La escritora Scholastique Mukasonga tenía dieciséis años la noche en la que logró huir desde Ruanda a la vecina Burundi. Era 1973, y atrás dejaba un país sacudido por el odio y la persecución contra la población tutsi. Ella había sufrido ese odio desde niña: su familia fue deportada en 1960 a Nyamata, al sur de Kigali, donde sufrió la violencia y humillación del conflicto étnico junto con varios cientos de desplazados tutsis. Mukasonga se instaló en Francia en 1992, solo dos años antes del genocidio que acabaría con las vidas de prácticamente todos los miembros de su familia en Ruanda.
Se cumplen ahora treinta años del inicio de los cien días de horror que sacudieron el país entre abril y julio de 1994: cerca de 800.000 tutsis y hutus moderados fueron masacrados en un tsunami de violencia que se había gestado durante años. El genocidio de Ruanda quedó escrito en las páginas más negras del siglo XX. Los verdugos no fueron solo miembros del Ejército o milicianos: muchos civiles hutus, empujados por la propaganda y la espiral de odio alimentada por el Gobierno, empuñaron sus machetes y asesinaron a hombres, mujeres y niños. En ocasiones, eran sus propios vecinos.
Mukasonga perdió a 37 miembros de su familia en la matanza. Para ella, sobrevivir al genocidio significó convertirse “en guardiana de la memoria” de lo que ocurrió en Ruanda
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