Eran apenas adolescentes, pero ya tosían como verdaderos adultos. En la pensión —una pensión con demasiadas camas y demasiado poco espacio— se levantaban los primeros. Antes incluso que su entrenador. Encendían el hornillo con uno de los fósforos de la caja de cerillas de la marca Troika que había sobre la repisa de la entrada y que hacía las veces de cocina. En uno de los fuegos hervían agua para el té y, sobre el otro, sostenían los calcetines con un tenedor para librarlos de la humedad acumulada durante la noche de Stepanakert. Con la última llamarada del fósforo se encendían el primer pitillo de la mañana, y empezaban a toser.
Su equipo de fútbol, llegado de un valle en el que la mitad de las casas habían sido destruidas por la guerra, disputaba un torneo en la capital. La capital de un país que no aparece en los mapas. Competían por un trofeo que no vale nada en el mundo. Que no le importa a nadie. Y, a pesar de todo, merecía la pena luchar por él. Sobreponerse a las mañanas frías en esta pensión destartalada, a los muelles del somier que se clavaban en la espalda, a los retretes que siempre olían a mierda, a los cortes de electricidad… Se organizaban sin esperar las directrices del entrenador, repartían la ropa, la secaban todo lo que podían y preparaban el desayuno —unos macarrones oscuros, patatas cocidas y pan untado en una salsa picante— como pequeños adultos.
Al hablar, en cambio, sorbían los mocos como los niños que todavía eran. Y soñaban con parecerse a sus ídolos del Real Madrid: Cristiano Ronaldo, Kaká, Casillas…
Esto ocurría en 2010. Es posible que muchos de ellos ya estén muertos.
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