“Entrar en Oriente Medio es la peor decisión que se ha tomado nunca en la historia de nuestro país”.
No es la reacción de un opositor de Trump a su ataque recién lanzado contra Irán, sino una frase que el propio Trump escribió en sus redes sociales en 2019, durante su primer mandato como presidente de Estados Unidos.
“Fuimos a la guerra bajo una premisa falsa y ahora desmentida, las armas de destrucción masiva. ¡No había ninguna!”, escribió entonces, en alusión a la invasión de Irak de 2003. Su actual directora de inteligencia nacional, Tulsi Gabbard, dijo hace unas semanas que Irán no estaba construyendo la bomba nuclear, pero él ya se ha encargado de decirle que está equivocada.
Con su retórica, Trump ha llevado las contradicciones a límites intolerables para el sentido común, una facultad individual y colectiva con cada vez más desprestigio en todo el mundo. La palabra “paz” ha sido la más repetida en el corto pero denso camino que ha llevado a Trump a atacar Irán, solo cinco meses después de tomar posesión por segunda vez como presidente de Estados Unidos. Pese a las amenazas, Irán fue el país con el que no se atrevieron sus predecesores.
“Irán, el matón de Oriente Medio, ahora debe hacer la paz”, ha dicho Trump en su comparecencia en la Casa Blanca para contar que había empezado la guerra.
Antes y después de las elecciones, Trump se ha presentado como pacifista y pacificador, mediador y estadista. En Gaza, en Ucrania, en Cachemira, en la República Democrática del Congo. Porque una de sus obsesiones es ganar el premio Nobel de la Paz. “Tendría que haberlo ganado cuatro o cinco veces”, dijo hace poco. Pakistán, de hecho, anunció ayer —antes de saber del ataque— que lo nominaría a ese premio tan deseado. Estratagema tan irónica como brillante: la India, teórico aliado de Estados Unidos, no reconoció a Trump su papel en la mediación con Pakistán tras el atentado en Cachemira de hace unas semanas, que enfrentó a las dos potencias nucleares del Sur de Asia. Pakistán quiere que el conflicto de Cachemira se internacionalice, y esta es su forma de agasajar a Trump.
Es el realismo político, que vuelve una y otra vez. La paz es su gran víctima. La paz ha sido manipulada, una vez más, para hacer la guerra, esta vez en Irán. Pero las últimas semanas de diplomacia internacional —por llamarla de alguna manera— contienen una dosis de cinismo adicional. Hay una nueva pirueta. La guerra produce la paz, por lo tanto es parte del mismo proceso de pacificación, que se mantiene impecable.
Más del discurso de Trump: “Habrá o bien paz o bien tragedia para Irán, mucho mayor que la que ha sufrido en los últimos ocho días”. Lo ha dicho también el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, eufórico al conseguir arrastrar a Estados Unidos a esta guerra: “Primero viene la fuerza, luego viene la paz”.
El ataque de Israel al que ahora se suma Estados Unidos se produjo justo antes de una nueva ronda de negociaciones sobre el programa nuclear iraní, el mismo que está siendo atacado ahora mismo. Es otra de las consecuencias de este ataque: en los procesos de paz, se penaliza la voluntad de negociar y se premia la violencia o la fuerza de la cual se dispone. La teoría de la disuasión de la Guerra Fría, más viva que nunca: si no quieres que te ataquen, consigue el arma (atómica).
La invocación de la paz para organizar la violencia no solo es cínica, sino que también causa confusión por estar descaradamente desubicada. Para describir la propaganda de George W. Bush con Irak se tiró de ironía y se acuño el término “armas de engaño masivo”. Con Trump desaparece el miedo al engaño, porque dice una cosa, la contraria y la contraria de la contraria, hasta que la verdad —y la mentira— se disuelven. Y nadie sabe qué pensar.
“¡Es hora de la paz!”, escribió Trump en sus redes sociales después del ataque.
Veamos en qué consiste esa paz, o sea, ese ataque.
El ataque va más allá del programa nuclear iraní
Tan solo dos días después de anunciar que necesitaba dos semanas para pensárselo, Trump lanzó un ataque con bombarderos B-2 contra las tres grandes instalaciones nucleares de Irán: Natanz, Fordo e Isfahán. Natanz y Fordo son en teoría dos centros de enriquecimiento de uranio, y en Isfahán es donde Irán supuestamente esconde el uranio ya casi listo para fabricar la bomba. La operación ya ha sido bautizada con el ampuloso nombre de “Martillo de Medianoche”. El relato oficial dice que Israel no tenía la capacidad de destruir el programa de enriquecimiento de uranio en Fordo, cavado en un subsuelo montañoso al sur de Teherán, y por ello necesitaba la ayuda de su aliado, que ha acabado lanzando sus bombas convencionales más potentes —GBU-57, la bomba antibúnker— contra una instalación nuclear.
Parece una temeridad, por usar un eufemismo. Irán ya ha asegurado que no se han producido fugas radiactivas.
El ataque se ordenó sin la aprobación previa del Congreso, y obviamente sin ningún tipo de papel de Naciones Unidas. Aquellos tiempos en los que se fingía que la legalidad internacional importaba ya pasaron. Se han traspasado tantas líneas rojas que toda apelación al derecho internacional humanitario o las leyes de la guerra es ridícula. Quizá porque se convirtió en una jerga elitista que tampoco sirvió para detener las guerras. Quién sabe.
Siempre rimbombante, Trump dijo que el ataque contra Irán fue “un éxito militar espectacular”. En intervenciones anteriores, ya sean limitadas a ataques aéreos o con botas sobre el terreno, el problema nunca fue el primer impacto. La superioridad militar y tecnológica de Estados Unidos es incontestable: Kabul y Bagdad cayeron pronto. El problema es el día después.
¿Significan estos ataques la eliminación del programa nuclear iraní? ¿Lo conseguirán al menos retrasar? ¿O quizá lo acelerarán? ¿Quién convence ahora a Irán de que debe sentarse a negociar y entregar todas sus armas?
Estas preguntas son omnipresentes, pero el pasado grita a voces que detrás de ellas hay otras más importantes. El objetivo es derrocar el régimen iraní. El objetivo, como dijo Netanyahu después del 7 de octubre, es redibujar el mapa de Oriente Medio. ¿De qué forma? Los escenarios que se abren a partir de ahora no parecen haber sido demasiado calculados. Pero hay un eco que llega del pasado. De Irak y Afganistán.
La historia no se repite, pero rima.
EEUU, de guardián global a agresor caprichoso
El cisma en la derecha y la ultraderecha estadounidense alrededor de la guerra de Irán no es chismorreo político. Describe la historia reciente de la acción exterior de Estados Unidos, que sigue siendo, pese a todo, la mayor potencia mundial.
Destacadas figuras del movimiento Make America Great Again (MAGA) que llevó a Trump al poder se declaran aislacionistas. Es una retórica que Trump ha usado con eficacia y frecuencia, tanto en el ámbito económico como en el político, a veces con la cacareada paz de trasfondo. Tanto su exasesor Steve Bannon como el periodista Tucker Carlson, estandartes de la extrema derecha, han declarado públicamente su oposición a esta guerra, que no nace de su voluntad de hacer un mundo mejor sino de la coherencia ideológica que subyace a su nacionalismo exacerbado. Estados Unidos no debe resolver los problemas del mundo ni gastarse el dinero en aventuras militares.
Otros sectores de la derecha dura, del Partido Republicano y más allá, le han pedido a Trump que ataque. Imposible no pensar en los “neocon”, esa corriente ideológica que en los albores del siglo XXI llevó en volandas a Bush a invadir Afganistán —directamente ligado a los atentados del 11-S— y a Irak —que no tenía absolutamente nada que ver—. Los halcones de la guerra contra el terrorismo han vuelto a levantar el vuelo estas semanas.
La pelea no es menor. Tiene que ver con el papel global de Estados Unidos. Después de la vuelta de los talibanes al poder en Afganistán en 2021 y de la retirada militar norteamericana por la puerta de atrás, el fracaso fue tan sonoro que se especuló con el “fin de la era americana”. Estados Unidos era y seguiría siendo durante un tiempo la principal potencia militar y económica del mundo, pero su era de supuesto guardián protector, heredera del nuevo orden mundial de la década de 1990, parecía llegar a su fin. Se acabaron las botas sobre el terreno, se acabaron las grandes aventuras militares. Otros actores empiezan ya a ocupar el espacio. Es hora del repliegue.
El ataque contra Irán es una vuelta de tuerca en ese proceso histórico. ¿Hacia dónde? ¿Es posible una síntesis nacionalista-militarista-trumpista? ¿Es este, en realidad, otro síntoma del declive del poder estadounidense? ¿Son los estertores del imperio? ¿O estamos simplemente a expensas de lo que le dé la gana a Trump? No lo sabemos. Pero el presidente de Estados Unidos quiere dejar claro que su país manda, o más bien que él mismo manda, y si quiere puede atacar. Atacar es una forma de poder. Trump proclama que no quiere cambiar la ideología de sus aliados en el golfo Pérsico, que no quiere llevar la democracia a todos los rincones del planeta, que no quiere repetir el tan denostado nation building de Bush. Pero no va a renunciar al recurso de la fuerza. Trump quiere ser rey, jefe militar y Nobel de la Paz. Todo a la vez.
Su paz es la guerra de todos.
La reacción de Irán
Desde el inicio de los ataques de Israel, 400 personas han muerto y 3.000 han resultado heridas en Irán, según dijo ayer el Ministerio de Salud. Los ataques de Irán contra Israel se han saldado con decenas de muertos. Irán no es Hamás: con 90 millones de habitantes, es una de las grandes potencias de Oriente Medio, pero su poder militar y político se ha tendido a exagerar, quizá fruto de la propaganda de los que quieren acabar con el régimen sea como sea.
Irán está más débil que nunca, y sus rivales lo saben. Netanyahu no quiere desaprovechar la ocasión. El llamado eje de la resistencia está partido, si es que aún existe. El principal aliado de Irán en la región era el brutal régimen de Bashar al Asad, que cayó en diciembre de 2024. Israel descabezó a Hezbolá, pieza fundamental de Irán en el tablero de Oriente Medio, a través de la cual podía golpear indirectamente a sus enemigos. Solo le quedan los hutíes en Yemen. Irán está prácticamente solo y ahora debe reaccionar.
El régimen está atrapado entre una solución mala y otra aún peor. Con su líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, escondido y amenazado de muerte por Israel y Estados Unidos, Irán se enfrenta al dilema de cómo responder a los ataques de Estados Unidos. Puede golpear, como ha hecho en el pasado, a los intereses occidentales en la región. Se calcula que hay unos 40.000 soldados de Estados Unidos desplegados en bases en Oriente Medio. Sobre la mesa está, una vez más, la posibilidad de cortar el estrecho de Ormuz y bloquear un tercio del comercio mundial de petróleo, esa sangre que corre por las venas del capitalismo, pero eso no solo ahogaría a sus enemigos, sino también a China, supuesto aliado.
Si el golpe contra Estados Unidos o Israel es demasiado duro, la guerra empeorará, y el régimen iraní sabe que tiene las de perder. Si es demasiado blando, puede perder legitimidad ante su pueblo y capacidad de intimidación frente a sus enemigos. Pase lo que pase, este ataque tendrá consecuencias a largo plazo. Aunque Trump golpee y se eche atrás, algo que tampoco es descartable, la percepción es algo esencial en estos escenarios. Y la percepción de Irán y del mundo es que Estados Unidos, otra vez, ha entrado en Oriente Medio.
Por último, aunque quizá debería ser lo primero. En paralelo, siguen los ataques de Israel contra la población civil palestina. Ahora que es más difícil mirar a Gaza, el nivel de violencia es incluso más alto que el de hace una semana. En el manual de Netanyahu y de Trump tiene un lugar privilegiado la estrategia de la inundación. De palabras, de contradicciones, de acusaciones, de bombas, de guerras. Cada peldaño que se sube hace que la gente se olvide del anterior.
Se están pulsando todas las teclas, de forma alocada, violenta y casi arbitraria, para que se reinicie el sistema.
¿Qué veremos cuando se encienda la pantalla?