Muchos habitantes de Bucha huyeron. Decenas de miles. Pero quienes no tenían medios, salud o un lugar mejor al que ir se vieron atrapados en esta ciudad del noroeste de Kiev cuando las tropas rusas tomaron sus calles. Durante un mes sufrieron la violencia y el miedo, los bombardeos, la falta de electricidad, agua y calefacción, las jornadas en sótanos sin saber qué ocurriría al día siguiente.
—No teníamos coche ni medios para salir. Luego fue demasiado tarde. Era más peligroso irse que quedarse —dice Olena, de 40 años.
—Mi padre construyó esta casa en los años 70. No tenemos dinero para ir a otro sitio —dice Andriy, de 32.
—Mi madre no puede andar. Nos era imposible dejar la ciudad —dice Irina, de 63.
—Esta es mi casa —dice Lidia, de 80.
Las autoridades estiman que, de las cerca de 50.000 personas que residían en Bucha, unas 3.500 permanecieron en la ciudad durante la ocupación rusa. Los soldados dejaron un reguero de muertes y un escenario de posibles crímenes de guerra que ya investiga la Corte Penal Internacional: en las calles, jardines y edificios de Bucha se encontraron cerca de 500 cadáveres, muchos de ellos ejecutados. Ahora, con su relato, los supervivientes construyen la memoria colectiva de uno de los capítulos más negros de la guerra en Ucrania.
Kostiantyn y la invasión
La columna de tanques y blindados era muy larga: al menos cuarenta, calcula Kostiantyn. Entraron por la calle Vokzal’na de Bucha el 27 de febrero, solo tres días después de que Vladimir Putin ordenara la invasión de Ucrania y sus tropas llegaran, entre otros lugares, al cercano aeropuerto de la ciudad de Hostómel, pegada a Bucha.
Desde su casa, Kostiantyn vio cómo los carros armados rusos avanzaban despacio a pocos metros de su jardín. La columna llegó hasta el final de la calle y desapareció de su vista. Luego oyó explosiones y, al cabo de un rato, los tanques volvieron por el mismo lugar por el que se habían ido. Konstantin dice que fue entonces cuando llegó el ataque de las fuerzas ucranianas.
—Utilizaron [drones armados] Bayraktar. Normalmente no llevan suficientes cohetes como para acabar con una columna como esta. Pero aquí consiguieron destruir los vehículos del principio y del final.
Algunos de los blindados que formaban la parte central de la columna y sus ocupantes huyeron por el único sitio posible: con un giro de 90 grados, salieron atravesando los jardines y patios de las viviendas. Entre ellas, la de Kostiantyn.
Cuando hablamos con este vecino de Bucha ya han pasado 40 días desde el ataque que marcó la entrada del Ejército ruso en su ciudad, pero en su jardín aún se ven claramente las huellas que dejó el vehículo blindado. A unos metros, la carretera está llena de esqueletos de tanques destripados, retorcidos como culebras. Entre los trozos oscuros de metal se pasean militares, periodistas que documentan la destrucción y algún vecino que, a fuerza de convivir con él, apenas presta ya atención a este escenario de guerra.
A sus 68 años, Konstiantyn habla con tranquilidad, sin dejar de fumar, mientras camina por el terreno sembrado de casquillos de munición. Cuenta que durante el ataque no quiso bajar al sótano por miedo a quedar encerrado si el edificio se derrumbaba. Estaba solo: viudo desde hace algo más de un año, sus dos hijas, Olena y Natalia, habían huido a Polonia. Con un gesto, nos indica los lugares en la calle donde vio soldados rusos heridos: aquí, allá, y allá también.
—¿Qué pasó con los que murieron?
—No vi cuerpos. Solo piernas, manos, sangre. No sé exactamente qué pasó con ellos, pero los vecinos vieron cómo vino un coche y soldados rusos recogieron los cadáveres y los reunieron en algún sitio al inicio de la calle. Quizá los quemaron.
Nos lleva al patio trasero de su casa para enseñarnos un coche con el parabrisas atravesado por disparos de bala. Con tristeza, cuenta que era de su vecino Andriy, de 40 años, asesinado a tiros por un soldado por negarse a mover el coche para dejar paso al blindado. Tras el ataque, dos soldados rusos se refugiaron brevemente junto a las escaleras traseras de su casa.
—Me pareció que eran de Chechenia, por la simbología en su ropa. Eran muy jóvenes, de unos 20 o 23 años. Les pregunté qué hacían aquí, si no tenían miedo. Les dije que se fueran a casa.
No hubo respuesta, dice, y los soldados se marcharon. Aquello no fue el final, sino el principio de las semanas más oscuras de Bucha.
Los días siguientes, mientras las fuerzas ucranianas dinamitaban los puentes de Bucha y la vecina Irpín para frenar el avance ruso hacia Kiev, las tropas de Putin consiguieron tomar la ciudad. Para el 3 de marzo Bucha estaba “absolutamente ocupada”, según reconocería más tarde su alcalde, Anatoliy Fedoruk.
Las primeras semanas de ocupación Kostiantyn las pasó en su casa. Con las ventanas dañadas, sin electricidad ni calefacción, el frío era insoportable, y se trasladó a casa de unos vecinos al principio de la misma calle. Dice que, durante las semanas siguientes, los soldados no se ensañaron con ellos.
—En esta parte de la calle Vokzal’na no se preocupaban de los locales.
En otros rincones de la ciudad el escenario fue muy distinto.
El padre Andriy y los muertos
El sacerdote ortodoxo Andriy Galavin tiene 45 años y lleva 15 como responsable de la iglesia de San Andrés, un gran edificio blanco de cúpulas doradas cerca del Ayuntamiento de Bucha. Va vestido de negro y lleva una cadena con un gran crucifijo. Hablamos con él cerca del terreno de la iglesia donde se abre, como una herida, una fosa común que alberga los cuerpos de decenas de personas asesinadas por las tropas rusas. Con la ciudad ya liberada, en torno a la fosa trabajan ahora varias personas para exhumar los cadáveres con ayuda de una grúa. Luego serán trasladados a la morgue para ser identificados y determinar las causas de su muerte, como parte de la investigación sobre posibles crímenes de guerra.
En una invasión que aún está escribiendo sus capítulos más cruentos en lugares como Mariúpol o el resto del Donbás, el nombre de Bucha ha quedado inevitablemente ligado a las imágenes de los civiles asesinados en sus calles, de los rastros de sangre en los sótanos, de la fosa común en la iglesia del padre Andriy.
El día en que estalló la guerra lanzada por Putin, el sacerdote se encontraba en la vecina Hostómel para celebrar un funeral. Recuerda cómo los proyectiles empezaron a caer: había comenzado la batalla en el aeródromo de esa ciudad, famoso por albergar el mayor avión comercial del mundo —el Antonov An-225, destruido en los combates— y un punto crucial en la estrategia rusa para tomar Kiev. De ser tomado por las fuerzas rusas, el aeropuerto se convertiría en un lugar clave para permitir un avance rápido hacia la capital de Ucrania. Pero la inesperada resistencia ucraniana logró repeler el asalto inicial. En un serio revés para la ofensiva rusa, la destrucción de las pistas impidió que el lugar se convirtiera en un puente aéreo entre Rusia y Kiev.
La resistencia, sin embargo, no frenó la llegada de los soldados rusos a Bucha tres días después.
—La primera columna de rusos estaba formada por kadirovtsy —detalla el sacerdote, en alusión a la milicia chechena leal al presidente de esa región, Ramzán Kadírov. El padre Andriy, como Kostiantyn, también cuenta que aquella columna fue destruida por las tropas ucranianas. Pese a ello, los días siguientes Bucha se convirtió en escenario de una masacre: las calles estaban llenas de personas muertas por disparos o explosiones, relata. Recuerda con especial dolor un incidente ocurrido hacia el 3 ó 4 de marzo —no está seguro de las fechas—, cuando los soldados rusos dispararon contra coches en los que iban personas que salían de la ciudad.
—Uno de los vehículos iba conducido por una mujer. Su cuerpo fue enterrado en un parque. Como no llevaba documentación, sobre su tumba se colocó la matrícula de su coche, para intentar identificarla más adelante.
El relato del sacerdote es un esbozo del horror que vivió Bucha.
—Había tumbas en los parques, en los patios, en el campo, en las calles. En un supermercado se encontraron los restos de una mujer sin cabeza por una explosión. Los vecinos enterraron su cuerpo cerca del supermercado. En otros lugares torturaron a la gente: se encontraron cadáveres con las manos atadas, disparos en la cabeza o hechos por la espalda.
El sacerdote ha perdido la cuenta de cuántos se enterraron en la fosa común, pero sí sabe que el primer día que depositaron cuerpos allí —67 cadáveres— fue el 10 de marzo. Recuerda la fecha con claridad porque aquel día los soldados rusos autorizaron un corredor para abandonar la ciudad. Dice que se concentraron unas 2.000 personas cerca del Ayuntamiento para esperar a los autobuses que los sacarían de Bucha. Había autoridades y personal de la Cruz Roja.
—Mientras el corredor humanitario estuvo en marcha, sí fue posible recoger cuerpos y enterrarlos.
La morgue estaba llena y al cementerio no podían llegar, así que decidieron abrir una fosa común en el patio trasero de la iglesia. Mientras habla, el sacerdote saca su móvil y nos enseña un vídeo en el que se ven varias personas descargando una furgoneta con los restos de los fallecidos que irán a la fosa común, sin nombre ni identidad más allá de un tatuaje, una camiseta de colores o una uña pintada.
El padre Andriy pasó la ocupación entre su casa y la iglesia, que fue atacada varias veces: nos enseña cómo casi todas las ventanas están dañadas y la fachada tiene orificios de disparos. A la violencia se sumaba la falta de gas, de electricidad y de agua: algunas personas, cuenta, llegaron a beber agua extraída del interior de los radiadores.
Andriy consiguió salir de Bucha dos o tres días antes de la retirada rusa, y regresó con su familia el 1 de abril.
El relato del sacerdote queda interrumpido por la llegada al interior de la iglesia de una anciana que le pide indicaciones para celebrar un funeral. El sacerdote dice que irá organizando funerales a lo largo de estos días.
Hasta ahora, despedirse de los muertos ha sido imposible.
Mykola y los familiares
Muchos de los cuerpos que recogen los empleados del cementerio llevan semanas tendidos en el lugar donde les arrancaron la vida. El de Oleksi Kadura, de 41 años, está desde el 10 de marzo bajo un plástico en un pequeño descampado al lado de un edificio bajo. Su suegro, Mykola Savenko, de 60 años, espera consternado la llegada de la camioneta blanca que lleva los cadáveres al cementerio. Nos cuenta que su yerno había salido a primera hora de la tarde de aquel jueves a ver a su madre cuando fue detenido por un grupo de soldados. Un vecino oyó los gritos y avisó a Mykola y a su mujer. A última hora de ese mismo día, pudieron salir y encontraron el cuerpo de Oleksi.
La manta rosa con la que cubrió a su yerno queda al descubierto cuando los empleados del cementerio retiran el plástico que lo tapa. Luego abren la bolsa negra e introducen el cadáver. En la parte trasera de la furgoneta, otro empleado recoloca otros dos cuerpos que acaban de recoger para hacer sitio al cadáver de Oleksi. Toda la operación dura apenas tres minutos.
Durante los seis días que pasamos en Bucha vemos cómo se retiran cuerpos sin vida de jardines, fábricas, patios. No han sido solo disparos y explosiones: las penosas condiciones impuestas por la ocupación, con falta de suministros básicos y medicinas, también han pasado una desoladora factura entre la población. La mayoría de cadáveres que retiran los empleados del cementerio, sin embargo, muestran disparos y, en ocasiones, otros signos de violencia.
En el refugio de una casa que había estado ocupada por los soldados rusos encuentran el cuerpo de una mujer de unos 35 años. Está semidesnuda, con tan solo un abrigo, y según la policía hay indicios de que sufrió abusos sexuales. La mataron de un disparo en la cabeza.
Natalia y el miedo
La calle Yablunska atraviesa el sur de Bucha y desemboca en el vecino pueblo de Vorzel. En esta vía, los soldados rusos dejaron uno de los escenarios más macabros de las semanas de ocupación. Quienes entraron en la ciudad poco después del repliegue de los soldados se encontraron una calle sembrada de cadáveres; algunos de ellos llevaban varias semanas tendidos allí. En uno de los edificios de Yablunska los soldados rusos habían establecido su sede administrativa. El bloque, que pertenecía a una empresa privada, se convirtió en un oscuro lugar donde se llevaron a cabo torturas y ejecuciones: solo en el patio trasero de ese edificio se hallaron ocho cadáveres, algunos maniatados.
Las vías del tren cortan la calle a la altura del número 180. A un lado, una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo rojo se lamenta cuando nos ve.
—Ahí abajo hay desde hace días un cuerpo —nos dice, apuntando a un punto lejano del terreno que hay al lado de la vía.
Alguien le asegura que ya no está, que lo han retirado. Parece tranquilizarse. Se llama Natalia Steponenko, tiene 70 años y vive a muy pocos metros de aquí. Cuenta que en este lugar los militares rusos habían instalado un puesto de control, y recuerda especialmente un capítulo que se produjo el primer día en que entraron en la ciudad.
—Aquí, exactamente en este lugar [señala el punto donde las vías atraviesan la calle], un grupo de personas bloqueó la carretera, como un muro humano. Intentaban parar a los rusos. Negociaron de algún modo y los rusos se retiraron.
Las tropas volvieron luego para quedarse durante las siguientes semanas, pero Natalia dice que le gustaría encontrar a esas personas.
—Les quiero dar las gracias.
Durante la ocupación, la mujer apenas salió de su casa. Estaba acompañada de su hija, su yerno y sus dos nietas. Al principio pasaban las horas en el sótano, pero su nieta menor, de 15 años, se puso enferma y, pese a la amenaza de los ataques, decidieron trasladarse a la casa. Ella pasaba las horas rezando.
—Los últimos días los pasamos casi sin comida. Solo teníamos patatas y algunas zanahorias. Por suerte, tenemos un pozo.
Habla del miedo, de las explosiones y de las armas pesadas portadas por los kadirovsky —también ella utiliza este término—, en su mayoría jóvenes de entre 20 y 30 años, dice. Cuenta que tres casas más allá de la suya vive una mujer sola, sin familiares, a la que ella suele cuidar desde antes de la guerra. Durante la ocupación, pidió a los soldados rusos permiso para ir a verla y llevarle comida y agua. Se lo dieron, después de registrarla. Recuerda cómo al pasar vio casas quemadas, restos humanos y perros merodeando alrededor.
Vitaliy y el cementerio
Al cementerio número 3 de Bucha no dejan de llegar cuerpos. Las furgonetas salen de aquí vacías y vuelven cargadas de bolsas negras con cadáveres. Estamos a 6 de abril y una fila de 58 bolsas con cuerpos se extiende frente a una explanada de tumbas cuidadas. Aquí se hace una inspección preliminar de los cadáveres. Un grupo de policías va apuntando datos —muchos de los fallecidos llevan la documentación encima— y las aparentes causas de cada muerte.
Vitaliy Chayna, de 27 años, es una de las personas que recogen cadáveres en las furgonetas blancas del cementerio. Dice que en los últimos días se han retirado unos 30 cuerpos diarios. La mayoría son de hombres, aunque también hay mujeres (él estima que cerca del 20 %) y algunos niños. Los cadáveres, envueltos en bolsas de plástico, permanecen en este cementerio un máximo de dos días, y luego son trasladados a una morgue en la ciudad de Kiev o a Bila Tserkva, al sur de la capital, para ser examinados.
Si ahora el traslado de cuerpos es un flujo incesante, durante la ocupación recoger los cadáveres fue extremadamente complicado. Sergiy Matiuk, de 43 años y trabajador del cementerio desde hace nueve meses, lo intentaba. Cuenta que su furgoneta, cargada de cuerpos, fue atacada en dos ocasiones, y que parecía no haber buena comunicación entre los diferentes grupos de soldados rusos. Mientras en algunos puertos de control les permitían la recogida, en otros les negaban el permiso de forma agresiva.
—Una vez los soldados nos obligaron a quitarnos casi toda la ropa, nos registraron de arriba a abajo, examinaron si teníamos tatuajes y nos quitaron los teléfonos y los ordenadores.
Al enterrador le pareció que algunos soldados rusos estaban “realmente asustados” de estar aquí.
Los funerales se empiezan a celebrar la segunda semana de abril. Al cementerio acuden familias rotas, personas que han regresado a Bucha con la penosa tarea de identificar los cadáveres de los suyos. En uno de los extremos del cementerio, frente a un terreno minado y vallado, una fila de agujeros excavados en la tierra aguarda los cuerpos de quienes no han sobrevivido a la ocupación.
Lidia y el hambre
Algo más al norte de la calle Yablunska hay un barrio con bloques de edificios de ladrillo. Aquí, en un primer piso, vive Lidia Borysenko, de 74 años, con su hija Olga. En su casa hace frío y huele a pan. Sobre el sofá de la sala tiene extendidas decenas de panes de todo tipo —barras, hogazas, rodajas—. En el suelo, al lado del sofá, hay garrafas de plástico con agua. También en la cocina tiene varios tarros llenos de agua. Ha pasado más de una semana desde que se marcharon las tropas rusas, pero Lidia sigue teniendo miedo a quedarse sin pan, así que lo seca para almacenarlo. En una explanada cercana a su edificio, un grupo de voluntarios cocina y reparte alimentos entre los vecinos.
—Ahora tenemos más que suficiente. Pero lo hemos pasado mal. En el sótano teníamos patatas, zanahorias, algo de fruta y verduras. Pero nos faltaban pan, leche, carne…
Las ventanas de su casa están rotas por las explosiones: Lidia cuenta cómo los proyectiles pasaban de un lado a otro, cómo le daba miedo el ruido de los aviones y cómo un obús cayó muy cerca pero no explotó. Pese al frío que hace en el pequeño piso, ella se resiste a marcharse de este lugar en el que vive desde 1972. Recuerda cómo durante la ocupación no podía alejarse más de dos o tres metros de la entrada del edificio.
—Los soldados venían de vez en cuando. Nos pidieron los pasaportes para hacer una lista de la gente local. Nombres, registros… Hicimos esas listas hacia el final de la ocupación. El 31 de marzo se marcharon con sus vehículos.
Aunque por las ventanas entra la luz del día, Lidia habla sin soltar una linterna apagada que ha cogido al entrar en la casa, en la que aún no hay electricidad. Su marido murió el pasado 17 de febrero, una semana antes de la invasión rusa. Tenía 86 años.
—Tuvo suerte de no ver esta guerra.
A dos bloques del edificio donde vive hay un terreno en el que se ven dos montículos de tierra con cruces improvisadas: marcan el lugar donde se enterraron los cuerpos de dos vecinos asesinados. Al lado hay un jardín de infancia donde se llegaron a refugiar, al inicio de la ocupación, cerca de 500 personas. Estuvieron en el sótano de la escuela, un amplio espacio separado en varias habitaciones en las que todavía se ven colocadas hileras de camas y una caja donde se guardaba la comida. Los últimos estuvieron viviendo allí hasta una semana después de la salida de las tropas rusas: tenían miedo de regresar a sus casas.
—Muchos de los que estaban al inicio pudieron salir con las evacuaciones [de principios de marzo]. Nos quedamos 55 personas. Había gente con problemas de movilidad, ancianos. Al principio había también muchísimos niños, pero la mayoría fueron evacuados. Al final quedaron cuatro.
Nos lo cuenta Lora Khvorostinova, periodista de 50 años. Pasó el mes de marzo en ese sótano con su marido, porque su casa estaba en plena línea de frente y las explosiones y ataques eran continuos. Lora explica que los soldados solo permitían salir de ese lugar a las mujeres para que fueran a buscar comida y cocinaran. Recuerda cómo en una ocasión no les permitieron salir. Aquel día, su única comida fue un huevo.
En el mes de ocupación, el grupo de soldados desplegado en la zona rotó en tres ocasiones. Tras la marcha del primer grupo llegaron miembros del Servicio de Seguridad Federal de Rusia, “más agresivos”, dice. Les quitaron los teléfonos y los ordenadores y los destruyeron.
Lora recuerda que durante su encierro hablaron en varias ocasiones con los soldados. Algunos decían que estaban allí para liberarlos, otros simplemente decían seguir órdenes. Uno de ellos, cuenta, le dijo que su abuelo era de Chernígov (norte de Ucrania) e incluso se disculpó.
A la periodista se le saltan las lágrimas cuando habla de los momentos más duros de la ocupación. Dice que en una ocasión los soldados les ofrecieron ser evacuados a Rusia.
—“Seréis libres, ricos, tendréis universidades, coches, casas…”, nos dijeron. Nadie aceptó.
Valeriy y el dolor
En Bucha, el duelo por las muertes de los seres queridos se ha convertido en un camino largo y doloroso.
Es 8 de abril. En el gran patio trasero de una casa en el noreste de la ciudad, siete hombres cavan en presencia de dos policías. Uno de ellos da instrucciones a los demás. Tras varios minutos sacando tierra, las palas tocan un ataúd de madera. El hombre que parece al mando lo toca con tristeza. Es Valeriy, de 68 años, y en el interior del ataúd yace su hijo Oleksey, de 39. Con la ayuda de varias cuerdas, los hombres intentan sacar la caja, pero pesa demasiado. Finalmente, el propio Valeriy fuerza con una palanca de hierro la tapa hasta romperla y sacar el cuerpo de su hijo; el ataúd, vacío, se queda dentro de la sepultura. Valeriy llora. En una carretilla transportan el cuerpo hasta la entrada del patio, donde espera la furgoneta del cementerio. Todo el proceso está inundado de dolor. El cuerpo de Oleksey, que había sido enterrado provisionalmente en el patio de su casa, será trasladado ahora a una morgue para que se le haga la autopsia.
Entre los hombres que han participado en el desentierro está Andriy, de 32 años. Es el hermano menor de Oleksey. Ambos vivían con su padre en esta casa, construida por el propio Valeriy en los años 70. Su madre murió en abril del año pasado, y desde entonces los hermanos permanecían con el padre para ayudarle a superar el duelo. Andriy cuenta que Oleksey fue asesinado el 12 de marzo. Había salido en bicicleta para encontrarse con alguien que iba a ser evacuado de Bucha. Recibió un disparo en la cabeza cuando pasaba por el centro de la ciudad; hasta ahora, no saben si fue un soldado en la calle o un francotirador apostado en un edificio. Al ver que no regresaba, Andriy y Valeriy se aventuraron a buscarlo al anochecer en las inmediaciones de la casa, sin éxito. No se alejaron demasiado: desde las 5 de la tarde hasta la noche solían oír drones de vigilancia.
Al día siguiente, Valeriy cogió su bicicleta y salió a buscar a su hijo, con autorización del Ejército ruso. Aquellos días había en las calles de Bucha soldados con rifles de asalto, grandes ametralladoras, lanzagranadas, camiones de tipo Ural y KamAz, detalla Andriy. Valeriy encontró el cuerpo de su hijo tendido en una calle del centro. Alguien había robado su bicicleta. Trasladó el cadáver a casa en una carretilla.
En las semanas siguientes recibieron la visita de cuatro soldados rusos con un comandante. Eran muy jóvenes, de unos 20 años, y uno de ellos llevaba una ametralladora.
El comandante les hizo muchas preguntas.
—Por qué estábamos aquí, si teníamos armas, si habíamos estado en el Ejército, cuál era nuestra postura ante la guerra…
—¿Qué respondiste?
—Que estoy en contra de cualquier guerra. Se relajó un poco. Dijo que a mucha gente no le gustaba que los soldados estuvieran aquí, que eran muy agresivos hacia ellos. Yo le dije que no tengo nada en contra de los soldados, pero mucho en contra de quienes provocan las guerras. Estuvo de acuerdo, pero creo que nos referíamos a cosas diferentes. Porque yo me refería a Putin y su círculo, y probablemente él pensó que yo me refería al Gobierno ucraniano. Porque muchos de ellos están adoctrinados por la propaganda.
Ruslana y el futuro
Volvemos a la calle Yablunska: allí vive Ruslana, de 10 años, con sus padres, su hermano mayor y su abuela. No pudieron huir porque no tenían coche y pasaron casi toda la ocupación en el sótano. Olga, su madre, cuenta que solo a las mujeres se les permitía salir a por agua y alimentos. Los soldados disparaban a aquellos que salían tras el toque de queda, que normalmente era de 5 de la tarde a 8 de la mañana, dice. Estaban incomunicados, sin cobertura móvil hasta el final de la ocupación.
La pequeña Ruslana va vestida de negro y en torno al cuello lleva un colgante que representa una pequeña guitarra eléctrica. Es una de las pocas niñas que hemos visto en Bucha estos días: la gran mayoría de los menores fueron evacuados tras la llegada de las tropas rusas a la zona. Ella dice que pasó miedo el primer día de la invasión, el 24 de febrero, cuando le dijeron que había guerra en su país. Luego, en el sótano en el que pasaban los días y las noches, sus padres intentaban contarle historias para que pensara en otra cosa. Allí hizo algunos dibujos, dice, pero faltaba papel, así que muchas de las pinturas las ha hecho ahora que ha terminado la ocupación. Sale a buscar una de ellas: es un paisaje montañoso, con un cielo azul violeta. En primer plano hay una casa marrón con el techo a dos aguas, parecida a la casa en la que vive. En el dibujo no hay ninguna persona.
La familia nos lleva a la parte de atrás de su vivienda y nos enseña el gran agujero que dejó un disparo de mortero que cayó en el jardín. A un lado hay un pequeño corral con gallinas y un huerto con cebollas.
Después el padre de Ruslana, Sergiy, nos invita a ver algo que permaneció escondido para los soldados rusos: una colección que incluye medallas de la antigua Unión Soviética, imágenes de Stalin, Lenin y Hitler, una foto del astronauta Yuri Gagarin, antiguos billetes alemanes, una bandera de la URSS, un viejo silbato… Sergiy dice que esta colección es su gran afición, recuerdos recopilados por sus abuelos y bisabuelos. Ahora, a ellos ha sumado una granada vacía encontrada tras la ocupación. Ruslana la agarra entre sus manos.
—La guardaremos como recuerdo. Para nuestros hijos y nuestros nietos —le dice a su padre.
Igor y el silencio
En la misma calle, tres casas más abajo, vive Igor, de 40 años, con su madre Valentyna y su perro Tuzik. El jardín de su vivienda sirvió como aparcamiento para un tanque ruso durante un día y medio. En la acera de enfrente, en una villa que mira directamente a la de Igor, los soldados instalaron un cuartel en el que permanecieron tres semanas. El cristal de una de las ventanas del primer piso aún muestra el agujero que los soldados hicieron para colocar allí una ametralladora. Hasta hace pocos días, unos metros calle arriba yacía tendido en la acera el cadáver de uno de los vecinos de Igor. A él le dispararon en una ocasión cerca de las piernas desde esa ventana, quizá como advertencia por haber salido del sótano; por suerte no le dieron, recuerda.
El interior de la villa ocupada por las tropas rusas está destrozado. En la sala de estar aún cuelga la foto de una pareja el día de su boda, pero todo está revuelto y tirado por el suelo. El sofá cama está desplegado. Hay ropa revuelta, cedés, baldas, cajas vacías de raciones de comida del Ejército ruso, botellas vacías, un uniforme militar. Entre los objetos tirados en el suelo hay una maquinilla de afeitar y a unos metros, sobre la alfombra, mechones castaños de alguien que decidió cortarse el pelo en medio de aquella ocupación. En el piso de arriba el panorama es parecido, con todo revuelto y saqueado en una escenografía con puntos incomprensibles: al lado de la ventana donde colocaron la metralleta hay una tarta y en medio, como si fuera una vela, alguien ha colocado un teléfono móvil.
Igor pasó la ocupación a unos metros de ese cuartel, la mayor parte del tiempo escondido con su madre en el sótano de su casa. Por la noche estaban a entre 3 y 5 grados, dice. Durante los bombardeos, para evitar que les cayeran cascotes, se cubrían la cabeza con un cubo. Explica que al principio los soldados rusos no les autorizaban a salir de los sótanos.
—Solo las mujeres podían salir a por algo de agua, o medicinas, o comida… Para los hombres, era suicida.
Le preguntamos por los cuerpos que yacían a lo largo de la calle.
—No nos permitían siquiera taparlos, eran como un mensaje: “Si estás contra nosotros, te mataremos”.
Disparaban a la gente que salía sin permiso, dice. Algunas familias, continúa, intentaron dejar la ciudad en coches, a veces con carteles que decían: “Niños”. Pero los soldados no se lo permitieron y dispararon contra ellos. Cuenta que las tropas rusas registraron las casas y los teléfonos de los vecinos en busca de fotos o de mensajes sobre Ucrania o sobre el nazismo.
—Todos los hombres, al menos en esta zona, fueron inspeccionados para ver si llevaban tatuajes o tenían alguna simbología nazi.
Los dos días anteriores a la retirada de las tropas rusas, Bucha fue escenario de una lucha sin cuartel. Igor relata cómo desde el sótano oían explosiones y cohetes en diferentes direcciones, explosión de minas, el paso de vehículos armados, soldados corriendo. Hacia las seis de la tarde del 31 de marzo hubo mucho ruido; una hora más tarde, reinaba el silencio absoluto.
Salieron con cuidado de los refugios: no había nadie alrededor. Vieron que los soldados rusos se habían marchado.
—El 1 de abril fue un día de silencio. No había soldados rusos ni ucranianos. Solo silencio.
No tocaron los cadáveres de las calles por miedo a que tuvieran bombas trampa. Había un poco de cobertura, e Igor consiguió llamar por teléfono a su mujer, refugiada en Polonia. Ella le dijo que en las noticias decían que Bucha aún estaba ocupada, pero Igor se lo negó.
—Somos libres —le dijo.
*Con la colaboración de Evelina Riabenko.