Perplejidad. Esa es la palabra que mejor describe la reacción global al atentado en Moscú reivindicado por Estado Islámico. Pronto apareció, sobre todo en la opinión pública occidental, esa extraña solidaridad que consiste en constatar, de forma tautológica, que el terrorismo es igual de malo allá donde se perpetre. Arreciaron las especulaciones sobre Putin, con una inocente pregunta de fondo —¿qué tendrán los yihadistas contra él?—, alimentada por el empeño del presidente ruso en señalar a Ucrania —en su versión particular de “ha sido ETA”—.

Pronto se olvidará este atentado, como todos salvo el 11-S, y la rueda de la actualidad seguirá girando sin que se consiga tejer una explicación. Hasta el próximo zarpazo. Porque así son los atentados terroristas: así son concebidos y así son replicados y representados por los medios de comunicación. Zarpazos incomprensibles atribuidos al mal absoluto, o que el mal absoluto se atribuye. El imperativo moral de condenar una de las peores formas de violencia de las últimas décadas choca entonces con el imperativo racional de entender cuál es el contexto en el cual se producen estos ataques terroristas, que siempre están preñados de historia.

El atentado que ha dejado más de 130 muertos en el Crocus City Hall, a las afueras de Moscú, es un buen ejemplo.

Fuentes de inteligencia estadounidenses atribuyen el atentado, en concreto, a Estado Islámico-Jorasán, la rama de Estado Islámico en Asia Central (ISIS-K). Este grupo es hoy la principal oposición al régimen talibán afgano.