se irían a Estados Unidos.

—Estamos muertos —dice Charro, como si hablara para él mismo, y luego se ríe a carcajadas. Andy hace sonar de nuevo en su teléfono la canción de Santa Grifa: “Hoy bailo con la muerte, 15 años, solo era un adolescente…”. Y Roger se enfada.

—Loco, dejá de llamar a la muerte —dice mientras se pone de pie y se va a su casa. Al unísono Los Locos se ríen de él, en primer lugar porque les hace gracia ver al mayor del grupo muerto de miedo, y porque no hace falta llamar a la muerte para que aparezca por aquí.

La reunión centrifugadora de miedo de Los Locos ocurrió después de un par de visitas a Cesura, con tres meses de separación entre una y otra. La escena de Los Locos reunidos en el patio de Raquel pensando en su posible muerte fue una estampa, el resumen de la tragedia diaria hondureña.

Los Locos sirvieron a la pandilla y hoy su posición es la de matar o ser asesinados, defender su barrio o verlo arder y ser colonizados por las hormigas más fuertes.

Con la mirada fresca de la incertidumbre, a un par de pasos de distancia de la mesa redonda de Los Locos, la situación es un caos absoluto que no se corresponde con la tranquilidad y frescura de la mañana. Todos, aturdidos por la juventud mezclada con miedo y la inexperiencia en estos asuntos. Todos menos Raquel, que es la única capaz de dar dos pasos atrás y pensar mejor, ampliar su campo de visión y tomar una decisión presidencial: en un acto claro de liderazgo hace su aparición y redirecciona la conversación sobre el suicidio colectivo con un tema que para Los Locos parece ser menos complicado, incluso para Charro: una muerte que pudo ser y que no fue.

—¿Sabía usted que a Charro lo mandaron a matarme? —pregunta, mirando por la esquina del ojo mientras con los labios señala a quien iba a ser su verdugo.

De nuevo parálisis, pero esta vez da paso a la curiosidad.

—¿Quién te mandó matar a Raquel, Charro?

—Pero me arrepentí, Raquel, yo no le hubiera hecho eso, ni quiera Dios —dice Charro rápidamente, desviando la atención de la pregunta anterior.

—Escondan esas armas que seguro en la noche va a caer la policía y no quiero que vayan a encontrar esas cosas en mi casa. No quiero caer presa yo por ustedes, pendejos.

Silent

Ilustración de German Andino

—¿Dónde naciste?

—Nací en 1998. Por ahí… Una zona de Cesura. Toda mi vida he vivido ahí.

—¿Cómo fue tu infancia en el barrio?

—Toda la vida ha habido pleitos de pandillas y todo, lo único es que… No me metía en todo eso yo. La chavalada jugábamos pelota, bebíamos refrescos y todo…

—¿Fuiste a la escuela?

—Sí, a la José Pedraza [ubicada cerca del campo de fútbol de la colonia Felipe Zelaya, donde ocurrió la masacre de 14 personas en 2010]. Vivía con mi mamá, mi papá, mis hermanos y mi abuela.

—¿Dónde está tu casa?

—En la esquina de Novedades [una tiendita de abastos en medio de Cesura].

—¿En la esquina donde cayó muerto el señor, el otro día después del enfrentamiento con los de la Mara Salvatrucha?

—Sí, ahí mero.

Silent responde a las preguntas todavía con el traje de baño empapado al lado de la piscina del hotel Casa Colonial de San Pedro Sula. Una casona con jardín central. Lo opuesto a Cesura: un barrio de clase alta lleno de mansiones, coches de lujo, parques recreativos, muros perimetrales altísimos con torres de vigilancia y calles perfectamente asfaltadas. Calles que no tienen nada que ver con las de su barrio, en las que jugaba su hermana, que murió con 14 años.

—Para una Navidad a mi papá llegaron a empeñarle una bicicleta, mi papá no tenía mucho pisto [dinero] y habló con el viejito ese que no tenía pisto para la comida. Entonces mi papá le dijo que solo tenía la cantidad de 250 pesos, algo así… Y se quedó la bicicleta ahí. Un 25 de diciembre mi hermana andaba calando [montando la bicicleta] y se fue a dar una vuelta y la llanta cayó en un bache, le cayó encima. Una bicicleta de esas pequeñas. No sé cómo fue que dijo el doctor: que a mi hermana se le había explotado como un líquido que uno tiene en la rodilla. Desde ahí empezó a ponérsele el pie hinchado y eso le causó todo para que se le hinchara la rodilla. Le amputaron el pie. Mi mamá empezó a buscar clínicas pequeñas y le daban medicinas para la hinchazón. Después mi mamá tomó medidas más grandes y la llevó a lugares con especialistas. El doctor le dijo que por qué no había actuado antes. Ella le dijo que no teníamos todo el dinero. El doctor le dijo que ella [su hermana] ya tenía bastantes daños. El cáncer de rodilla [se refiere probablemente a un cáncer de hueso] se le había pasado a los pulmones. El pulmón lo tenía lleno de cáncer —Silent se disipa el nudo en la garganta carraspeando—. Ella hasta el pelo mudó después de todo eso, hasta con peluca la andábamos. Después de un tiempo [el cáncer] ya le estaba comiendo el otro pulmón. Los doctores le pidieron 45.000 lempiras [1.650 euros], nosotros no teníamos toda esa gran cantidad. Con mi hermano nos fuimos a buena mañana, a unos botellones le pegamos fotos de ella y fuimos a pedir dinero a la calle. Nunca llegamos a recaudar los 45,000 lempiras. Después ella falleció. A mi otro hermano ya lo habían matado en [la colonia] Villanueva.

La Mara Salvatrucha mató a su hermano. Silent tiene la expresión rígida de un viejo agricultor. La frente plana, el ceño fruncido, la nariz aguileña y gruesa. “Cuando mi hermana todavía estaba viva yo ya andaba loqueando en la calle”, dice antes de que volvamos a la piscina a refrescarnos. En la jerga de la pandilla, “loquear” significa vivir “La Vida Loca”, la vida de la pandilla.

Silent llegó al seno de Barrio 18 a través de uno de sus primos, en una colonia vecina de Cesura. Él es uno de los pocos pesetas que quedan en Cesura: tuvo una “plaza”, un puesto dentro de la estructura de la pandilla. La 18 le proveía ropa, armas y munición para que les llevara palabra (liderar la clica incipiente que él sin ayuda estaba levantando) en Cesura y administrara el pozo, el punto de venta de droga.

Siempre hay uno, un hermano, un tío, un cuñado o un amigo que está con la mano en el pomo de la puerta de la pandilla..

—Yo tomé mis decisiones porque pensé que mi vida no tenía sentido, no tenía solución, pues: mi hermana estaba bien mal y mi hermano ya había fallecido. Me estaban tocando lo que más me dolía en el alma, pues. Todo eso me implicó a mí a andar metido en cosas malas. La 18 a uno lo eleva, le bajan la luna y las estrellas, pues. A mí me daban vestimenta, zapatos, teléfono, internet, pistolas… Lo básico uno lo puede conseguir en la casa pero… pistolas y todo eso ya no. Ellos me enseñaron a usarlas. Con el que yo más me entendía es con un loco que le decían El Diablo, un paisa (colaborador) de la colonia Kitur 2. Él tenía bastante conocimiento de La 18 y me dijo de que “por ley” yo tenía que empezar como puntero (entre otras cosas, es la persona que hace de ojos para la pandilla y les pasa información de lo que sucede en la ubicación que tiene asignada) en las esquinas y de gatillero. Ahí empezó todo.

Jafet

Ilustración de German Andino

En casa de Raquel lo de los silencios colectivos ocurre al menos una vez al día. Tardan un rato largo en desaparecer; son opresivos y tienen la particularidad de intensificar los pensamientos.

El último silencio lo rompe Jafet, el rapero de Los Locos. Lo rompe rapeando. Coloca la grabadora en el trípode, lo pone en el centro del patio y ajusta la altura al nivel de su cara. No tiene la intención de grabarse, solo quiere parecer una estrella del rap: ni siquiera intenta encender el aparato, de eso se encarga Dany. Lo primero que rapea —casi a capela, de no ser por el coro taladrante de los grillos— es una canción melosa de amor que él mismo escribió y todos aplauden.

Para la segunda canción busca una pista en Youtube y pide que alguien verifique que la grabadora esté grabando.

Cesura, locos.

Cesura Records.

Se armó la balacera

Los mato como quiera, hijos de puta

Pa’ qué me alteran?

Los dejo tirados con el cuete en la cadera

Y si vieran…

Un ataque de vergüenza fortuito hace que Jafet deje de rapear y pierda el hilo de la pista. Por un momento se cubre la cara con las manos, y Rubio le anima a seguir cantando.

Y si quieren vengan,

pero vengan listos.

Y si me tiran es porque

no me han visto.

No anden de locos,

mejor tengan cuidado.

Que los de La Cesura

andamos en todos lados.

Y si vieran…

Cómo se armó la balacera

en el Rivera.

Mejor no se metan

si no quieren que les explotemos

la cabeza…

El patio de la casita azul pasó de ser el instante previo a un big bang de tensión a un ambiente de fiesta animado por el despliegue de rap violento de Jafet. Esta noche la música de Los Locos se escucha hasta en el barrio Salvatrucha; suenan las canciones noventeras de Daddy Yankee: curiosamente la misma música que sonaba en Honduras durante la década de eclosión de las pandillas.

Los locos bailan a la luz del foco que cuelga del árbol de mango, muestran sus habilidades de breakdancers, ríen y saltan agarrados de las manos.

Intentan olvidar que, si pudieran, se irían lejos de Cesura.

Jafet, de 16 años, es el menor de Los Locos.

Cárcel

El baile es la pausa que disipa por un rato la incertidumbre.

Ante un ataque inminente de la Mara Salvatrucha, Los Locos redoblan los turnos de vigilancia. Dany ya no es capaz de mantenerse despierto sin cocaína, lo que lo vuelve volátil, incontrolable según Raquel, y eso la asusta.

Silent, Filo y Andy parecen tranquilos, esperan pacientemente a que se materialicen los pasos que resuenan en sus cabezas. Los demás han decidido refugiarse en otras casas. Roger argumenta que tiene una hija y que no puede luchar más, vuelve con su familia porque la casita azul en estos días es de color blanco fluorescente para sus rivales del otro barrio. Dany dice que todos son culeros, que para qué juegan con fuego si les duelen las quemaduras.

Quedan cuatro Locos activos. Cuatro contra un titán. Una pandilla masiva y muy bien armada. Por el hecho de quedarse y no huir despavoridos podría parecer que están locos de verdad. Ellos dicen que se quedan para cuidar de Raquel, aunque es posible que sea al contrario.

El primero en marcharse de Cesura fue Miguel. No dijo a dónde ni por qué. Se fue. La hipótesis de sus compañeros es que no dio explicaciones por su propia seguridad y que es posible que se haya ido a Estados Unidos. Uno o dos más siguieron a Miguel. Los Salvatruchas intentarán cumplir sus amenazas. Son buenos esperando y mejores cuando se trata de no olvidar. La pandilla tiene memoria, funciona como una tradición oral violenta que no se borra. Un acervo sanguinario que se descarga en los que sobreviven al día, en los que quedan cuando muere alguno de sus miembros.  

Raquel ha convencido a Los Locos de que lo mejor es pedir ayuda —indirectamente— al subcomisionado Murillo. Sabe que no podrán con la siguiente embestida de los Salvatruchas. Han enviado a alguien a la UMEP 8 a que hable por los vecinos de Cesura, quieren que se patrulle la zona regularmente para evitar nuevos enfrentamientos, por supuesto tienen miedo, sienten que la situación se ha salido de su control. Después de todo son niños peleando contra un titán, y saben que acabarán siendo aplastados si no reciben ayuda.

—Mi número de teléfono es público —dice Murillo—. La gente puede llamarme cuando quiera. Tenemos perfiles levantados a algunos de los muchachos de esa zona. Tenemos información de que en esa zona hay una pandilla pequeña en formación y eso está generando problemas ahí. Vamos a ver qué podemos hacer…

La espera se prolonga y la policía no llegará esta noche. Una vez más el Estado hondureño decide dar la espalda a la gente de Cesura.

—Si viviéramos en una de esas zonas residenciales ya ratos habría llegado la policía, hasta una posta policial tendríamos aquí ya —dice Raquel.

A la mañana siguiente, durante un patrullaje de la nueva Fuerza Nacional Anti-maras y Pandillas —creada en 2018 por el gobierno de Juan Orlando Hernández, con el fin de aglutinar todos los cuerpos de seguridad del Estado—, Silent fue detenido cuando corría junto al primo de Raquel con la intención de huir de la patrulla policial que acababa de entrar en Cesura. Huyeron, según los que corrieron más rápido y no fueron alcanzados por la policía, por miedo a los frecuentes registros policiales violentos que se dan en la zona. Posteriormente, Silent y el primo de Raquel fueron acusados de cometer el delito de extorsión. La prueba del delito: 500 lempiras (25 dólares) que llevaban en el bolsillo. Los cuales, según Dany, fueron colocados allí por la propia policía. Otra afirmación común en el sector Rivera.  

Esa misma tarde Silent fue exhibido en un noticiero sampedrano como uno de los logros de la nueva fuerza policial. Luego fue enviado a la prisión de máxima seguridad conocida como El Pozo. Algún día será juzgado.

Después de la detención de los dos Locos, los vecinos de Cesura, compañeros de penurias de Raquel, empezaron a dudar. De la derrota nacen el rencor y el resentimiento, las conspiraciones. Hay quien piensa que ella misma propició —junto a los periodistas que escribían la historia— el encarcelamiento de dos de Los Locos y el posterior acercamiento de la Salvatrucha al barrio.

Al final fue la Policía la que acabó el verso en Cesura. Dio el puntazo final al grupo que, sumergido en la tonalidad más gris, defendía su barrio de los que en teoría son peores.

Según Raquel, al cabo de unos días dos vecinas, amigas suyas, fueron amenazadas por un grupo de Salvatruchas y fueron obligadas a abandonar sus casas; además, una camioneta roja, también según Raquel propiedad de la Mara Salvatrucha, olfatea el barrio buscando al resto de Los Locos.

Raquel teme por su vida: por un lado piensa que sus vecinos pueden lincharla hasta matarla por haber traicionado al barrio, o que la policía la arrestará por acoger a Los Locos y a cuanta alma en pena llegara a su casa, o en el peor de los escenarios, la Mara Salvatrucha la buscará y la encontrará sin protección junto a su familia.

Raquel abandonó Cesura. Buscó refugio en casa de un familiar.

—Estoy aquí temporalmente —dice por teléfono desde el refugio—. Cuando se calmen las cosas voy a volver porque no tengo a dónde ir.

Zapatos

Todavía se puede escuchar la música a punto de reventar los altavoces en el patio de la casita azul. Pero poco a poco su volumen está bajando. Acabará por silenciarse.

Durante la última comunicación con Raquel, contó que tres días atrás había desaparecido Brandon. Fue secuestrado, decía, porque en su casa quedaron todas sus cosas, incluidos sus zapatos.

—Nadie se va [a Estados Unidos] descalzo —dijo.

Para proteger a los entrevistados en esta crónica, ninguno de los nombres que aparecen, salvo los de las autoridades, son reales.

 

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