Bombas contra campos de desplazados, asedio a ciudades y aldeas, carreteras bloqueadas sin paso posible para la ayuda humanitaria. El este de la República Democrática del Congo (RDC) vive atrapado en un bucle interminable de conflictos que se remontan a hace más de tres décadas en un vecindario de alianzas cambiantes y muy marcado por el genocidio de Ruanda.
En esta montañosa y extremadamente bella región, junto a algunos de los Grandes Lagos de África, con zonas de muy difícil acceso y plagada de recursos naturales, operan hoy un centenar de grupos armados distintos y se encuentran 5,6 de los casi siete millones de desplazados del país, una cifra histórica casi récord, de las más altas del planeta. Hay más desplazados internos aquí que en Ucrania; casi los mismos que en Sudán y el triple que en Gaza.
Es fácil perderse en la telaraña bélica del este congoleño, tejida a partir de rivalidades étnicas, intereses territoriales, políticos y del control de minas de oro o coltán. En los últimos dos años ha emergido un nuevo “viejo” desafío para el Estado, que ha disparado los niveles de violencia y agravado la crisis humanitaria estructural. Es el llamado Movimiento 23 de Marzo (M23), que ya en 2012, año de su nacimiento y breve irrupción, tomó temporalmente Goma, la populosa capital de la provincia de Kivu del Norte, y ahora amenaza con volver a hacer lo propio.
En febrero la violencia se ha intensificado, con frentes activos en varios puntos, saturando de heridos de guerra hospitales de lugares como Goma y Minova, y provocando de nuevo el desplazamiento masivo de decenas de miles de personas.
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