La mujer introduce su mano en uno de los pliegues de la tela con la que cubre su cuerpo y su cabello. Extrae un folio doblado por la mitad. Es un dibujo hecho con bolígrafo azul. Una especie de retrato robot en el que un hombre aparece pintado de frente y de perfil. Cabeza rapada, barba larga, un punto grande en la frente.
—Este era el aspecto de quienes nos atacaron. Lo dibujé para que no se me olvide. A muchos no los entendíamos, no eran sudaneses. Había gente blanca, gente de Libia, de República Centroafricana, de Nigeria, de Chad. Nos gritaban “¡esclavos!” mientras mataban a los hombres y violaban a las mujeres. Incendiaban las casas gritando “¡Allahu akbar!”.
Hawa Guma Hamad tiene 49 años, el rostro redondo y una urgencia imperiosa por contar lo que ha vivido, como la mayoría de las decenas de refugiados y refugiadas sudaneses que entrevistamos en la frontera de Chad. Se sientan frente a estos periodistas y comienzan a narrar con detalle el infierno del que huyeron y el abismo en el que se encuentran. Algunos llegan a hacer cola para prestar testimonio. En muchos casos, explican con ansia, es la primera vez que pueden verbalizar su dolor.
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