—Mi hijo de tres años estaba en shock. ¡Dejó de hablar! Poco a poco ha ido recuperando el habla…
Inna Gladko, de 43 años, habla de la reacción psicológica de su hijo Dima a la guerra, en concreto a las bombas que caían sobre Ia ciudad de Izium, escenario de algunos de los combates más duros de este conflicto. Pero parece que Inna no hable de su hijo, sino de Ucrania entera.
Dos años después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, la guerra entra en una nueva fase en la que —como ha ocurrido a pueblos en medio mundo— la resistencia se convierte en algo cotidiano. No la resistencia militar, ni siquiera la nacional, sino la psicológica. Atrás queda el primer impacto: ahora Ucrania, como Dima, empieza a abrir los ojos, a asumir la realidad y a afrontar una carrera de larga distancia en la que estará más sola que al principio.
Este es el panorama después de dos años: 14,6 millones de personas necesitan algún tipo de asistencia humanitaria, entre ellas 3,7 millones que han tenido que desplazarse a otros lugares dentro de Ucrania. Casi 6 millones han huido a países europeos, con constantes movimientos pendulares de ida y vuelta. La población atrapada en zonas ocupadas por Rusia que fueron reconquistadas por Ucrania —algo cada vez menos frecuente, dados los escasos avances militares del Ejército ucraniano en los últimos meses— sufrió un apagón físico y emocional. Sobrevivió a ataques contra ciudades que quedaron completamente destruidas y cuyas calles se llenaron de cadáveres. El miedo aún no ha podido salir de sus cuerpos. Millones luchan por reconstruir sus vidas, sus casas, pero la incertidumbre alimenta su angustia.
La reacción nacionalista primigenia, llena de fervor y energía, sigue viva, pero la fatiga —y con ella las dudas— ya ha hecho acto de presencia. Este proceso de duelo colectivo —aunque se luche por él, es evidente que han perdido a su país tal y como era antes— viene acompañado de un escenario militar preocupante: la archipublicitada contraofensiva ucraniana se halla, por decirlo con un eufemismo, estancada. Y hay incertidumbre, en un año electoral en Estados Unidos y la Unión Europea, sobre qué apoyo seguirá brindando un Occidente dividido y pendiente de Gaza.
Ucrania está en ese peligroso momento en que los traumas se esconden bajo la alfombra. Es la consecuencia de un proceso cínico que corroe el mundo: la normalización de la guerra.
Quedarse mudo
Más allá de los edificios derruidos, los puentes volados o las ventanas rotas, la guerra transforma los espacios de forma insospechada. A lo largo del centro y este de Ucrania se extiende una red de guarderías, escuelas y recintos culturales que se han reconvertido en centros para dar asistencia a las personas desplazadas. Una asistencia humanitaria que no solo es a base de tiritas, sino de actividades sociales y lúdicas para curar la mente.
Con un inequívoco letrero en el frontispicio que dice “Biblioteca”, este edificio en las afueras de Izium —ciudad que fue recuperada por Ucrania en septiembre de 2022— sirve de punto de auxilio y reunión para las familias que buscan reconstruir sus vidas. En sus tripas hay un teatro con cortinas de un verde gastado, parquet rayado y niños y niñas haciendo coreografías. En la sala contigua, más niños rodeados por calabazas cortan y pegan papeles en un aula con pupitres de madera, pizarras y juguetes. No es una guardería pública: varias organizaciones acogen a los niños y niñas para que pinten, se socialicen —la guerra les está haciendo perder sus habilidades sociales—, sean visitados por logopedas y, sobre todo, para que jueguen.
Los mayores también necesitan recuperar el tiempo perdido. Recuperar la cabeza. En una de las salas del centro —más fría y desangelada que el teatro con sabor soviético o la colorida aula infantil—, dos Innas se encuentran. Una es Inna Suzova, psicóloga de Médicos Sin Fronteras; la otra es Inna Gladko, su paciente y la madre de Dima, el niño que enmudeció con las bombas.
El problema que más atormenta ahora mismo a la segunda Inna es burocrático, el mismo que devora las mentes, de una u otra manera, de las personas que se mueven en todo el mundo. Inna Gladko es de Kunje, una localidad a algo más de veinte kilómetros de Izium. Tiene un documento que certifica que su casa quedó “dañada” a causa de la guerra, pero no “destruida”, y por eso tiene problemas para registrarse como desplazada en Izium, lo cual le daría acceso a ayudas sociales. No lo logra y el papeleo la está dejando exhausta. Es urgente el registro, porque Dima no está solo: también está su hermana Anastasya, de 6 años, y su hermano Dennis, de 16 —la hermana mayor, Alona, de 25 años, no vive con ellos—. Su marido murió. Y ella apenas tiene recursos económicos.
—Se llevaron hasta el horno que teníamos en casa —dice mientras me enseña en el móvil la foto del hueco donde estaba—. ¿Por qué hicieron eso? No he vuelto a ver la casa. Me gustaría volver y arreglarla, pero mi hija mayor fue a verla y dijo que no vale la pena, que costaría más reconstruirla que hacer una nueva.
Cuando estalló la guerra, la familia decidió dejar Kunje atrás y mudarse a Izium en busca de una seguridad que pronto se reveló mentirosa. Las bombas empezaron a caer en Izium, hasta que fue invadida. Junto a Bucha, se convirtió en uno de los símbolos de la guerra de Ucrania, sobre todo por el reguero de muerte y destrucción que dejaron a su paso las tropas rusas. Inna estaba allí, con su familia, cuando Izium fue ocupada por Rusia. Fue el momento en que algo se rompió dentro de Dima.
—Nos empezamos a mover de un sótano a otro, de un refugio a otro. Nos escondimos en el sótano de una casa y se sucedían los bombardeos aéreos de Rusia. Cuando caían las bombas, mi hijo las contaba. Hasta que, de repente, debido a las explosiones, empezó a caer polvo del sótano. Entonces dejó de contar… Hubo ataques toda la noche, hasta las cinco de la mañana. Cuando nos levantamos no había conexión de internet, la torre estaba dañada, no había electricidad, y la gente decía que las fuerzas rusas estaban entrando en Izium. Ya controlaban parte de la ciudad.
Huyeron junto a unos conocidos a Kramatorsk. Inna suspira, porque la mala suerte —o más bien la guerra— la perseguía: hubo un ataque ruso contra la estación de trenes de esa ciudad. Moverse con los niños era difícil: Anastasya tenía fiebre, Dima —que en lugar de celebrar su cumpleaños, como haría cualquier niño de su edad, tuvo que pasar ese día huyendo de las bombas— seguía sin hablar. Se movieron a otras ciudades: Poltava, Ternópil. Inna era consciente de que sus hijos necesitaban apoyo psicológico, y lo buscó, pero prácticamente no lo encontró. En agosto de 2023 decidieron volver a una Izium aún en proceso de reconstrucción. Allí empezaron a visitar el centro cultural en el extrarradio que esconde un teatro y una guardería y hasta salas de terapia. Allí conoció a Inna Suzova, la psicóloga de Médicos Sin Fronteras. Allí empezó a respirar.
—Hasta entonces Dima solo decía “mamá” —dice su madre—. Con la ayuda de Inna, poco a poco empezó a decir palabras cortas y a contar en inglés. ¡No sé por qué contaba en inglés! Contaba hasta cinco. Me da igual en qué lengua sea, me aliviaba que dijera algo. Poco a poco ha ido mejorando. Inna me dijo desde el principio que lo abrazara, que le hablara, que era algo psicosomático. Desde que llegamos aquí, llenó a los niños de emociones positivas, y enseguida se pusieron muy contentos. No solo les ayudó a ellos. A mí también me ayudó.
Es la hora de recoger a los niños de la escuela. En realidad no es una escuela, sino un centro provisional gestionado por otra organización. Está a algo más de un kilómetro de aquí.
Inna acompaña a Inna.
En el patio los niños juegan a encestar bolas en un barco pirata. Se lanzan esas bolas peludas que se quedan pegadas a discos con velcro. Salen Anastasya y Dima de la manita, con sus chaquetas relucientes. Emprenden el camino a casa. Pasan al lado de una iglesia ortodoxa, atraviesan veredas con casitas a los lados. La psicóloga Inna coge de la mano a Dima y la otra Inna, la madre, la mira como si fuera una salvadora. Tras diez minutos de caminata llegan a un edificio destartalado, con ventanas aún reventadas —una vecina se queja y se pregunta cuándo serán reparadas—: la familia vive en un piso en la primera planta. Suben todos a casa, pero yo me quedo unos instantes abajo con la psicóloga Inna para que me haga una confidencia.
—Al principio, después de los bombardeos, Dima no hablaba, estaba agresivo, tiraba las cosas al suelo con violencia. Ahora está mejor. Habla un poco más… pero necesita ayuda de un logopeda. Ya están en ello.
Subimos al piso. Anastasya bien modosa, Dima que no suelta el móvil, que me mira y cabecea, no habla pero parece que quiera hablar. Su hermana lo cuida. Están en el salón, en un sofá-cama, la televisión está apagada. Cubiertos por alfombras empalmadas de rayuelas infantiles, los pasillos distribuidores se comunican con las habitaciones. En la cocina, adornada extrañamente por una pecera, cuelga una bandera de Ucrania. Con la débil luz filtrada por las cortinas posándose sobre su cuerpo, Inna prepara un té. Nos enseña su documentación. Insiste en que su prioridad es estar registrada como desplazada.
—No recibo ningún tipo de ayuda porque no estoy registrada —insiste indignada, pero sin alzar la voz.
El presente continuo de Inna es este piso en las afueras de Izium que no podrá mantener durante mucho tiempo si no recibe ayuda. Cuando puede, hace algún trabajo de limpieza para ganar algo, pero hacerse cargo de sus hijos le consume toda la energía. Ya quedan lejos los días traumáticos de la huida, pero ahora emergen los días difíciles de sus nuevas vidas.
—Es verdad que ahora la situación es mejor, pero es complicado ver la destrucción y darte cuenta de que tanta gente ha muerto.
Auge y caída de la contraofensiva
Hay miedo de que este sea el momento en que Ucrania empieza a perder lentamente.
Ya puede decirse con perspectiva que la contraofensiva lanzada en verano de 2023 no cosechó los resultados esperados. La guerra empezó en febrero de 2022 con un amago de blitzkrieg ruso que tantos temieron que supusiera una victoria total, una toma de Kiev. Con la ayuda armamentística de Occidente, Ucrania repelió los ataques (Kiev, Bucha, Irpín) y puso sus ojos más al este. El problema es que había —hay— demasiados frentes: Járkiv en el noreste, ya recuperado, Jersón en el sureste, con tropas a ambos lados del río, combates kilómetro a kilómetro en la estratégica provincia de Zaporiyia, en el centro. Y, sobre todo, el gran símbolo de esta última fase de la guerra: Avdivka, donde las tropas rusas están redoblando sus esfuerzos y parecen listas para tomar la ciudad. O lo que quede de ella.
Ya queda lejos la euforia nacional por la certidumbre de que Kiev no caería en manos de Putin. Los ataques rusos en varios puntos de Ucrania a finales de 2023 tenían el objetivo de desmoralizar al pueblo ucraniano. Es una estrategia que Rusia domina a la perfección: toca algunos lugares no tanto con el sentido de una partida de ajedrez militar, sino para recordar a la ciudadanía ucraniana, cerca o lejos del frente, que vive en un país en guerra. Las entrevistas que he hecho durante mis tres coberturas en Ucrania me confirman que esta estrategia funciona.
Ahora que las piernas pesan más, ahora que el árbitro presta menos atención, ahora que el partido se embarra y se va a la prórroga, parece un momento propicio para que Rusia se reponga.
Mentes ocupadas
—Cuando ponía vías a los pacientes, veía cómo volaban los misiles por la ventana. Los pacientes tenían miedo. Yo también, pero intentaba calmarlos.
Anna Budnik es una enfermera del servicio de cirugía del hospital público de Trostianets, en la provincia norteña de Sumy, muy cerca de la frontera con Rusia. Su testimonio refleja la angustia del personal médico de este hospital que, como tantos otros en la guerra de Ucrania, ha sido atacado y ha estado en medio del frente.
Los desperfectos y algunos pasillos lóbregos lo empequeñecen por dentro, pero visto desde fuera el edificio se agiganta. Es un monstruo de cemento gris con heridas de guerra: unos obreros subidos a andamios intentan rejuvenecer su piel, pero aún queda mucho trabajo por hacer.
—No sabíamos que éramos fuertes hasta que el hospital fue ocupado por Rusia. Ahí lo descubrimos.
Con su pelo corto y canoso, con su pijama sanitario azul oscuro y su manga corta y una chaqueta a los hombros, Anna Svesova es la memoria viviente del hospital. En su despacho, la directora del hospital tiene una webcam encaramada al ordenador, como en los viejos tiempos. No hace el relato con pesadumbre, sino casi con alegría: la consustancial a su temperamento, pero también la que nace del orgullo de haber reconstruido plantas enteras del hospital después de semanas de ocupación rusa.
—Antes de la guerra teníamos 170 camas. Todos los departamentos tenían lo que necesitaban. Teníamos cirugía, maternidad… Trabajábamos con unos horarios normales. Durante la ocupación nos quedamos sin ventanas, había salas que quedaron totalmente destruidas, zonas desde las que se veía el cielo, techos calcinados, agujeros y disparos que habían atravesado por completo el edificio.
Aún hay, de hecho, marcas de disparos, uno de ellos en el marco de su puerta. Dice Anna que, al poco de empezar la invasión rusa, el hospital quedó en tierra de nadie, en medio de los combates, bloqueado, mientras los ataques se sucedían. En el hospital tienen constancia de 26 heridos, pero en la ciudad pronto se supo de víctimas mortales, como un niño que era hijo de una de las trabajadoras del hospital. El propio personal sanitario estaba en una encrucijada. Hubo quien se quedó atrapado en el hospital y no se atrevió a volver a casa; hubo quien tras unos días lo intentó atravesando el bosque; todos y todas trabajaron por encima de sus posibilidades para salir adelante.
—Sobrevivimos —resume Anna, que se levanta y empieza a recorrer el hospital.
La directora nos enseña la realidad invisible: el refugio subterráneo. El 18 de marzo de 2022, cuando un tanque se colocó frente al edificio y empezó a disparar, el personal sanitario no tuvo más remedio que bajar de forma permanente a este sótano, tan solo usado cuando había bombardeos o alarmas antiaéreas. Antes de llegar, me imagino el clásico refugio devorado por la humedad, angosto, de supervivencia pero arreglado, con algunos víveres bien dispuestos. Lo que veo ante mis ojos al bajar las escaleras es otro mundo inesperado, casi un universo: unas catacumbas laberínticas que reproducen la distribución de las plantas superiores, lo cual es mucho decir. Hay humedad, sí, también suciedad, pero aquí pueden vivir decenas de personas. Es lo que hicieron, de hecho.
—Esta es la calle de la vida —dice Anna.
El pasillo central, con salas a los lados, es el corazón del hospital B: los servicios médicos fueron trasladados aquí durante la ocupación. Una de las habitaciones, que era usada como paritorio, ahora se ha reconvertido en un quirófano por si en el futuro tienen que volver bajo tierra.
—Los niños gritaban: “¡¿Mamá, sobreviviremos?!”. Aquí abajo nacieron nueve bebés. Están todos sanos.
Claro: por eso al pasillo lo llaman la calle de la vida.
Tanto Anna como el resto de personal que nos muestra el refugio recuerdan el caso de una de las madres que, tras esperar un tiempo prudencial, se llevó a su hijo recién nacido en brazos y atravesó el bosque entre bombardeos, cubriendo al bebé bajo su cuerpo cuando era necesario. Hizo lo mismo que los trabajadores y trabajadoras que querían salir del hospital, pero con un bebé en brazos.
—Muchas estuvimos un mes en el hospital… Nadie estaba preparado para esta guerra.
Pero ahora sí lo están: todo parece preparado para una catástrofe nuclear. La gente del hospital guarda un recuerdo vívido de aquellas semanas y hace todo lo posible para que la próxima vez, si la hay, dar a luz o incluso hacer operaciones sea posible en este laberinto subterráneo.
—Uno de los días que estábamos en el refugio hubo un parto de gemelos. Estábamos a muchos grados bajo cero, sin electricidad, y lo sacamos adelante. Iluminábamos el parto con la linterna del móvil.
Fue una solución de emergencia. Los partos ya se llevan a cabo en la segunda planta del hospital, en la reconstruida maternidad, que está impecable, con solo algunos dibujos infantiles agujereados, casi a modo de recuerdo. Pasillos con colores pastel que viajan hacia el rosa, dibujos de conejos y de flores y de familias. Unidad neonatal con incubadoras. Nuevas y relucientes salas. Una de ellas está equipada con una cama y piscina de partos, y viste un cuadro ortodoxo y baldosas de varios colores (rosa, rojo, verde). Siento calorcito bajo los pies. Hay calefacción bajo tierra.
—Hacíamos algunos partos en el refugio, pero la mayoría, cuando podíamos, los atendíamos aquí —dice la jefa de la maternidad, Tatiana Sydorenko, que es la encargada de enseñarnos la planta—. En realidad, no los atendíamos en la sala de partos, sino en el pasillo, por miedo a que reventaran las ventanas.
Como Anna, Tatiana lleva el pelo corto, pero muestra un carácter más agrio, como si le molestara cada pregunta. La jefa de la maternidad hace una descripción minuciosa de los peores días de la ocupación —el 18 de marzo había un tanque enfrente del hospital, el 21 bajaron al refugio, el 23 destruyeron ventanas…—, y tal acumulación de detalles, unido al hecho de que Médicos Sin Fronteras ha ofrecido apoyo psicológico al personal del hospital, me hacen preguntarle por su salud mental y la de todo el equipo.
—¿La presión que sufristeis durante la pandemia fue similar a la que habéis sufrido con el hospital ocupado? —le pregunto.
—Estábamos cansadas, sí. Y durante la guerra teníamos miedo.
Cuando percibe que quiero insistir, hace unos aspavientos con los brazos, sin mediar palabra, que dejan claro que no quiere seguir. Decide llamar a alguien que sí se sentirá cómodo hablando sobre eso: lo sabe bien porque luego revelarán que se conocen desde hace 40 años. En un rato se presenta en el despacho Eugeniy Maryenkov, de 72 años, que lleva la palabra “cirujano” dibujada en la cara, con sus azulísimos ojos seguros y sensibles, su gesto de buena salud, el traje verde sanitario, la camiseta azul por dentro, la manga corta, las sandalias blancas.
—Estábamos las 24 horas del día operando. Antes de la ocupación éramos siete cirujanos, después solo cuatro. Durante la ocupación hacíamos una rotación cada 24 horas, trabajábamos día y noche. No podíamos derivar a los pacientes a otros hospitales.
Dice el cirujano que afortunadamente reanudaron las actividades con cierta normalidad después de que el Ejército ucraniano expulsara a las tropas rusas de la zona. Pero niega que ahora haya menos trabajo: dice que en este preciso instante están llenos, operando a casi 30 pacientes, entre ellos soldados que necesitan rehabilitación. No tienen capacidad para más, y el cansancio se va acumulando.
—Todo el mundo está cansado —dice.
—¿Piensas a menudo en lo que pasó durante la ocupación o lo intentas olvidar? —le pregunto.
—Pienso a menudo en ello. Fue una situación muy complicada. Había una gran presión, no había calefacción, no había agua. La ocupación tuvo un impacto enorme. Pero sirvió para que la gente se uniera más.
La grieta entre el Gobierno y el Ejército
Zelenski logró una insospechada popularidad después del inicio de la invasión rusa, cuando se puso al frente del país con decisión y sorprendió a quienes no esperaban nada de él e incluso se burlaban de que era cómico de profesión. Ese proceso —un clásico en las guerras— fue en paralelo al cierre de filas nacionalista: la reacción emocional a la invasión rusa, que superó la vieja dicotomía este (más prorruso) – oeste (más proeuropeo) y galvanizó a una sociedad escéptica con su clase política. ¿Sigue siendo sólida esa unidad? ¿Hasta cuándo puede durar?
Casi dos años después, el viaje hacia una nueva fase de la guerra incluye grietas en el Gobierno y en el propio liderazgo de Zelenski, que parecía a salvo. Quizá el movimiento que mejor ejemplifica ese momento político es la salida de la jefatura del Ejército del general Valeri Zaluzhni. Aunque ambos líderes sellaron su cese con un apretón de manos, el divorcio viene de lejos. Zaluzhni, que compite en popularidad con Zelenski y de quien se rumorea su entrada a la política, no ha escondido su visión pesimista sobre la evolución del conflicto en los últimos meses, en clara contradicción con el presidente. El sustituto es el general Oleksandr Syrksy, quien hasta entonces comandaba las fuerzas terrestres. Apodado “El Carnicero”, Syrksy ha liderado (contra)ofensivas exitosas contra Rusia, pero también se ha visto empantanado en batallas como la de Bajmut.
Una guerra dentro de una guerra
El origen de las consecuencias psicológicas del conflicto, sobre todo en el este del país, no puede situarse en febrero de 2022, como tanta gente en Ucrania insiste en subrayar a todo periodista extranjero: lo que sufre ahora el país es la segunda fase de la guerra, una fase “a gran escala”. Las heridas de la invasión rusa se superponen a las cicatrices de la guerra del Donbás (2014), que se desató después de las protestas del Maidán y de la adhesión de Crimea a Rusia.
—Justo antes de 2014 era el mejor momento de mi vida. Tenía planes de futuro, trabajaba en la industria metalúrgica y tenía un Opel Vectra.
Lleva pantalones negros de chándal. Su envergadura y aspecto casi militar engañan, porque se expresa con calma, casi con dulzura. Sergei —no es su nombre real—, de 53 años, es de Lugansk, ciudad controlada por grupos separatistas prorrusos a raíz de la guerra del Donbás y después, a partir de 2022, bajo ocupación rusa. Hablo con él en un refugio gestionado por la oenegé Way of Ukraine en el tercio nororiental de Ucrania: para llegar hasta aquí, Sergei no cruzó el frente de batalla, sino que penetró por el interior ruso hasta dar la vuelta por el norte y cruzar la frontera a Ucrania. Según los responsables de Way of Ukraine, unas 8.000 personas han logrado llegar a territorio ucraniano con su ayuda, que incluye instrucciones a través de grupos de Telegram. Estas evacuaciones por la puerta de atrás son cada vez más frecuentes, sobre todo para personas que se sienten atrapadas y que no creen que sea seguro atravesar el eje este-oeste.
—Estuve un año y medio en casa sin moverme, porque no quería que Rusia me reclutara, me detuviera o me encarcelara.
En la tercera planta del refugio, donde hay decenas de camas en habitaciones oscuras, una mesa de billar y una galería exterior cuyos vidrios han sido sustituidos por otro material blando para que no se rompan en caso de bombardeos, descansa Sergei, recién llegado de Lugansk. Espera que pronto lleguen usando el mismo método su mujer y sus tres hijos, con los que vivía hasta ahora.
Del primer periodo del conflicto, el que arrancó en 2014 en el Donbás, recuerda que casi no había trabajo, que la única forma de ganar dinero de verdad era unirse a la causa separatista. Él se limitó a trabajar en un taller y poco a poco su familia se fue empobreciendo.
Del segundo periodo, la invasión rusa que arrancó en 2022, recuerda una cosa.
—Solo puedo decir una palabra para describir este tiempo —dice Sergei y se demora en decir la palabra para darle suspense—. Miedo. Miedo de hablar, miedo de salir a la calle, miedo de que le pase algo a mi mujer y a mis hijos, miedo de hacer cualquier cosa. Miedo. No había dónde esconderse. No tenía derechos. No había ley.
—¿Y por eso hay mucha gente que no se va, por miedo?
—Sí. Pero también por el miedo de no saber lo que se van a encontrar en Ucrania. En Lugansk tienen su casa, sus propiedades. Aquí no saben qué les espera.
Los amigos occidentales
Ucrania ha sido una de las guerras más mediáticas en Occidente en la última década. Por no decir la que más. Había un villano reconocible (Putin), el conflicto tenía lugar a las puertas de Europa y las consecuencias en la economía global se dejaron sentir pronto. En una confirmación de la velocidad a la que el público consume las guerras, los focos dejaron de alumbrar la región con la misma intensidad que antes. Gaza robó el protagonismo mediático a Ucrania, algo que incluso provocó que Zelenski, desesperado por la dispersión de sus aliados, tuviera que implorar atención en varias ocasiones. Quizá la más clara y directa fue en una entrevista con Associated Press: “Ya podemos ver las consecuencias de que la comunidad internacional distraiga su atención debido a la tragedia en Oriente Medio. Solo los ciegos no lo ven (…). Tenemos que luchar por la atención a esta guerra a gran escala. No podemos dejar que la gente se olvide de la guerra que tiene lugar aquí”.
El apoyo occidental a Ucrania ya no parece tan inquebrantable, y menos aún en año electoral. Estados Unidos, que ha suministrado la mitad de la ayuda militar extranjera a Ucrania —47.000 millones de dólares— va a las urnas en noviembre bajo la alargada sombra de Donald Trump, que quiere volver a la Casa Blanca, con el giro que eso supondría en las relaciones con Rusia. La incertidumbre no está por llegar, sino que ya está aquí. El Senado ha aprobado un paquete de ayuda de más de 60.000 millones de dólares para Ucrania, pero aún tiene que pasar por la Cámara de Representantes, donde republicanos afines a Trump se oponen a la ley.
Quien sí ha logrado aprobar una ayuda similar, de hasta 54.000 millones de euros, es la Unión Europea; no sin problemas, eso sí, debido a la oposición húngara. En junio hay elecciones al Parlamento Europeo. En su conjunto, la UE es el principal sostén de Ucrania, país al que ha destinado la friolera de 148.500 millones de dólares, lejos de los 113.000 de Estados Unidos, más centrados en ayuda militar, según el Instituto de Estudios de la Guerra, con base en Washington D.C. En el caso europeo no es tan relevante el apoyo económico como el político: el horizonte de la ampliación europea y la posible adhesión de Ucrania, algo lejano pero no imposible, es un espaldarazo para Kiev. Pero habrá que ver qué ocurre cuando la ciudadanía europea tome mayor conciencia aún de que sus bolsillos —por encima de los norteamericanos— están haciendo un esfuerzo extraordinario para sostener a un país que Rusia no piensa soltar de sus garras.
La melancolía del refugio
El de Ucrania es el éxodo más rápido de la historia reciente. La política de fronteras abiertas de la UE, insólita en otros conflictos, demostró que, si hay voluntad política y popular, se puede acoger a millones de personas en apenas semanas. El trato que recibieron las personas que huyeron de Ucrania no tuvo nada que ver con el de las personas que querían salir de Afganistán tras la vuelta de los talibanes al poder en 2021, que escaparon del régimen sirio de Bashar al Asad y Estado Islámico o de tantos conflictos silenciados a lo largo y ancho del planeta.
Ya son más de 110 millones las personas desplazadas por la violencia en todo el mundo, una cifra récord a la que la guerra de Ucrania ha contribuido de forma decisiva. Las garantías legales para lograr el asilo son esenciales para mejorar la vida de las personas refugiadas. Pero a veces no basta con eso. A veces, ni la cabeza ni el corazón se adaptan a la nueva realidad. Por eso la movilidad de las personas que sufren los conflictos es importante para huir del país en guerra, pero también para volver a él. Es una cuestión de paz mental.
Olga Mishina, paciente de 34 años del Centro Regional de Salud Mental de Mykolaiv, en el sur de Ucrania, sabe lo que significa eso.
“Después de la invasión rusa, me vi forzada a huir con mis dos hijos de 2 y 16 años. Quería protegerlos a ellos y a mí misma. Tenía una carnicería con mi marido en Mykolaiv. Lo perdimos todo con la guerra. Nos fuimos a Francia. Él no, claro, él no podía. Estuvimos medio año en el sur de Francia, pero me sentí mal, muy mal, empecé a sentirme mal, a tener ataques de pánico, no podía dormir, estaba muy preocupada. Era mi primera vez en Francia. Echaba mucho de menos mi casa. Fuimos a un hospital y, aparte de darme tranquilizantes, no me ayudaron. Cada día empeoraba, tenía una sensación de irrealidad, de que estaba en la niebla o veía entre la niebla, como si no fuera yo y estuviera en un sueño. Intentaron tratarme con antidepresivos, pero no había resultados, al contrario, fui a peor. Pese a la guerra, me decidí a volver a casa, porque estaba preocupada por mi salud, sufría mucho estrés. Al volver, seguí tratamiento en Odesa, luego en Kiev… hasta que me recomendaron este centro. Estuve un tiempo vagando por varias partes de Ucrania y al final acabé en mi ciudad, Mykolaiv, en febrero de 2023, aunque sabía que era peligroso. Ahora estoy empezando a recuperarme. Mis hijos van a la escuela, bueno, hacen las clases online más bien, como todos… Estoy muy preocupada por lo que pasa aquí, por las sirenas, no sé dónde esconder a los niños. Pero mi familia y mi marido siguen aquí, los niños quieren estar aquí, con la familia, no quieren estar fuera. La carnicería se cerró, ahora estamos pensando en emprender con otra cosa, pero es arriesgado, lo puedes perder todo. En casa las ventanas están dañadas, pero poco más”.
Una psicóloga de Médicos Sin Fronteras, organización que da apoyo al hospital, está siguiendo de cerca el caso de Olga. Cada persona que huye de la guerra necesitaría la misma ayuda.
“Después de medio año en Francia, empecé a sentir cansancio físico y emocional. El sitio estaba bien, la gente nos trató bien, pero mentalmente me rendí, me derrumbé. Katya [la psicóloga] me ayuda a percibir el mundo correctamente, a sentir la realidad”.
La historia que vuelve
Las guerras nos han obligado tradicionalmente a preocuparnos por la integridad física de millones de personas, pero no sobre su salud psicológica. Eso está empezando a cambiar. Al menos con Ucrania.
—El apoyo psicológico es muy necesario, mucha gente no se da cuenta de eso —dice Larissa Chernyshora, de 65 años—. Soy del este de Ucrania. Tengo experiencia de la primera guerra, de 2014. Mi hijo se vio afectado, tenía problemas de salud mental, no recibía toda la ayuda que necesitaba… Ojalá estuviera aquí para hablar contigo.
Conocí a Larissa en septiembre de 2022 en una guardería de Kropivinitski, en el centro de Ucrania. El centro preescolar era un refugio para un centenar de personas que llegaron de diferentes puntos del este. Fue un encuentro apresurado porque había muchas personas reunidas para una sesión informativa. Apenas intercambiamos unas palabras. Enfundada en una sudadera y con un pañuelo al cuello y el pelo corto, Larissa tenía ganas de hablar y contarme su historia y la de su hijo, pero en aquel momento él no estaba en la guardería. Ambos eran de Severodonetsk, en la provincia de Lugansk (parte del Donbás), y habían llegado hace poco.
Una de esas historias que, como periodista, se te quedan colgadas y un día, de repente, te planteas retomar.
Más de un año después vuelvo a Kropivinitski y pregunto por ella. Sigue en la misma guardería. La misma Larissa con su pelo corto pero rejuvenecida: luce con elegancia un vestido verde a cuadros, lleva zapatitos, maquillaje, un anillo. La confianza se ha dibujado en su rostro. Tupidas alfombras con hojas estampadas cubren el suelo de la sala de juegos en la que charlamos. La habitación, amplia, está repleta de macetas con flores, una televisión, muñecas en las estanterías, cortinas, sillas, mariposas fabricadas con papel colgando del techo. Como el ambiente es relajado y ya nos conocemos, me atrevo a preguntarle para romper el hielo si no soy muy pesado pidiéndole una entrevista otra vez.
—Es importante que compartamos nuestra historia —dice sin dejar de sonreír—. Con esta conversación, comparto con el mundo mis sentimientos, por eso es importante para mí.
Relajada, ahora lo puede contar todo mucho mejor. Su hijo, ingeniero, que hasta aquel momento no había tenido ningún problema de salud mental, se vio muy afectado psicológicamente cuando estalló la guerra del Donbás en 2014, y recibió tratamiento y medicación. Poco a poco fue mejorando, pero la invasión rusa de 2022 era algo para lo que nadie estaba preparado. Y menos aún él.
—Recuerdo que fui a trabajar y nada más llegar mi jefe me dijo: “Kiev ha sido atacada”. Luego oímos explosiones en la ciudad. Todo retumbaba. Y me preocupé enseguida por mi hijo, sabía que sufriría con eso. ¿Cómo va a reaccionar? Me dijeron que podía irme, cogí mis cosas, no había electricidad, al principio no había mucha información, no nos lo podíamos creer, los móviles dejaron de funcionar porque no teníamos batería, y nos quedamos desconectados del mundo.
Se refugiaron en el pasillo de su piso, estuvieron dos semanas sin salir. Lograron huir y llegar a Dnipro, más al oeste. Y al final se asentaron en Kropivinitski. Pero el trayecto fue duro para su hijo Nikita, de 36 años.
—Reaccionó negativamente a las explosiones. Veía rifles, tenía miedo a ser asesinado, tenía miedo a las armas. Para ir a Dnipro pasamos por muchos puestos de seguridad. Cuando nos parábamos en uno y veía al Ejército, se echaba a temblar, no se podía mover, no podía ni contestar a los soldados, y yo les tenía que explicar la situación. Ahora está mucho mejor. Antes no comía ni quería salir. Por la noche gritaba y tenía que reconfortarlo.
Cayó otra vez al abismo Nikita. El estrés postraumático se sumaba a sus problemas de salud mental. Ha recibido de nuevo ayuda y ahora se siente mejor.
—Habla más, se comunica mejor, socializa más… Ya no tiene tanto miedo, incluso maneja mejor la situación cuando hay alarmas antiaéreas. Su reacción a las explosiones es más adecuada que antes. A veces hay drones que nos sobrevuelan, que suenan como motos, y cuando los oye, reacciona mejor.
Larissa recita el nombre de diferentes organizaciones que pasan o han pasado por este refugio: Acted, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la ucraniana Right to Protection, otras organizaciones locales y nacionales… Se siente arropada y se acuerda, sobre todo, de una psicóloga que en Dnipro le dio consejos para que, en pleno desplazamiento, en plena huida, la salud mental de Nikita mejorara.
—Estamos en el foco de atención humanitaria. Hay muchos psicólogos. El apoyo de las organizaciones humanitarias nos ayuda a gestionar el estrés, cada día hay cosas que hacer. Hacemos hasta arte terapéutico. Llegamos aquí con ganas de gritar a todo el mundo nuestro dolor: hemos perdido nuestro destino, nuestro futuro, nuestra casa, nuestra ciudad. Ahora intentamos seguir viviendo, mirar adelante, mirar lo que pasa alrededor. Estamos agradecidos por el apoyo de las organizaciones internacionales. Gracias a esa ayuda, siento que no estoy sola en el mundo.
Dice Larissa que esta vez sí puede presentarme a Nikita. Sube a la primera planta de la guardería. En una zona de paso, cerca de una escalera, se acumulan literas. Nikita está sentado en su cama y se levanta enseguida para saludarme: está informado de que soy periodista y he estado entrevistando a su madre. Me habla en inglés. Es de una amabilidad exquisita. Me dice que tiene un amigo en Barcelona que es muralista. Enfundado en un chándal gris, con los bordes de los ojos enrojecidos y el pelo casi castaño, me explica cómo es su vida cotidiana en la guardería-refugio.
—Las organizaciones que vienen aquí nos ayudan. Yo les explico cómo nos vimos obligados a huir. A veces pintamos o hacemos otras actividades. No sabemos cuánto tiempo tendremos que estar aquí. Mi ciudad está destruida.
Lo noto cómodo en mi presencia, pero prefiero no atosigarlo con preguntas sobre el pasado.
Esta crónica se enmarca en El camino está en mi cabeza, un proyecto de Nuria López Torres y Agus Morales sobre salud mental, migraciones y refugio que ha recibido el apoyo de Médicos Sin Fronteras y del Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet. Las entrevistas incluidas en este reportaje fueron realizadas en octubre de 2023.