“La primera regla del club de la lucha es que no se aceptan menores de edad. La segunda regla del club de la lucha es que no se acepta a nadie en estado de ebriedad o bajo efecto de otras sustancias. La tercera regla del club de la lucha es que no se permiten joyas o alhajas”.
“Hay que respetar el orden. Nadie está obligado a boxear. No se permiten golpes bajos, patadas ni agarrarse. No se permite tirar objetos al ring, ni se puede ingresar sin permiso de los árbitros. Hay que respetar al oponente. Hay que respetar a los árbitros. Hay que dejar espacio libre en la tarima. Los boxeadores serán del mismo tamaño”.
“Estas son las reglas del combate en Chivarreto”.
Quien proclama la normativa del combate no es Tyler Durden, uno de los protagonistas de El club de la lucha, la novela de Chuck Palahniuk llevada al cine por David Fincher en 1999. Se trata de Toribio Alberto, secretario de las autoridades ancestrales de la aldea de Chivarreto, en el municipio San Francisco El Alto, departamento de Totonicapán, al noroeste de la capital de Guatemala. Junto a él, Alberasturi Hernández, de 46 años, maestro desde hace 25 y speaker de la velada por octavo año consecutivo. En medio, rompe la uniformidad indígena un californiano de 33 años. Se llama Jared Hippler, lleva un año en Guatemala y ha venido a pelear, aunque por el momento se ha enfundado el peto naranja que identifica a los árbitros.
Alto, rubio, con el pelo cortado al estilo militar y la piel lechosa, constituye la antítesis de un público de estatura más menuda, piel oscura y mayoritariamente quiché, una de las 23 etnias que integran el país centroamericano.
No estamos en el club de la lucha que imaginó Palahniuk. La idea es muy similar pero mucho más antigua. Tiene un siglo de historia, nadie sabe exactamente cómo empezó y se repite una vez al año. Dos hombres pelean a puño limpio hasta que uno caiga o lo determinen los jueces. No hay apuestas ni cuentas pendientes, en teoría: solo el placer de reventarse la cara para después darte un abrazo con tu oponente. Eso si uno no sale chorreando sangre por la nariz y salpicando a los que esperan mientras levantan la mano para ser el próximo en subir al ring.
Son las 14:15 horas del Viernes Santo en Chivarreto. Guatemala tiene un carácter profundamente conservador y la religión (católica o evangélica, en auge), un peso enorme. La mitad del país está paralizada siguiendo las procesiones de la Semana Santa. No así en esta pequeña aldea de Totonicapán, donde la gente espera para ver tres horas de golpes ininterrumpidos. Sobre el cuadrilátero, ubicado en medio de un desangelado campo de fútbol de tierra, los principales líderes de la comunidad. Se retirarán para dar paso a los combatientes, dos por cada pelea. A su alrededor, cientos de personas impacientes por ver cómo se desatan las hostilidades en ambiente de picnic familiar. La mayoría está de pie. Los más afortunados, sobre las azoteas de las viviendas que rodean el campo. El palco se paga a 15 quetzales (1,65 euros). Utilizar el improvisado servicio instalado en el jardín de los privilegiados a los que les ha tocado la pelea en la puerta de casa, otros tres (0,33 euros). La cerveza (caliente) riega abundante al respetable, por lo que el urinario es todo un negocio.
Un letrero pagado por la comunidad migrante
A Chivarreto se la conoce como la “pequeña Hollywood” porque en la loma del monte que pega con las primeras casas del centro del municipio se levantaron las diez letras que componen el nombre de la aldea, una imitación de la mítica imagen de la meca del cine en Estados Unidos. Pedro Hernández, de 55 años, vocal del Cocode (Consejo Comunitario de Desarrollo, una de las estructuras básicas de la organización comunitaria en Guatemala), explica que la idea fue de la comunidad migrante. Enviaron el dinero, más de 100.000 quetzales (cerca de 11.000 euros), y las instrucciones exactas sobre dónde ubicar el letrero.
A Hernández todavía le caen gotas de sudor por el rostro al recordar la hazaña de subir a pulso cada una de las letras, de aproximadamente diez metros de altura. Explica que tuvieron que hacerlo entre sesenta hombres, que cargaron sobre sus espaldas las estructuras de metal, una detrás de otra, hasta formar el nombre del municipio. Fue hace menos de una década y ahora todo el mundo tiene claro dónde se encuentra si levanta la vista.
“Hay mucha gente en Estados Unidos”, explica Hernández. Según los cálculos de José Germán Alvarado Slaj, de 57 años y alcalde del municipio, unos 7.000 vecinos residen en el exterior, la mayor parte de ellos en Los Ángeles. En toda la zona de Chivarreto y sus 32 parajes residen 15.000 personas, lo que da una idea del éxodo. Casi todos marcharon como “mojados”, tal y como se denomina a quienes atraviesan de forma irregular la frontera. Los migrantes pagan entre 30.000 y 50.000 quetzales (entre 3.200 y 5.500 euros) a un “coyote” —el pasante, el que guía a los migrantes a cambio de dinero en su travesía por México hasta alcanzar Estados Unidos— para llegar al otro lado. Como es habitual que la policía les atrape en el trayecto, el paquete suele incluir tres intentos. Si al tercero no lo has logrado tienes que volver a pagar. Que te atrape la policía norteamericana no es lo peor que puede pasarte. No hay cifras oficiales sobre cuántos migrantes han muerto en el trayecto, cuántos han sido secuestrados, cuántos han sido captados por los cárteles mexicanos o la misma policía, cuántos han sido vendidos como esclavos y luego ejecutados.
El propio Hernández realizó este trayecto hace treinta años, en 1988, en pleno conflicto armado de Guatemala. Según la Comisión de Esclarecimiento Histórico, entre 1960 y 1996 más de 200.000 personas perdieron la vida, fueron desaparecidas en los combates entre Ejército y guerrilla y, sobre todo, en la represión desatada por los uniformados, que fue calificada como “genocidio” por la ONU en 1999, que atribuyó a los militares el 93% de los crímenes de lesa humanidad.
Hernández explica que se marchó a Estados Unidos “para intentar buscar algo”. Estuvo allí 16 años, hasta que su esposa le hizo darse la vuelta. “O te haces cargo de tu hijo o esto se ha acabado”, cuenta que le dijo. Al final, su propio vástago emprendió el mismo camino que su padre. “Entró de ‘mojado’ pero gracias a Dios tiene un buen trabajo”, dice. No puede regresar, ya que no tiene los papeles en regla. Si las condiciones de vida no mejoran en el lugar de origen, emigrar se convierte en una tradición que se hereda de padres a hijos.
El ring donde pelean los chivarretenses también fue financiado por la diáspora. Mide 10 por 10 metros y se utilizó por primera vez en 2014. Antes los golpes eran a ras de suelo, en la tierra, para que los aproximadamente 5.000 espectadores pudieran seguir las hostilidades más cómodamente. Aberasturi Hernández, que fue nombrado por la comunidad como presidente del comité que organiza el evento, explica que costó 80.000 quetzales (cerca de 9.000 euros). La mayor parte del dinero llegó desde Los Ángeles. En la migración funciona el boca a oreja: si un grupo originario de un municipio se instala en una ciudad extranjera y tiene éxito, es habitual que sus vecinos les sigan y no se arriesguen a explorar otro destino.
Más de un millón de guatemaltecos reside actualmente en Estados Unidos. El dinero que envían los migrantes es parte fundamental de la economía de Guatemala. Solo en 2017 llegaron cerca de 50.000 millones de euros, lo que equivale al 11% del PIB del país centroamericano, según el Banco de Guatemala.
Agricultores, extranjeros y presuntos pandilleros
Los mismos migrantes pagan a una televisión por cable para que emita en directo la pelea como forma de mantenerse conectados a su comunidad.
Jared Hippler ha recorrido el camino contrario. Nació en California, estudió tecnología, pasó por Kirguistán y lleva el último año trabajando como Cuerpo de Paz en Uspantán, en Quiché. Ayudaba a la capacitación agrícola de los campesinos y su contrato expiró hace una semana. Este municipio es conocido por su vecina más ilustre, Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz en 1992. Hippler supo de la existencia de esta tradición de pegarse por deporte a través de un amigo con el que entrenaba Muay Thai.
“Es una forma de desafiarme, así me siento vivo”, explica dos horas antes del inicio de los combates, mientras los vecinos levantan el ring, cuando el campo de fútbol está completamente vacío.
Durante las próximas tres horas, entre las 14:15 y las 17:15, en el centro de Chivarreto se va a escenificar una de las pulsiones humanas más atávicas: la pelea. Habrá un hombro dislocado (de un visitante australiano), varias narices rotas, correrá la sangre. Luego, más relajados, todos emprenderán el camino a casa.
“Nuestros ancestros lo hacían como un deporte, quitándose el estrés. Aquí no se le obliga a nadie. No se le paga nadie. No entra dinero en juego, es la pura voluntad de subir al cuadrilátero”, explica Alberasturi Hernández, que lleva ropa deportiva mientras dirige al equipo que levanta el ring y traje y corbata para narrar los acontecimientos.
“Si esta es tu primera noche en el club de la lucha, tienes que pelear”. La octava y última regla de las peleas inventadas por Tyler Durden es una de las grandes diferencias respecto a Chivarreto. Aquí nadie está obligado a hacerlo.
Durante los primeros cinco minutos de pelea, se impone la timidez. Nadie levanta la mano, nadie ofrece los puños. Solo se presentan voluntarios tipos como Santos Elías, agricultor de 34 años, que nunca se ha movido de Chivarreto y que ha incumplido dos de las reglas antes incluso de dar comienzo oficial a los combates. Está ebrio, aunque logra mantener el equilibrio. En principio, sería una razón para que no le dejasen participar en la lucha. Ansioso por darse verga, se ha subido al cuadrilátero antes de que se abra la velada. Poco ha durado. Tiene la cara amoratada, hinchada y le cae la sangre por los dos orificios de la nariz. “Uno de San Antonio [una aldea cercana] me retó porque suelo ir a tomar allá. Solo espero que pare para echar otro”, dice, todavía aturdido. Se tapa la hemorragia con papel higiénico y regresa a su puesto en primera fila, donde los aspirantes a boxeador esperan su turno.
“Quiero un contrincante grueso para divertir a mi gente”. Alex, al que le llaman “El Seis”, de 24 años, es uno de los jóvenes que aguarda para subir al ring. Es un tipo compacto y fibroso. Cuenta que marchó a Estados Unidos cuando tenía catorce años. Que lo hizo solo. Que se estableció en Los Ángeles y que hizo dinero hasta que le deportaron. ¿Por qué? “Soy marero, del Barrio 18, de la Vernon con la 48 [calles de la ciudad norteamericana]”, dice, sin dejar de mirar hacia el ring. Cuando se acerca una cámara, posa “rifando el barrio”, que es como se denominan a los símbolos que hacen los pandilleros para identificarse. Por ejemplo, los miembros de la Mara Salvatrucha (MS-13) realizan “la garra”, una especie de “eme” con la mano similar al gesto popularizado por los amantes del Heavy Metal. En el caso del Barrio 18, un “uno” con una mano y un “ocho” con la otra. O el índice hacia arriba, el pulgar hacia abajo y el resto de los dedos extendidos. Así hace “El Seis” cada vez que sube al ring.
Las dos grandes pandillas de Centroamérica, la MS-13 y la 18, las letras y los números, nacieron, precisamente, en Estados Unidos. Chavales como “El Seis” son carne de cañón. Solos o pertenecientes a familias desestructuradas, en un contexto de pobreza y amenazados por una sociedad hostil —en la que otros grupos étnicos, como los afroamericanos, también se organizan en bandas—, se refugiaron en torno a estas estructuras criminales. La firma de los acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996) fueron acompañadas por la deportación masiva a sus países de origen de miles de estos jóvenes, que encontraron en el posconflicto y la falta de Estado un terreno abonado para el crecimiento de las pandillas. No son estructuras homogéneas: varían según el país y han evolucionado según el territorio. En su momento pelearon por cada palmo de las colonias. Ahora están más estabilizadas. Se financian a través del tráfico de drogas o de la extorsión. En Honduras, El Salvador y en menor medida Guatemala controlan barrios enteros. Tienen decenas de miles de miembros en todo Centroamérica y EEUU, aunque cuentan con ramificaciones en México o Italia.
La MS-13 se ha convertido en un fetiche para Donald Trump, que en el último discurso sobre el Estado de la Unión le dedicó unos segundos para llamar a acabar con los “resquicios mortales” que permiten la expansión de la pandilla. Un argumento que sirve al presidente norteamericano para defender su política contra la inmigración y que tiene como resultado una paradoja: cierra las puertas a miles de personas que huyen, precisamente, de la violencia de las maras.
“El Seis” no tiene muchas ganas de hablar sobre el asunto, más allá de exhibirse como presunto pandillero. Muestra una cicatriz entre la espalda y la axila —“me acuchilló uno de la trece en la cárcel”, dice— y asegura que se mantiene fiel a los números, aunque lleva tres años dedicado a la agricultura en Chivarreto.
Lo que “El Seis” quiere ahora es subir al ring y destrozar a alguien.
Llega el primer contrincante. Por fin le han escogido. Al chaval le cambia la cara. Es como si se le saliesen los ojos de las órbitas, como si los globos oculares quisieran ser los primeros en retar al oponente. Cuatro puñetazos y el rival cae al suelo. No es un KO, pero en Chivarreto basta con que pises la lona para que salte el siguiente turno. Triunfante, “el Seis” baja junto a sus amigos. En ese momento no hay rastro de agresividad en su cara, sino de satisfacción. Solo es un instante.
“El camino de ‘mojado’ es difícil”, explica, “pero la vida es bonita si la sabes vivir”.
No le apetece seguir hablando. Lo primero es lo primero. “¡Dale verga a ese puto!”, grita hacia el ring. Quien está sobre el cuadrilátero es su hermano, al que llaman “el Choki”. “Toda herida se cura, pero esto se celebra cada año”, decía, minutos antes de subirse a pelear. Regresará con un chorro de sangre brotándole de la nariz pero dispuesto a otra pelea. Entre ellos mezclan el castellano, el quiché (uno de los 23 idiomas maya que existen en Guatemala) y algunas expresiones en inglés.
Un gringo en el ‘ring’
La ubicación de los asistentes en los distintos lugares del ring está determinada por la tradición. En la esquina sur, los vecinos originarios de San Antonio Pasajoc, Nuevo San Antonio y Cuesta del Aire. En la Norte, San Antonio Sija y Chivarreto. Al contrario de lo que pudiera parecer, esto no es un “villarriba” contra “villabajo”. Aunque en su origen algo tuvo de esto, según recuerda Toribio Hernández, de 67 años, dueño de una de las viviendas pegadas al campo de fútbol, que dice estar orgulloso de unas peleas que “estaban aquí cuando era niño”. Dice que él nunca ha subido al cuadrilátero.
El proceso de selección del contrincante es lo más parecido a un cortejo. Sube el primero de los púgiles y observa desde las alturas. Bajo sus pies, una decena de jóvenes levanta la mano para ser el escogido. Le retan, sacan pecho, lanzan algunos gritos.
“El Seis” tiene un problema. Ha demostrado que sabe pegar tan bien que nadie quiere volver a enfrentarse con él después de tres victorias. Ha recibido golpes, le han arrancado la camiseta, pero es un rival a evitar si quieres salir triunfante.
Lo habitual es que el seleccionado no tenga nada que ver con su oponente, más allá de ser similar en talla y peso. También ocurre que, entre los empujones al intentar ganar posición y ser más visible por el púgil que elige, dos jóvenes se enzarcen y terminen resolviendo su disputa en el cuadrilátero. Es lo que le ocurre a Robin Grenado, de 23 años, vecino de Quetzaltenango, la segunda ciudad de Guatemala después de la capital y a una hora en carro de Chivarreto.
Explica que se encontraba en casa jugando a la PlayStation cuando un amigo lo llamó para acercarse a la pelea. Dice que no tenía intención de subir al ring, que no se ha dado puñetazos en su vida. Al final, un pisotón mal dado, un codazo, una mirada retadora y estaba agarrándose a una de las cuerdas buscando al tipo que le había ofendido.
Con una cerveza Gallo en la mano (la espumosa nacional, propiedad de la familia Castillo —una de las sagas más poderosas del país— y cuyo consumo está tan extendido frente a otras marcas que tiene algo de identidad patriótica), Grenado se muestra satisfecho porque apenas tiene un rasguño en la frente. “Ni me dieron”, dice, riendo.
Qué es lo que lleva a un tipo a subirse a un ring para partirse la cara con un desconocido es algo que no se descubre en una tarde en Chivarreto. Se puede observar el hecho en sí, la ansiedad por ser uno de los elegidos, el desparrame y los golpes, el clímax cuando engancha un puñetazo y la placidez del deber cumplido. No hay mayor historia. Ni siquiera cuentan los pobladores que sirva para ligar. Es un desahogo, un desestresante: algunos lo llaman deporte. La épica termina en el momento en el que dos combatientes son sustituidos y comienza de nuevo el baile.
“El objetivo es divertirse y divertir a la gente”, dice Álex González, de 24 años. Su familia es originaria de Huehuetenango, capital de otro departamento, a 60 kilómetros de Chivarreto: más de hora y media en coche a través de las deterioradas carreteras del altiplano. Él asegura haber nacido en Los Ángeles. Ha tomado alguna cerveza de más. Viene con su primo, es el tercer año que pelea. Dice haber pasado por la prisión. “El barrio, siempre el barrio, perro”, repite, balbuceante. Imposible confirmar si verdaderamente ha sido parte de la pandilla o simplemente quiere darse color. En el pecho tiene un tatuaje: “Mayra”. En el brazo, otro. Terminará la velada inconsciente junto al ring, sin camiseta. Según Toribio Hernández, no hay registro de muertos en estas peleas. Alguien se hará cargo de él y mañana será otro día. Cuando terminen las fiestas regresará a Estados Unidos, donde trabaja en una empresa de costura.
Este es un lugar de reencuentros. El éxodo a Estados Unidos se ha convertido en parte de la tradición forzosa de Guatemala, y volver a mezclarse con las costumbres que viste desde que no levantabas un palmo del suelo es una forma de revivir los orígenes. Eso, sin embargo, no implica que pelees. Lo explica Pedro Sánchez, de 42 años, que está recién aterrizado. Es originario de San Pedro Sija, otro municipio cercano, cruzó la frontera sin permiso hace dos décadas y ahora es gerente en una empresa textil en Los Ángeles. “Uno se siente feliz de ver su país”, dice.
Para una población tan dependiente de la migración, la relación con Estados Unidos es de amor-odio. Lo comprueba Jared Hippler al subir al ring como combatiente por primera vez. A pesar de que se puso en contacto con el alcalde hace dos meses, de que se le presenta como un visitante privilegiado, de que incluso trajo guantes y protectores bucales para ganarse el favor de la comunidad, llueve alguna botella antes de comenzar el combate. Sobre los guantes, él consideraba que limitar el impacto de los golpes permitiría que las luchas duren más. “Así es más divertido”, dice. Nadie las usa. Lo que gusta aquí es que corra la sangre.
Lo que sigue posteriormente no es del todo divertido, siguiendo las propias palabras del norteamericano. Hippler es más alto y tiene conocimientos de artes marciales, por lo que la pelea parece un abuso desde el principio. Él no se ceba, solo marca el espacio, pero su control de la situación es abrumador. El segundo combatiente será un peso pesado de la comunidad: Alfonso Pelice, de 46 años, originario de Pasajoc, que lleva 18 años subiendo al ring y que asegura no haber sido derrotado jamás. Es comerciante de ropa, se marchó a Estados Unidos (otra vez Los Ángeles) hace 25 años y dice que ya tiene la documentación en regla, lo que le permite ir y venir. La pugna quedará en tablas, pero por voluntad del norteamericano, que pelea a cámara lenta. La tercera pelea quizá no debió tener lugar. Sube un joven de una estatura mucho menor que la del “gringo”. Este termina luchando de rodillas. Ahora sí parece que se esté burlando.
“Me hubiese gustado pelear contra dos a la vez, sería más justo”, dice Hippler. Para una parte de la comunidad, se ha convertido en un héroe momentáneo. Se sacan fotografías con él mientras posa, haciendo aspavientos, orgulloso de ser el centro de atención por un día. Para otra parte, sigue siendo un representante de Estados Unidos. Y eso no tiene por qué ser bueno, aunque la cultura del norte tenga una presencia indudable. No hace falta remontarse al golpe de Estado financiado por la CIA en 1954 contra Jacobo Árbenz y que está en el origen de 36 años de guerra civil en Guatemala. Estados Unidos es Donald Trump y Donald Trump es el tipo que quiere construir una valla en México para que los inmigrantes no puedan cruzar. Y Hippler es un estadounidense. Un gringo.
Pasado el combate, Alberasturi Hernández cierra la velada con una entrevista al insigne visitante.
—¿Cómo te sentiste en la pelea? —pregunta el speaker. —Hubo dos ocasiones en las que tuve algo de miedo —responde el norteamericano. —¡Miedo es lo que sentimos los guatemaltecos cuando tu Gobierno no nos deja cruzar la frontera! —grita un espontáneo subido al ring.
Algunos lo repudian, otros, la mayoría, lo observan con curiosidad y le siguen el juego, el de su papel de luchador estrella.
“A mí tampoco me gusta Trump. Siento vergüenza de mi Gobierno”, explicará Hippler posteriormente, mientras bebe una lata de cerveza de tamaño extragrande.
Son las 18:00 horas y el ring ya está prácticamente desmontado. Cae la noche en la pequeña Hollywood de Guatemala. Al contrario que en la obra de Palahniuk, aquí Tyler Durden no ha organizado clubes de la lucha por todo el país. Los puños se guardan en Chivarreto. Si quieres pelear, tendrás que esperar hasta el próximo año.