Algunos dicen que olía a ajo, otros a huevos podridos, pero la mayoría coincide en que, aquel 16 de marzo de 1988, la muerte llegó a Halabja (Irak) con olor a manzanas frescas.
La mañana había empezado con un bombardeo ordinario: el Ejército atacaba la ciudad kurdo-iraquí como castigo al apoyo que los peshmerga, las milicias locales, prestaban al enemigo iraní, en guerra con Irak desde 1980. Los 80.000 habitantes de Halabja estaban acostumbrados a ello y, como llevaban haciendo desde hacía años, buscaron refugio en los sótanos y las partes más resguardadas de sus viviendas.
Pasado el mediodía, cuando el estruendo de las explosiones remitió, muchos salieron de sus guaridas a inspeccionar los desperfectos. Comenzaba entonces la segunda fase. Los sonidos cambiaron: el único ruido que hacían las bombas al caer era metálico, como si los proyectiles tuviesen algún desperfecto que…
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