Mosul, frente de batalla, febrero de 2017. Estalla el primer coche bomba. Una gran explosión seguida de una ráfaga de viento atraviesa varias paredes, rompe los cristales y derriba a las personas presentes en una habitación de un edificio cercano.
La onda expansiva nada que tiene que ver con morteros o proyectiles de gran tamaño, porque la explosión se da en la superficie. Es un coche bomba con tanta carga explosiva —a diferencia de los usados en Sirte (Libia)— que ya ni siquiera queda rastro de lo que fue el vehículo: solo se adivina su esqueleto, sus huesos, las pequeñas piezas de chatarra en el suelo, y un enorme cráter: su tumba.
Los coches bomba son el arma más temida en Irak —al igual que lo fueron los kamikazes japoneses en la Segunda Guerra Mundial— porque su uso depende de un hombre que está dispuesto a morir. Contra eso, poco pueden hacer los ejércitos: solo intentar matar al suicida antes de que él mate. Este fue el primero de los tres coches bombas que vi, y que levantaron columnas de humo —en un barrio, en otro, como si fuera una campaña de bombardeos— por toda la ciudad de Mosul.
El segundo ataque fue en plena calle. Unos desplazados escapaban de los combates en Mosul. Si se hubieran retrasado unos segundos en su paso por este lugar, habrían muerto. Todos. Tuvieron suerte. El vehículo entró por la misma calle que ellos abandonaban; y, de repente, un estallido, una bola de fuego incandescente y trozos de metal cayendo desde el cielo. Hombres tirados en el suelo, con miembros amputados; eso los que tuvieron fortuna, porque otros desaparecieron, no quedó nada de ellos. Gritos, desconcierto y un humvee envuelto en llamas. Armados con lanzagranadas, varios hombres empezaron a correr ante la aparición de un segundo coche que venía en nuestra dirección. Atravesaban las calles, entre disparos, con heridos a cuestas. Como testigos del último ataque, y antes de que se produjera el siguiente, quedaban solo un pequeño motor incendiado y un cráter.
Hubo un aviso antes de la explosión del tercer coche bomba. Soldados iraquíes se parapetaron detrás de un vehículo militar con rifles kaláshnikov y lanzagranadas, con la vana esperanza de detener al suicida si decidía tomar ese camino: pero no lo deseaban, porque sabían que ellos también morirían, caras de angustia, silencio absoluto. A pocos metros, ahora sí, una detonación: otra bola de humo y fuego. Un humvee destrozado, carbonizado en un instante. Heridos que corrían entre las llamas para salvarse de otro coche bomba que se dirigía a la zona; un vehículo cercano que empezó a emitir llamas y estalló segundos después; de nuevo gritos, personas que perdieron extremidades, otras reducidas a la nada. Mosul, línea de frente; no hoy, sino cada día. Los combates, los francotiradores, los drones, los morteros… Ningún arma castiga como un solo coche bomba. Porque ataca a lo más íntimo de la gente de Mosul, que se levanta cada mañana sabiendo que puede ser su último día.
Los coches bomba son el terror cotidiano que sufren los civiles y los soldados en la ciudad de Mosul. A diferencia de un combate cuerpo a cuerpo, donde al menos puedes decidir algo de tu destino, en este tipo de situaciones solo existe la suerte, la lotería: por eso los que sobreviven abandonan la ciudad, antes de que sea demasiado tarde. El terror de Estado Islámico consiste en generar ese caos, en crear esa atmósfera de pérdida de control total. Tal y como dijo el general Sacker, de la Policía Federal de Irak, solo hay dos opciones para los soldados en su lucha contra Estado Islámico: “Matarlos o que se maten”. Solo hay algunos miembros de Estado Islámico que son capturados con vida, como el primo del califa, Abu Bakr al Bagdadi. “Nos han vencido en la ciudad; nos vamos a la montaña”, proclamó entonces el líder del grupo yihadista. Mosul solo es la antesala de algo peor que aún está por venir. En una ciudad se lucha calle a calle, se intenta encontrar al enemigo y aniquilarlo; en la inmensidad de las montañas esa tarea es mucho más difícil, como quedó patente en la búsqueda de Osama bin Laden en las montañas afganas de Tora Bora en 2001. Las palabras de Bagdadi son un mal presagio para el futuro de Irak. Mientras, la población de Mosul sufre las consecuencias del delirio de unos pocos.