La mujer introduce su mano en uno de los pliegues de la tela con la que cubre su cuerpo y su cabello. Extrae un folio doblado por la mitad. Es un dibujo hecho con bolígrafo azul. Una especie de retrato robot en el que un hombre aparece pintado de frente y de perfil. Cabeza rapada, barba larga, un punto grande en la frente.
—Este era el aspecto de quienes nos atacaron. Lo dibujé para que no se me olvide. A muchos no los entendíamos, no eran sudaneses. Había gente blanca, gente de Libia, de República Centroafricana, de Nigeria, de Chad. Nos gritaban “¡esclavos!” mientras mataban a los hombres y violaban a las mujeres. Incendiaban las casas gritando “¡Allahu akbar!”.
Hawa Guma Hamad tiene 49 años, el rostro redondo y una urgencia imperiosa por contar lo que ha vivido, como la mayoría de las decenas de refugiados y refugiadas sudaneses que entrevistamos en la frontera de Chad. Se sientan frente a estos periodistas y comienzan a narrar con detalle el infierno del que huyeron y el abismo en el que se encuentran. Algunos llegan a hacer cola para prestar testimonio. En muchos casos, explican con ansia, es la primera vez que pueden verbalizar su dolor.
Como Guma, que está sentada bajo un chamizo en el campo de personas refugiadas de Metché. Los rayos de sol se filtran rabiosos entre las cañas formando una especie de halo a su alrededor. Cada diez o quince minutos, la cámara se apaga por los 43 grados de inclemente calor. La arena del desierto incendia los ojos legañosos de sus nietas y abre en unos pocos días el calzado más resistente como si fuese una flor.
—Mataron a mi esposo, a todos nuestros amigos y vecinos.
Guma lo dice mirando a los ojos, con la espalda erguida. No hay altivez ni abatimiento en la forma de sostener con fuerza su voz y su cuerpo. Sí una forma genuina de acuerpar la dignidad.
—Un lunes de abril llegaron al campo de refugiados en el que vivíamos y empezaron a matar a los hombres. Uno de ellos fue mi marido. El martes atacaron los edificios civiles en los que nos refugiamos las mujeres con los niños. El miércoles lo incendiaron todo. A los hombres y niños adolescentes los detenían y mataban. A las mujeres y a las niñas las violaban delante de sus hijos y de sus esposos. A algunas las dejaban irse. Entonces, miles de nosotras huimos con los niños a un barrio cercano, Ardamata. Pero también ahí nos siguieron. Cuando mataron al gobernador de Darfur, supimos que no había escapatoria y nos vinimos a Chad. Fue el 13 de junio.
Guma explica con detalle cómo comenzó donde ella vivía, en El Geneina, la capital de Darfur Occidental, la tercera guerra civil de Sudán. También es la tercera contienda que ha vivido en carne propia. Cuando ella nació, Sudán se desangraba en una guerra que terminaría con un acuerdo de paz en 2005 y con la escisión de Sudán del Sur en 2011. También es una superviviente del genocidio con el que el dictador Omar al Bashir respondió en 2003 a la rebelión armada de algunas minorías negras de Darfur. Pedían el fin de la discriminación política y económica que sufrían desde hacía siglos y, especialmente, desde el siglo XIX, cuando Sudán se convirtió en uno de los principales mercados de esclavos de África. Más de 300.000 personas, la inmensa mayoría civiles desarmados, fueron asesinadas entre 2003 y 2005. Aquel fue uno de los crímenes de lesa humanidad por los que, por primera vez, la Corte Penal Internacional acusó a un jefe de Estado. Al Bashir nunca fue extraditado y, tras ser derrocado en 2019, cumple condena en su país por corrupción.
—Aún sueño con cómo cortaban las cabezas. No consigo sentirme en paz. Tampoco segura. Aunque estemos en Chad, los milicianos árabes siguen entrando en el campo para robarnos, amenazarnos y asesinarnos.
Guma dobla y guarda el dibujo de su victimario.
Guerra y limpieza étnica
Casi dos millones de personas han huido de Sudán desde que el 15 de abril de 2023 los generales de sus Fuerzas Armadas y del grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés), apoyado por otras milicias árabes, se declarasen la guerra por desacuerdos en el reparto del poder. Era el derrumbamiento final del esperanzador proceso iniciado con la revolución de 2018. Entonces, la supresión de los subsidios al trigo y a los combustibles detonó la rabia de una población asfixiada por la corrupción y la represión del régimen que había desangrado y expoliado el país durante las tres décadas anteriores. Tras ocho meses de protestas, el Ejército y las RSF dieron un golpe de Estado contra el que había sido su principal valedor, el presidente Al Bashir. En la capital, Jartum, cientos de personas mantuvieron una acampada para exigir una transición democrática. La respuesta fue una masacre cometida, según todos los indicios, por el grupo paramilitar en la que fueron asesinadas al menos 127 personas, cientos fueron heridas y más de cincuenta violadas. Dos meses después, la presión sostenida por la ciudadanía sudanesa, respaldada por la Unión Africana y la ONU, logró la constitución de un Consejo Soberano integrado por militares y civiles. Los primeros gobernarían durante veintiún meses y los segundos, durante los siguientes dieciocho. Para entonces, un régimen democrático debía echar a andar. Sin embargo, cuando estaba a punto de finalizar su mandato, el general de las Fuerzas Armadas Sudanesas Abdelfatah al Burhan, lanzó un nuevo golpe de Estado para concentrar en su persona todo el poder. Tras un año de discrepancias sobre los plazos de incorporación de las RSF en el Ejército y sus cuotas de poder en la estructura de mando, sus respectivos mandos arrastraron al país a una nueva guerra.
—Los masalit sufrimos ataques de manera periódica desde los tiempos de Al Bashir. Mucha gente que tuvo que huir entonces se refugió también en esta frontera de Chad —explica Assaig Abubakar, quien, como Guma, vive en el campo de personas refugiadas de Metché, en el este de Chad. Abubakar es abogado y contribuyó con sus investigaciones sobre el genocidio de 2003 a la causa abierta en la Corte Penal Internacional contra el dictador. Como la mayoría de los refugiados de Darfur, pertenece a la etnia africana masalit, de piel muy oscura, la cual, según investigaciones de Human Rights Watch y la agencia Reuters, ha sido objeto de una nueva limpieza étnica a manos de las RSF.
—Esta gente tiene el sueño de crear un Estado exclusivamente árabe. Quieren borrar de todo Sudán el color de piel más oscura.
Abubakar, de casi dos metros de altura y vestido con camisa y pantalón gris de pinzas, está dotado de una presencia y una voz acostumbradas a transmitir autoridad. El jurista explica que su nombre era uno de los 500 que las RSF incluyeron en una lista con los objetivos prioritarios a aniquilar a su llegada a El Geneina, donde la mayoría de sus habitantes eran masalit hasta este último éxodo masivo.
—Éramos abogados, activistas, políticos, académicos… Querían acabar con la gente más preparada para facilitar el vaciado del territorio. Porque no es solo racismo. Todo el mundo sabe que también quieren los recursos de nuestra tierra: petróleo, oro, agua —recuerda con tono pedagógico.
De hecho, Al Bashir recompensó a las entonces llamadas milicias Janjaweed por sus servicios durante el genocidio con la cesión de varias minas de oro. En 2011, para diluir su sangriento legado, esas milicias cambiaron su nombre por el de Fuerzas de Apoyo Rápido. Ahora ya cuentan con más de 100.000 combatientes. El Ejército sudanés, con 200.000.
Las RSF reciben apoyo de Emiratos Árabes Unidos, de Israel, de la Libia controlada por el comandante Jalifa Hafter y de Rusia a través de los mercenarios del Grupo Wagner, según varios think tanks norteamericanos e informes de la Oficina de Inteligencia de Estados Unidos. En uno de ellos, el órgano gubernamental alerta de que la presencia de mercenarios llegados de distintos países del Sahel ha convertido a Sudán en un nuevo hub para el yihadismo. Del lado de las Fuerzas Armadas de Sudán se encuentran Egipto y Ucrania, que incluso han enviado drones armados. Una internacionalización de los intereses implicados en el conflicto que dificulta las negociaciones y su resolución.
Territorio y conflicto
Pero el odio entre las poblaciones árabes y negras de Darfur no se explica solo por la pugna por los recursos del subsuelo, ni por un racismo atávico que ha posibilitado la práctica de la esclavitud hasta nuestros días.
—El conflicto tiene su origen en el acceso a las tierras y a los recursos hídricos. En el pasado, las comunidades árabes se dedicaban al pastoreo nómada. Se desplazaban buscando las tierras en las que mejor podía pastar su ganado. Por su parte, los africanos [la población negra] son, principalmente, agricultores sedentarios.
Lo explica por videoconferencia Toby Harward, coordinador de la respuesta humanitaria de las Naciones Unidas para Sudán. Se encuentra radicado en Farchana, otra de las ciudades chadianas que ha acogido a decenas de miles de refugiados y refugiadas.
—Los árabes solían estar en el desierto del Sáhara durante la estación de lluvias porque había suficiente follaje para sus animales —continúa—. Después viajaban al sur, una vez que se habían recogido las cosechas. Entonces, los árabes nómadas prestaban sus camellos a los agricultores para llevar las cosechas a los mercados y estos permitían al ganado comerse los restos de la producción agrícola. Era una relación simbiótica que se daba en todo el Sahel. Pero a partir de los años 60 y 70 y, especialmente, de la sequía de 1984, comenzaron los conflictos por el uso de la tierra. Ambas comunidades se encuentran desde entonces bajo una amenaza existencial: los agricultores sienten que el ganado destruye sus cosechas y los árabes que su vida tradicional está en riesgo por las sequías y por el cambio climático, que les obliga a vivir en la tierra de los agricultores sedentarios.
Se trata de la misma disputa que está azuzando conflictos como el que sufre Mali desde hace una década y que alentará otros nuevos si los países ricos no destinan recursos para que la región del Sahel, la más castigada por la crisis climática, implemente medidas de mitigación y adaptación.
—En los años 80, el coronel libio Muamar el Gadafi apoyó a varios grupos rebeldes que luchaban en la guerra civil de Chad. Envió muchas armas que terminaron en manos de diferentes grupos de Darfur. Los sistemas tradicionales que gobernaban la región se fueron derrumbando mientras el Gobierno de Sudán no hacía nada porque nunca prestó atención a esa parte del país.
Harward agradece la oportunidad de explicar el origen de un conflicto que, por su perpetuación durante décadas y por la brutalidad empleada por sus actores, a menudo ha quedado reducido en el imaginario internacional a una disputa étnica salvaje e irresoluble.
—En 2003, cuando Al Bashir armó a los árabes locales para combatir la rebelión de los grupos africanos, lo que hizo fue manipularlos para su propio beneficio. Y, por supuesto, intensificar las fricciones. Las consecuencias llegan hasta hoy.
Harward es el responsable de negociar, a diario, la ayuda de entrada humanitaria en Sudán tanto con el Ejército como con las RSF. Ambos actores están usando los alimentos y las medicinas como arma de guerra en un país en el que más de 18 millones de personas sufren niveles agudos de hambre y 25 millones, más de la mitad de su población, dependen para su supervivencia de la ayuda humanitaria. La misma que también llega con cuentagotas a los más de dos millones de personas que han tenido que refugiarse en los países del entorno. El 90%, mujeres, niños y niñas.
“No les importamos”
—Es humillante. Antes creíamos en la protección de la comunidad internacional. Pero ahora no, ni siquiera aquí en Chad me siento seguro. Si mi vida dependiese de la comunidad internacional estaría muerto, ¡muerto! No les importamos. Hasta esta entrevista, no ha habido nada, ninguna vía para tener voz ni ningún equipo que haya venido para entrevistarnos, para ver cómo protegernos.
Abubakar mira a su alrededor y sacude las manos. No ve signos de que realmente exista el derecho internacional que tanto estudió y que le debería amparar como refugiado y como defensor de derechos humanos amenazado. En este secarral en el que el Gobierno de Chad ha reubicado a 50.000 de los más de 650.000 sudaneses que ha recibido en el último año, la miseria iguala las condiciones de vida de los autóctonos con las de los recién llegados. Mientras algunos de los refugiados han recibido unas casetas metálicas de la ONU donde resguardarse, sus vecinos chadianos viven en casas de adobe. Algunos crían pollos y cabras con los que alimentarse y comerciar. Uno de cada tres habitantes de Chad vive en una situación de pobreza extrema, según datos del Banco Mundial. Especialmente en las zonas rurales y apartadas de la capital, como esta frontera oriental, donde su población sobrevive con insuficiente agua, sin electricidad, ni saneamientos, ni escuelas ni centros de salud.
—Aquí no hay diferencias entre sudaneses y chadianos. Somos los mismos. Antes de la guerra ya era normal el tránsito de un país al otro. Todos sufrimos la falta de comida, de agua, de trabajo. Por eso nos hemos unido para pedir a todas las organizaciones del mundo que vengan, que creen colegios e infraestructuras para que podamos prosperar —dice Mohamed Adam Garad, imán en una de las decenas de aldeas dispersas que conforman Metché. Con otros almuecines sudaneses y chadianos, ha formado una asociación para promover la convivencia. En 2005 Chad se hundió en su propia guerra civil durante cinco años, y la violencia de las RSF siempre se ha dejado sentir a este lado de la frontera. Muchos chadianos se han afiliado a las milicias árabes por afinidades tribales y, también, como fuente de ingresos por la falta de oportunidades.
—Apenas salimos de la choza porque nos pueden matar en cualquier momento. Van en sus motos, paseándose por el campo, amenazando, robando, amedrentando, asesinando. Ya han matado a diecisiete refugiados en este campo. Y saben lo que estamos haciendo.
Mohamed (nombre ficticio para proteger su identidad) tiene treinta años, estudió Derecho en la Universidad de El Geneina y es uno de los activistas de la asociación Roots for Human Rights and Monitoring Violations, dedicada a denunciar la persecución de las minorías negras en Sudán.
—Mataron a veintiséis de nuestros compañeros cuando comenzó la guerra y ahora van diciendo por El Geneina que van a acabar con todos nosotros porque enviamos informes sobre la limpieza étnica a los medios internacionales —explica tras acabar su jornada laboral como vigilante para una de las escasas oenegés que prestan asistencia humanitaria en Metché.
Mohamed entrevista a supervivientes, recopila datos de personas desaparecidas, ejecuciones extrajudiciales, víctimas de violencia sexual. A falta de ordenador, los escribe en su teléfono y así se los envía al resto de sus compañeros, que viven juntos en el campo de Adré, la principal puerta de entrada a Chad desde Darfur. Allí, constatamos cómo pasan sus días sistematizando toda la información recogida y enviando notas de prensa a medios que se han hecho eco de sus investigaciones, como Al Jazeera o Le Monde.
—Hemos documentado los casos de más de 5.000 desaparecidos. Si nos matan, que nos maten. Ya hemos visto cómo le hacían cosas mucho peores a nuestros familiares —dice Mohamed con un aplomo seco, afilado, sin inmutarse cuando una mosca se empeña en posarse una y otra vez sobre su párpado. Su voz suena cada vez más sombría.
En las grabaciones de aquellos cuatro días de entrevistas en Metché hay otra voz registrada, que ha ido traduciendo al inglés cada encuentro y que cada vez suena más apagada. Es la de Ahmed Salih Abaker, un joven 23 años que estudiaba Salud Pública en la universidad cuando comenzó la guerra. Pese a los combates y los bombardeos, consiguió permanecer en El Geneina durante la primera ofensiva, que tuvo lugar entre abril y junio de 2023. Pero en noviembre, las RSF terminaron de tomar la capital tras asesinar a entre 800 y 1.500 personas, según diversas investigaciones internacionales. Tras ver cómo se llevaban detenido a su hermano, Salih consiguió escabullirse en la marea de miles de mujeres, niñas y niños que se encaminaron a la frontera de Chad.
—En un contexto así, si no eres muy paciente te vuelves loco. Por cómo estaba sufriendo mi familia, por la muerte y huida de tantos amigos, durante meses tuve que convencerme de que era muy fuerte. Pero tras la desaparición de mi hermano, cada vez que pienso en él me pongo a llorar.
Hasta este momento, Salih ha traducido con precisión todas las atrocidades que sus vecinos y vecinas necesitaban verbalizar como si se encontrasen ante un tribunal. Lo ha hecho sin deslizar ningún comentario o gesto que trasluciera que él también transita por todo ese dolor. Hasta que, tras despedir a un entrevistado, pide sentarse y hablar.
—Detuvieron a mi hermano y a mi primo y se los llevaron. Nunca más hemos sabido de ellos. Quemaron nuestra casa. Tuvimos que huir a pie, sin nada, mientras nos disparaban. Cuando llegamos a Adré, lo primero que hicimos mi madre y yo fue buscar el Comité Internacional de la Cruz Roja para registrar la desaparición de mis familiares. Lo hemos perdido todo, pero nada me importa salvo volver a saber de mi hermano —dice, forzando una sonrisa quebrada.
Hay otra cuestión que le angustia.
—¿Sabes cómo podría viajar a Europa? Aquí todos nos queremos ir, pero no tenemos dinero para hacer el viaje. Sé que es muy peligroso. Tengo amigos que llevan meses atrapados en Libia. Y otros que han muerto en el mar. No me gustaría hacerlo así. ¿Sabes si hay otro modo?
Lo dice con voz tan bajita que apenas es audible. Explica que tanto en el campo de Adré, donde vivió los primeros meses, como en el de Metché, adonde llegó a principios de febrero, los jóvenes no hablan de otra cosa. En realidad, dice, es una fantasía, una historia con la que matar un tiempo eterno con el que no pueden hacer nada: ni trabajar, ni cultivar, ni pastorear. Solo esperar lo único que pueden esperar: que finalmente el Programa Mundial de Alimentos de la ONU recaude los fondos necesarios de los países ricos para realizar el reparto mensual de cereal y de frijoles. Y ya está. No hay nada más que hacer en medio de esta planicie a la que han sido desterrados. Los camiones de ayuda humanitaria tardan más de cuatro días en llegar desde Yamena, la capital de Chad. Los responsables de las oenegés estudian qué harán cuando los caminos de tierra queden intransitables durante la temporada de lluvias.
El desgaste de la ayuda
—En unos meses llegarán los mosquitos por las precipitaciones y tendremos el pico de contagios de malaria. Y entonces la situación de malnutrición se agravará exponencialmente —advierte Cordula Haeffner, responsable del hospital de malnutrición que Médicos Sin Fronteras ha construido en Metché, tanto para la población refugiada como para la local. Allí, una decena de niños y niñas permanecen ingresados por malnutrición severa. Sus madres temen que, una vez recuperados, vuelvan a enfermar no solo por la escasez de alimentos, sino también por la falta de condiciones de salubridad mínimas. Por eso, además de clínicas y centros hospitalarios, Médicos Sin Fronteras ha tenido que destinar varios millones de euros a abrir decenas de pozos e instalar cientos de letrinas en los campos para reducir el riesgo de infecciones, el otro gran detonante de la malnutrición y de enfermedades como la Hepatitis E. Una inversión que la oenegé ha podido asumir gracias a los fondos que les aportan sus socios y socias, mientras los gobiernos más ricos han decidido desatender una de las crisis humanitarias más graves del mundo.
Estados Unidos, la Unión Europea y Alemania, los principales financiadores de Naciones Unidas, han priorizado los conflictos más determinantes en el corto plazo para sus países: Ucrania y Gaza. En 2023, por primera vez desde su fundación, la ONU recibió menos fondos para emergencias humanitarias y para combatir el hambre que en el año anterior. Una tendencia que diversos expertos atribuyen al desgaste del concepto de “necesidad”, especialmente para regiones o países empobrecidos como Darfur o Sudán, de los que la opinión pública sólo suele ser informada cuando sufre hambrunas o conflictos. Destinar fondos a paliar sus consecuencias no reporta votos ni reputación porque se los percibe como agujeros negros de violencia y destrucción. Tal es el desinterés, que el Programa Mundial de Alimentos trabaja con fondos a un mes vista, sin saber si en el siguiente podrá realizar un nuevo reparto de raciones cada vez más escasas, destinadas apenas a contener las hambrunas que creíamos superadas en la década de 1990.
Mohammed Abdel Abduma vivía del comercio de víveres en El Geneina y ahora se ha convertido en uno de los coordinadores del campo de Metché. Está intentando crear, con otros refugiados y refugiadas, una serie de normas de seguridad ante los crecientes casos de agresiones sexuales a las mujeres y niñas cuando se adentran en el desierto en busca de leña. La mayoría los atribuyen a los milicianos de las RSF; unos pocos, a delincuentes chadianos; casi nadie acepta que también puedan ser cometidos por otros exiliados. También han puesto en marcha grupos de mujeres para apoyar a las supervivientes de la violencia sexual. Pero a Abdel le exaspera tener que seguir abordando las urgencias del presente sin poder vislumbrar un retorno en el futuro.
—No queremos depender de la ayuda exterior. No la necesitamos. Es humillante que la vida de nuestros hijos dependa de si el mes que viene va a llegar comida donada o no. Lo que necesitamos es que todos los extranjeros que están combatiendo en nuestro país se marchen. Que los países que envían armas, dinero, soldados, dejen de hacerlo. Si no, nunca vamos a poder volver a nuestro hogar —ruega a modo de advertencia.
Y lanza una pregunta retórica.
—¿Por qué no hablan de eso los países que, supuestamente, están promoviendo las negociaciones de paz?