La primera vez que entendí que el reportero y el periodista podían ser dos personas diferentes; que podía satisfacer a la bestia y recibir aplauso como periodista al mismo tiempo que me sentía incómodo como reportero, fue una mañana de otoño de 2015.
Estaba en la puerta de un tanatorio blanco, limpio, moderno y de un solo velorio en Ajalpan, una ciudad ruidosa y rodeada de montañas en la frontera entre Puebla y Veracruz, México. De una de las salas de muertos salía el llanto roto de una madre. Volaba en dirección al patio en el que nos agolpábamos los curiosos murmurando —danzando entre una afectación impostada y una curiosidad indisimulada— sobre lo poco que se sabía aún, que se sabría nunca, sobre lo sucedido allí el día anterior.
Los gritos sin respuesta posible ni continuidad lógica de la protagonista del momento…
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