El primer instinto del fotógrafo fue levantar las manos y mostrar las cámaras.
Pensó que así el policía que tenía delante no le dispararía. Se equivocó. Ese disparo, a menos de cinco metros de distancia, iba cargado con más de 200 perdigones de metal que se incrustaron en su cuerpo. Perdió la vista de su ojo izquierdo. Xuhaib Maqbool, de treinta años, se encontraba en un callejón cerca de una manifestación en Srinagar, capital de la Cachemira india, cuando un agente le sorprendió, abrió fuego y le arruinó la vida. Han pasado diez meses y todavía se pregunta por qué.
“La mayoría de las cicatrices se han ido de la piel, pero todavía siento los perdigones dentro del cuerpo. Los toco, noto las pequeñas bolas de metal que aún quedan enquistadas en el pecho, en la cara, en la nariz, en los brazos. No ha sido posible sacarlas todas”. Al menos dos proyectiles entraron en su ojo. Lleva tres cirugías y una docena de inyecciones que le duelen solo de recordarlas. “Distingo algunos colores, es lo único que puedo hacer con ese ojo”. Nunca se quita las gafas de sol. Por el daño que le causa la luz y por la vergüenza que siente cuando la gente ve sus ojos.
La Cachemira india vivió en 2016 su año más violento desde 2010, cuando murieron al menos 112 manifestantes. El asesinato a manos de la policía de un conocido militante separatista, Burhan Wani, de cuya muerte se cumple un año el8 de julio, hizo saltar por los aires la permanente tensión entre el Estado indio y los habitantes de esta región de mayoría musulmana en la que se oyen gritos de independencia. A aquella muerte le siguió un funeral multitudinario en el que nació un presagio en forma de eslogan: “Burhan, tu sangre traerá la revolución”. Y así fue.
Durante meses, el valle de Cachemira se vio sumergido en una ola de protestas diarias, enfrentamientos, huelgas y toques de queda que mantuvieron desiertas, inhóspitas, las calles de Srinagar y de los pueblos cercanos. Tras cada manifestación, un funeral. Tras cada funeral, una manifestación. En 2016 se registraron un centenar de muertos, más de 10.000 heridos y 16.000 detenidos, además de un impacto económico de más de 2.200 millones de euros solo en los cinco primeros meses de choques violentos.
El año de los perdigones
Hoy los cachemires hablan de lo ocurrido como “la Situación”. Las escuelas han reanudado el curso tras meses con las aulas vacías y en las calles se vuelve a respirar la rutina urbana: los carniceros, sentados con las piernas cruzadas, cortan piezas con un machete y saludan a sus vecinos, que hablan más que compran, mientras los dependientes de las tiendas de alfombras esperan en la puerta a los clientes, aunque llegan menos de los que quisieran. En las cafeterías, el té cachemir es una excusa para leer el periódico; las portadas locales siempre llevan una protesta, una operación militar, un atentado o las declaraciones de un político sobre alguno de aquellos incidentes. La vida en la ciudad solo se ve interrumpida por los cortes diarios de electricidad o cuando las manifestaciones que todavía se celebran acaban en batalla campal contra la policía.
El último año en Cachemira será recordado como aquel en el que los jóvenes perdieron los ojos. Los retratos de los estragos que han causado los perdigones de las autoridades indias han recorrido el mundo, aunque no han encontrado la resonancia que los cachemires esperaban. Imágenes de rostros invadidos por una infinidad de puntos negros. Ojos rojos, miradas perdidas, cuencas vacías. Marcas de por vida.
Las tropas indias disparan perdigones de metal desde 2010 para dispersar multitudes. Cada cartucho puede contener más de 400 unidades. Estas pequeñas bolas se consideran munición “no letal” y los agentes supuestamente están entrenados para apuntar debajo de la cintura, pero los hospitales cachemires han recibido centenares de pacientes con lesiones graves por todo el cuerpo, incluida la cara. Los miembros de las fuerzas de seguridad se justifican diciendo que es difícil seguir las indicaciones cuando la calle es un infierno y todo se vuelve imprevisible.
Se calcula que más de 6.000 personas, incluidos numerosos niños, han resultado heridas con esta munición y que alrededor de un millar han sufrido lesiones en un ojo o en ambos. Los médicos cuentan que en verano llegaban a realizar hasta doce operaciones al día. En el principal hospital de Srinagar se hicieron más cirugías oculares en los tres días posteriores a la muerte de Wani que en los últimos tres años.
La mayoría de los afectados son manifestantes que se enfrentaban a los agentes con piedras, pero también han resultado heridos ciudadanos que ni siquiera participaban en las protestas; gente que se encontraba mirando por sus ventanas o comiendo en sus cocinas cuando sintieron el dolor abrasador del plomo. De repente, solo vieron oscuridad.
Según Amnistía Internacional, en 2016 al menos catorce personas murieron por el impacto de balines, una cifra que grupos locales elevan a una veintena. Las organizaciones internacionales han pedido que se deje de usar esta munición, porque la dirección de los perdigones una vez se ha apretado el gatillo es “indiscriminada” e “incontrolada”.
El gobierno cachemir se refirió en un primer momento a los perdigones como un “mal necesario” y poco después el ministro indio del Interior, Rajnath Singh, anunció que serían reemplazados por otro tipo de armamento, cosa que nunca sucedió. La Policía sostiene que esta munición “salva vidas” y basa su defensa en una advertencia: las balas causarían más daño.
Xuhaib cuenta que las heridas físicas, en el fondo, son lo de menos. Las cicatrices pueden afear un rostro, pero lo que más pesa es el dolor que le persigue desde ese día en aquel callejón. “Cuando estoy con mi familia me encuentro bien, pero llega la hora de irse a dormir, me tumbo en la cama, me pongo a recordar y cada noche tengo pesadillas. Llevo meses prácticamente encerrado en una habitación; sé que puedo salir… pero no puedo”. Un sueño se le repite cada cierto tiempo: se encuentra en una manifestación, hay enfrentamientos y aprieta el disparador de su cámara para retratar la escena. Pero la cámara no funciona por más que lo intenta, así que se agobia, su ansiedad estalla y termina despertándose empapado en sudor.
La frustración no se acaba con el sueño, porque Xuhaib lleva diez meses sin poder trabajar, aunque está convencido de que lo acabará haciendo. “Por un policía no voy a perder mi trabajo, mi identidad”. Si no es con una cámara al hombro, será escribiendo.
—Si tuvieses delante al policía que te disparó, ¿qué le dirías?
—Le preguntaría por qué lo hizo. No siento odio por él, sino pena.
Violencia y disidencia
A Nueva Delhi le han llovido muchas críticas por la polémica actuación policial en Cachemira. El premio nobel indio Amartya Sen llegó a decir que la situación de ese estado es “la mayor mancha en la democracia india”. Tanto la Policía como el Ejército sostienen que solo tratan de reprimir protestas violentas, pero su brutalidad, así como la impunidad que tienen prácticamente garantizada por ley, ha generado todo tipo de denuncias sobre violaciones de los derechos humanos. “Las tropas pueden usar la fuerza si hay riesgo para sus vidas, pero teniendo en cuenta las muertes y lesiones que se han registrado, es necesaria una investigación sobre si hay uso indiscriminado o excesivo de la fuerza por parte de las autoridades”, dice Meenakshi Ganguly, directora de Human Rights Watch (HRW) en el sur de Asia.
Según Khurram Parvez, líder de la Coalición de la Sociedad Civil de Jammu y Cachemira (JKCCS), la situación actual es fruto de un callejón sin salida en el que ha entrado el Gobierno indio porque tiene “miedo” de que se celebren manifestaciones tranquilas y el movimiento separatista gane legitimidad. “Están impidiendo todas las protestas pacíficas y al hacer eso se acaba usando la violencia: los manifestantes tiran piedras para reclamar su espacio y para repeler los perdigones y el gas lacrimógeno. ¿Cómo es posible que en una democracia no haya espacio para la disidencia?”.
Tras un invierno más relajado, los universitarios han liderado la desobediencia civil en las calles de Srinagar esta primavera. Por primera vez se ha visto a alumnas enfrentarse a los antidisturbios cara a cara y piedra en mano. Sin miedo. Con la mochila a la espalda y el rostro tapado con el uniforme. Al grito de “azadi” (libertad) le sigue siempre una nube de gas lacrimógeno que lo cubre todo, al tiempo que los tenderos echan el cierre y eligen: o se refugian en sus locales o se unen a la agitación.
Cuando todo se disuelve, en la calle solo queda un mar de piedras que pronto son retiradas. Lo que perdura son las pintadas contra la India que abundan en las paredes de todas las localidades del valle. “Go India, go back”, “Perros indios”, “Burhan está vivo en nuestros corazones” son mensajes que resumen el sentir de una parte de la población.
Fuera de la calle la batalla se libra en la red, y ahí los jóvenes cachemires van ganando la partida con la difusión de videos cortos que muestran los excesos de las tropas indias, como el uso de escudos humanos. Se viralizan con tal rapidez que el Gobierno indio ha llegado a bloquear las redes sociales en Cachemira durante largos periodos, unas trabas que las nuevas generaciones saben cómo saltarse.
¿Cómo es la vida cotidiana en el valle de Cachemira? Alí Afrain es un estudiante de veinte años que quiere ser recaudador de impuestos. Hoy ha tenido examen y no le ha ido muy bien. Cuenta que en ocasiones es la policía la que empieza los disturbios con sus armas y que otras veces son los manifestantes con sus piedras. “Lo que están haciendo no es normal en una democracia”, dice desde la explanada de la mezquita de Hazratbal, junto al lago Dal. Las familias pasean por la pradera y los universitarios descansan a la sombra viendo el reflejo de las montañas nevadas en el agua, pero Alí lamenta que esta estampa paradisíaca se vea sepultada por una realidad mucho más cruda. El sonido de los cazas que de tanto en tanto sobrevuelan el cielo deja claro a qué se refiere este joven, que no pierde la esperanza de ver “una Cachemira libre”.
—¿Qué quieren los que protestan?
—Libertad.
—¿Y eso qué significa?
—Significa no vivir en un Estado policial.
Cachemira, con más de 700.000 efectivos desplegados, es una de las zonas más militarizadas del mundo. La región está plagada de cuarteles de los distintos cuerpos militares y policiales que forman parte de un paisaje de guerra.
A la partición de la India y Pakistán que puso fin al dominio británico en 1947 le siguió una guerra, la primera de tres, por el control de este territorio en el norte del subcontinente. Milicias tribales lanzadas por Pakistán invadieron la región, que acabó abrazando la protección de las autoridades indias. Hoy las zonas de Gilgit, Baltistán y la Cachemira Azad pertenecen a Pakistán, mientras que la India, que reclama todo, controla el valle de Cachemira, de mayoría musulmana, Jammu, de mayoría hindú, y Ladakh, cuya población es budista. China posee la zona de Aksai Chin, un estratégico desierto de sal que dio lugar a la guerra sino-india de 1962. Tras numerosos conflictos, se fijó una frontera de facto y un alto el fuego, pero en la actualidad las potencias se acusan mutuamente de violarlo cada semana.
Desde 1989 una insurgencia separatista en el valle administrado por la India se unió al enmarañado tablero cachemir. Delhi, que asegura que Islamabad permite la incursión de rebeldes en su territorio, justifica su tremenda presencia militar con frecuentes operaciones antiterroristas y redadas para acabar con la violencia independentista. La vacuna contra los insurrectos, dice el primer ministro Narendra Modi, es también el desarrollo, el empleo y las oportunidades para los millennials.
Vivir en un Estado policial
Más allá de la calma placentera del lago Dal, donde las parejas y los turistas navegan en románticas shikaras, Srinagar es una ciudad sometida por las fuerzas policiales y por las obras. No hay esquina sin agentes ni calle sin andamios. Al ver su precario estado, es difícil saber si está renaciendo de unas cenizas pasadas o si se encuentra a medio caer. El caótico tráfico y el ruido persistente que se vive durante el día se convierte en un silencio sepulcral por la noche, cuando las calles vacías quedan en poder de las bandas de perros, que ladran en una ciudad tomada por el miedo.
La policía, con su camuflaje militar, cascos, escudos y rifles, patrulla Srinagar en furgones azules, se parapeta tras montones de sacos terreros o vigila desde puestos fortificados y alambrados que recuerdan al Hebrón palestino. La plaza del Reloj, en Lal Chowk, escenario de protestas esta primavera, está custodiada por al menos una decena de agentes. Igual que los puentes del río Jhelum, donde los guardias comparten acera con las mujeres que venden pescado fresco a ras de suelo. Los vecinos caminan al lado de la policía, hacen sus compras en el mercado o acuden a la mezquita a rezar; ignoran la existencia de los agentes, como si fueran invisibles, porque entienden que ni han sido invitados ni son bienvenidos.
“La presencia policial y militar es aún más fuerte en los pueblos y ahí crea muchos problemas, porque la relación con la población es más directa”, dice Shabir, un cachemir de 42 años que regenta un restaurante en el casco antiguo de Srinagar. Este hombre, preocupado porque su negocio cae en picado, cree que la India debería enviar sus efectivos a la frontera con Pakistán para combatir por su país, fuera de las calles de la ciudad. “Deberían solucionar esto por los propios soldados. Son seres humanos y aquí no están bien, la gente no les quiere y aquí no están luchando por nada”.
Como tantos cachemires, Shabir está convencido de que la militarización de la región está ayudando a que los más jóvenes se radicalicen. Desde la muerte de Wani, asegura el Gobierno, casi un centenar de jóvenes se ha afiliado a la insurgencia. Es la cifra más alta en seis años. “Con tanto ejército la gente se hace más violenta. Los que se unen a la insurgencia no lo hacen por diversión, sino porque seguramente algún familiar ha sido asesinado, torturado o atacado por las fuerzas armadas”, afirma Shabir. Ese sentimiento lleva décadas saltando de generación en generación.
Suber Shola es un chico de 22 años que estudia artes en la Universidad de Cachemira. Es muy religioso y está interesado en el pasado musulmán de España. Se alisa la barba entre sorbos de té en el salón de su casa. Cuenta que un disparo en una manifestación acabó con la vida de Danish, su amigo de 19 años, y silenció la suya, porque desde entonces no ha vuelto a una protesta. “Era una marcha pacífica pero empezaron a disparar. Mi madre me ha pedido que no vaya a más concentraciones porque ya ha muerto mucha gente”.
Este joven no cree que coger las armas sea una solución, pero dice que la armonía entre civiles y militares es imposible. “El Ejército no nos deja hacer nuestra vida. A los militares no les gusta la gente de aquí. La India quiere esta tierra porque es estratégica y muy rica en recursos, pero no a su gente”. La conversación se interrumpe cuando se oye de fondo la llamada al rezo. Suber debe acudir a la mezquita. Una última pregunta:
—¿Qué te sientes más, musulmán o cachemir?
—No, por favor. No puedo elegir. Una cosa va con la otra.
Todos los cachemires entrevistados en este reportaje afirman que no quieren ser ni indios ni pakistaníes. Sienten que hoy viven en una Cachemira “ocupada” por la India, pero también lamentan que el resto de su territorio esté en manos de Pakistán y China. Desean una Cachemira suya, independiente.
Suhail Mir cree que el primero en “traicionar” a Cachemira fue el primer mandatario de la India independiente, Jawaharlal Nehru, en la década de 1940. “Nos engañó. Metió a los militares de forma temporal para frenar a Pakistán y aquí siguen siete décadas después”. A sus 32 años, Suhail trabaja en el departamento forestal y habla por los codos. “Llevamos décadas sacrificándonos, sufriendo. Aquí se han cometido todo tipo de atrocidades y nadie está pagando por ello. Y, lo que es peor, nadie se ha levantado por nosotros”.
Suhail sabe que en la cadena de conflictos olvidados que se arrastran desde el siglo XX, el asunto cachemir está ya lejos de las miradas del mundo. Como si las montañas que rodean estos valles silenciaran lo que aquí ocurre y dejasen sin eco las historias que los cachemires se mueren por contarle a todo aquel que llega. “Ahora nos están dejando ciegos con sus perdigones, es brutal, pero ¿sabes qué? Una cosa es segura: los cachemires no vamos a abandonar. Esta es nuestra casa, nuestra tierra y esto solo terminará cuando el Gobierno indio entienda que debe dejarnos en paz”.