La primera vez que entendí que el reportero y el periodista podían ser dos personas diferentes; que podía satisfacer a la bestia y recibir aplauso como periodista al mismo tiempo que me sentía incómodo como reportero, fue una mañana de otoño de 2015.
Estaba en la puerta de un tanatorio blanco, limpio, moderno y de un solo velorio en Ajalpan, una ciudad ruidosa y rodeada de montañas en la frontera entre Puebla y Veracruz, México. De una de las salas de muertos salía el llanto roto de una madre. Volaba en dirección al patio en el que nos agolpábamos los curiosos murmurando —danzando entre una afectación impostada y una curiosidad indisimulada— sobre lo poco que se sabía aún, que se sabría nunca, sobre lo sucedido allí el día anterior.
Los gritos sin respuesta posible ni continuidad lógica de la protagonista del momento —puro espasmo— irrumpían en el relato incierto y fragmentado que tratábamos de construir los espectadores. Que estábamos allí para amplificarlos, a su vez, a muchos miles, decenas de miles de espectadores más. En el origen de tantas historias de pérdida y violencia danza el desgarro de las víctimas abriéndose paso incómodo entre cuchicheos que no los absorben, que los rebotan.
Había llegado a Ajalpan una hora antes como corresponsal de una agencia para cubrir la noticia del día. El enésimo linchamiento del año en México. Al menos estaba. Siempre es mejor estar que no estar. Acababa de ver los restos de la hoguera en la que quemaron a los dos hijos de aquella madre sobre el pavimento. Cuando llegué, aún raspaban a espátula una sustancia negra, viscosa, fundida, para colocar esas flores de plástico con las que sanear la foto que sí se puede mostrar, la imagen que el público está dispuesto a aceptar. No era mi primer linchamiento. Antes los había cubierto, visto, en Guatemala y Libia. Incluso cámara en mano y sin apartar la mirada. Por ese lado: muro, distancia, costumbre, callo, facilidad. Manejo solvente de los ingredientes del cóctel. Pero solo por ese lado, el técnico.
Escenifiqué mi fracaso minutos después de ver lo que quedaba sobre el suelo. Al asomar la cabeza por el marco de la puerta de la sala del tanatorio de donde salían los gritos de dolor de aquella madre. Lo único que se veía allí era una familia revuelta en una catarata de sensaciones desgarradoras. Personas atrapadas en ese duelo inmediato de quien aún no procesa porque sabe con exactitud lo que ha sucedido. Fue el momento de la performance real. La única. El gesto. Una respuesta a medias. Incoherente. Decidí no entrar, no preguntar, no entrevistar. Actuar con negligencia. No aplicar las reglas de la profesión periodística. Salir a fumar.
He tardado años en entender por qué en esas situaciones, que he visto decenas de veces, cuando los fotógrafos se acercaban para atrapar en un fotograma o vídeo de apenas unos segundos el escorzo del dolor, la caída de las lágrimas, el estertor en los cuerpos contorsionados, rompiendo la privacidad de una familia, yo me alejaba rápidamente. Y no, no fue, no era ni será nunca por pereza. Ni por desidia. Ni por debilidad emocional. Ni por —como he aprendido a decir del lado centroamericano de la historia— valeverguismo, porque me diera todo igual. Aunque lo parezca, tampoco por adicción a la nicotina. Salir a fumar es, de hecho, un acto reflejo de esa profesionalidad estéril, demodé y a la defensiva. La de quien quiere estar allí para saber qué pasó, que no es solo saber qué pasó sino saber qué hizo que aquello pasara. Qué fuerzas lo impulsaron. El dolor sin explicación no aporta nada.
Alejarse de la escena del dolor y la víctima en un momento concreto se convierte en una decisión activa. Negarse a aplicar las reglas que nos dicen que hay que informar con oropel de lo inmediato, solo de eso. Reglas que dejan de servir para entender lo que ha sucedido al sumarse a la vorágine del hecho, aislado de todo aquello que lo rodeó e impulsó. Firmar una noticia rápida y resultona antes de salir rumbo a la siguiente.
Si en lugar de entrar al epicentro del dolor, tan efectista, tan de clic, de ser el primero en hablar con la madre y conseguir sus declaraciones (¿qué podría decir la madre, víctima, en ese momento?), me retiré a fumar con varios periodistas locales —mucho más informados sobre los hechos que la familia doliente con la que decidí no hablar— fue porque me negaba a una descripción lacrimógena del dolor de una madre, de una víctima. Si me retiré fue porque necesitaba más.
Ese día no me bastaba el periodismo. Necesitaba contexto. Necesitaba reporterismo.
II.
En la puerta del tanatorio sonó el teléfono. El teléfono siempre suena para marcar que no hay pausa ni reflexión posible en este trabajo.
—¿Has hablado con la madre para que te dé alguna cita que podamos usar?
—Me ha dicho que no quiere hablar —mentí. Ni siquiera me había acercado—. Pero… dije. La historia va más allá.
La conversación posterior, recreada, solo porque quiero llegar a mi punto, sin atisbo de culpa sobre quién fuera mi jefe, que ninguna tiene en todo esto, diría algo así como:
—No tenemos tiempo para eso, necesitamos las citas, la historia tiene que salir ya.
III.
La nota que escribí avanzaba en esta dirección.
Pocas horas antes de aquel tanatorio del que me fui sin hacer mi trabajo, mientras los jóvenes asesinados, encuestadores, los hijos de aquella madre, hacían preguntas sobre el consumo de tortillas en la ciudad, una multitud los había acusado en falso de intentar secuestrar a una niña. Alimentada por publicaciones en Facebook, esa noticia —falsa y con consecuencias—, el boca a oreja extendido de esquina a esquina, alimentó resentimientos previos y convocó el linchamiento de ambos encuestadores. Un rumor convertido en trending topic salvaje que corre por las calles mutando, a medida que salta de persona en persona, de monstruo en monstruo, generando una corriente de odio y su descarga de tensión paralela, transportadas a lomos de una masa de zombis hambrientos de violencia que se alimentan del rumor. Que buscan una excusa para descargar cualquier tensión sobre el chivo expiatorio que se les ofrece. Qué fácil detenerse ahí. No investigar. No saber qué pasaba antes, quiénes lanzaron el rumor, contra quién, en qué contexto.
Decidí que ese linchamiento lanzaba un mensaje de un grupo de personas a otro por alguna cuita previa. No, de hecho no lo decidí, me lo explicaron los periodistas locales mientras fumábamos a las puertas del tanatorio. Me trazaron la ruta. Sin seguirla, sin descifrar ese mensaje, no hay cobertura que valga. Todos los linchamientos se cuentan igual, desde hace décadas. Siempre hay más de lo que contamos. Tan simple como eso. Somos nosotros, periodistas que no llegamos a reporteros, los que en nuestro mal hacer amplificamos, cuando no creamos directamente, las noticias falsas. En este caso, escribir una noticia falsa era limitarse a narrar el sufrimiento morboso de los inocentes, el rumor sin control, la multitud ciega, la violencia sin motivo y las fuerzas de seguridad incapaces de intervenir. Limitarse a esa versión, la de las lágrimas y el enfado. Corta, mala, insuficiente. Que por eso acaba equivaliendo a falsa.
Al comienzo del ataque colectivo contra los muchachos, la policía, consciente de la situación que se acercaba en las calles, había logrado llevar a los hermanos a sus oficinas en los bajos de la alcaldía para protegerlos. Trató de explicar que la historia de la niña no era cierta. Confirmó que los hermanos eran quienes decían ser y hacían lo que decían hacer. Fue en vano. Tras una persecución escaleras arriba, más allá del recinto policial y en dirección a la azotea, de la que no había salida posible, la multitud los arrancó del edificio, que era también del ayuntamiento, y le prendió fuego. Todo terminó ante la impotencia de los municipales arrojados a una opción peor que la de rendirse y entregar a los corderos expiatorios: morir ellos también. Uno de los agentes, testigo de la escena anterior, alcanzó a contar que los hermanos, al final del todo, cuando comprendieron la situación, ya en el último piso, y mientras veían cómo sus asesinos corrían escaleras arriba para abalanzarse sobre ellos, tuvieron tiempo para abrazarse y despedirse. De ese abrazo los arrancaron sus asesinos. Un sujeto colectivo sin identificar.
Detalles para la literatura, dirán algunos. Si se lee bien, fluido, rima y cierra, lo tenemos todo. Esa, la del abrazo, habría sido una escena precisa para cerrar una historia redonda. De título El abrazo. La aceptación de una muerte inevitable con un momento de amor terminal representa un final perfecto para el relato de dos asesinatos sin sentido que apelan, desde una reacción humana y universal, directamente, a una sensación. Al miedo de los lectores. Que da paso a otra reacción, al odio concatenado: el que despierta la violencia inexplicable. Ese comportamiento salvaje que, presentado sin contexto, incita a la diferencia, la frontera, la separación, el racismo, la venganza. Que, desde el punto de vista de la comunicación —el lugar desde el cual narra la historia un corresponsal de agencia internacional de noticias—, contribuye al pinchazo efectista y a la consiguiente fijación de cualquiera de los estereotipos sobre las poblaciones del interior de México que tanto se han extendido. Hemos extendido. Porque los estereotipos no pueden extenderse solos. Una nota que, sin investigación alguna, señala con el dedo acusador en una dirección concreta. Señala como responsable al pueblo. Signifique “el pueblo” lo que signifique.
Tras sacarlos del edificio, la turba (o multitud o personas o masa) colocó madera en el centro de la plaza, los impregnó con gasolina y les prendió fuego. La gasolina y lo que queda pegado sobre los adoquines al apagarse, restos de seres humanos, deja imágenes grotescas. Le suma un giro degenerado, de atracción morbosa al relato del dolor por la pérdida y la muerte. A una historia formalmente perfecta. Injusta, dura, de final horrendo. Con una escena de comienzo, personajes, giros, arco narrativo, desenlace e intención moralizante. Nunca te adentres en la boca del lobo, porque no saldrás. O saldrás hecho pedazos. En cenizas. Quemado.
Hechos bien aderezados. Ordenados con pulso. En su punto. Reporteados en una mañana. Escritos en una tarde. Leídos desde Yakarta, Indonesia, a Anchorage, Alaska, en el rato que lleva ponerlo en el hilo de noticias de la agencia.
IV.
Esta nota constituye un hecho periodístico grave. La nota acaba señalando al pueblo. Decía que el pueblo nunca se perdonaría lo que había hecho al actuar a partir de rumores difundidos en la red. (¿Ajalpan en abstracto? ¿El conjunto de los habitantes de Ajalpan? ¿Algunos habitantes?). Esa nota cuenta que la culpa es del pueblo y su mal uso de las redes sociales. Un periodista que no ha hecho su trabajo de reporteo y que acaba señalando al culpable. Sustituyendo, de algún modo, el trabajo de la fiscalía, por ejemplo.
Lo escribo después de menos de ocho horas en el lugar de los hechos. Tras hablar con varias personas. (Al menos hablo con media docena de personas y las cito, que es mucho citar para la media de un periodismo donde nos acostumbramos a leer notas sin una sola fuente abierta y on the record). Escribo y firmo una nota con media docena de fuentes: le entrecomilla las claves de lo sucedido, la interpretación, a otros. Tratando de convencer de un “yo no estoy ni tomo decisiones, me limito a reproducir lo que me han dicho”, porque eso piden las reglas de la profesión, que dicen que yo no intervengo. Aunque en realidad llevo la historia a donde decido o puedo llevarla, sin reproducir versiones diferentes ni explicaciones matizadas, más amplias, con más contexto. La conclusión que presenta esa pieza es grave. Pero, sobre todo, es eso: decisión consciente, tomada desde la experiencia y con consecuencias. No es el reporterismo correcto. No es el que debería haber firmado. Pero es un periodismo solvente.
El estallido mental es evidente.
Detrás de cada linchamiento, cuando se apaga el fuego y se agota el ruido, hay una historia. Se enumeran hechos a través de voces seleccionadas, se busca rápidamente cualquier pegamento que los vincula y lo llamamos historia. Es apenas un formulario rellenado correctamente. Que termina con una moraleja horrible. Superficial y de clara lectura política, ideológica: la culpa es del pueblo [casi siempre indígena, nativo, moreno], que no sabe usar los instrumentos de comunicación moderna.
El texto publicado, el artículo sobre el linchamiento, no es más que un lead ampliado, una introducción efectista donde, a primera vista, con ojo de reportero o periodista puntilloso que busca lagunas en los elementos que nuestros manuales dicen que tiene que llevar un artículo periodístico, falta uno de los elementos básicos de una nota sobre un crimen: la reacción de los familiares de las víctimas. Las lágrimas de la madre.
Más aún si la tuve delante. Porque la tuve delante y no me acerqué. Decidí ser el reportero que no molesta a quien no tiene nada que contarme sobre lo que sucedió en ese lugar. Por más relación que tenga con los muertos. Por más empatía que pueda generar. Por más que una lágrima venda más que una explicación que tampoco tengo. Por más que el manual 101 de periodismo diga que la entrevista con la madre será la noticia más leída del día. La que por sus clics me devolverá el aplauso. Con el aplauso, el clic, con ellos, quizá la posibilidad de ser quien pueda a volver a salir a la calle. Para volver a hacer algo insuficiente. La lógica es perversa. El periodismo se autodestruye y se alimenta de su propia incapacidad. El reportero que no hace el periodismo que se le pide, que no quiere transitar ese camino, se autodestruye profesionalmente.
Pero el dolor de la madre no es el único que falta. Es el elemento que yo decidí que faltara para defenderme como reportero. Reacciono, me rebelo y resisto. Porque faltaba mucho más. Falta el contexto previo al estallido de la multitud. Falta el contexto que esa nota no podía tener por la naturaleza de mi presencia en el lugar: la de reportero de agencia internacional de noticias que tiene que contar para ya y en el menor número de palabras posible antes de irse corriendo y pasar a la siguiente. Hay que negarse a hacer ruido. Ruido no es reporterismo. Es contenido. Es cualquier cosa con la que rellenar. El contexto es la parte que requeriría días de trabajo. Días necesarios, días que ya no tenemos para reportear, entender, escuchar, conocer, cruzar información, verificar, pensar, redactar. Espacio para contar. El largo aliento. Nos quedamos en soplido de enfisema.
En esa pieza no solo falta mucho. Sobra algo, también. El peso excesivo que se le da a esa fuerza que hoy guía el mundo y cuya simple mención parece dejarlo todo explicado: los riesgos de las redes sociales, su mal uso y su falta de control en manos del “pueblo”. A fin de cuentas, el rumor. Elevado a hecho y multiplicado al infinito por una plataforma, la que sea. Que se impone imparable, hoy, al mismo nivel de credibilidad que la realidad. Que se convierte en una realidad nueva, invasiva. Que tapa. Que ahoga. Aportando una tendencia moralizante junto al enganche con el tema que todo lo invade. Lo decían en Facebook como respuesta que ataja la investigación del reportero. Lo único factual de la jugada, además de las muertes o el incendio, es que resonó en Facebook. Si sucede en redes, sucede. Sucede en el mundo de hoy. Que no es otro que el de las redes. Lo damos por válido. Mira qué malos son. Los efectos perniciosos de las redes. Vivimos en ellas. Nos gusta castigarlas. Castigarnos. Tenemos relato. Al menos, atajo. No me cabe duda. E intención moralizante. El miedo a aquello que todo lo permea y que no podemos controlar. Las redes, el nuevo hombre del saco. Así termina mi cobertura de un linchamiento. Mi metacobertura. Nacida en las redes, para las redes, crítica con el uso irresponsable de las redes.
Qué texto más mediocre, pienso. Firmado por mí.
O puedo contarlo todo, la historia que yo creo que tengo que contar con todo lo que necesito para que esa información tenga cierto valor. O elijo que falte un elemento: el que violenta a quienes ya sufren, la declaración de la madre doliente. Esa es mi elección. Protesta mínima. Había prisa y eso tiene consecuencias. Aunque sean autoimpuestas. Lo elijo. Llegar a un lugar que no se conoce, donde nunca se ha estado antes, y contar su historia antes de irse a dormir es periodismo insuficiente. Contiene verosimilitud. Es formalmente cierto. Es real. Y muchos lo defenderán. No hay problema. Solo tú ves el problema, me dirán algunos, sentirán muchos, al leer estas líneas. Estoy culpando a alguien, a un colectivo, al pueblo, de algo muy grave. Claro que siento un problema que me separa de mi profesión, del uso que hago de ella.
En este caso ya nunca sabremos la verdad o verdades que hayan estado tras el primer empujón, el primer grito, el origen del rumor, el origen de la multitud que mató. En realidad, nunca le importó a nadie saber por qué había sucedido lo que había sucedido.
Decidí no creer que el origen de tanto mal estaba en los rumores sobre niños secuestrados, un lugar común que se ha utilizado para justificar y explicar linchamientos desde hace años no solo en México sino en todo el continente. Se han escrito decenas de piezas que hablan de un indígena asustado y violento que, ante la presencia de extraños, cree que estos van a robar un niño y actúa con el salvajismo de nuestros peores miedos. Es orientalismo del más barato y ramplón. Yo mismo firmé una pieza así desde Ajalpan. Actuando contra mí mismo.
La explicación incompleta estigmatiza. Desde la misma puerta del tanatorio, un par de voces comenzaron a sugerirme con precaución varias posibilidades de explicación completa. De las que lleva tiempo verificar, porque no son más que apuntes para comenzar a investigar. Y para cerciorarme sobre su validez, no servía con llegar a las 11 de la mañana a un lugar que no conozco, hablar con algunas personas e irme a las cinco de la tarde para no pagar hotel y escribir a toda prisa esa misma noche lo que al día siguiente leerían decenas de miles de personas. Pero la profesión, su estructura industrial y de costes, no nos permite comportarnos correctamente. Hacer nuestro trabajo como hay que hacerlo. Fui rellenador de plantilla, no reportero.
Así que faltan los motivos reales, los profundos, los de largo plazo. Los que empujan desde la distancia los puños y prenden el fósforo de la hoguera del linchamiento. Porque la gente como yo solo está trabajando con los medios de los que dispone. Haciendo lo que tiene que hacer. Lo que puede. Contando lo que pasó. Que no tiene tanto que ver con entender ni contar por qué pasó, sino solo con hacer su trabajo, transmitir hechos, algunos, los que tenga, y hacerlo para ya. Sin cuestionamiento. Sin sentido. Anotamos siguiendo fórmulas que volcadas a la red funcionan como mecánica del ruido. Faltan datos y sabemos que faltan. Aun así, seguimos.
Apliquemos un mínimo control de calidad. Esta nota desde Ajalpan no lo supera. ¿Qué me faltaba sin remedio? ¿Por qué decidí no molestar? ¿Qué escuché en aquel corrillo de reporteros a la puerta del tanatorio? Ni siquiera lo recuerdo con detalle, porque a posteriori es irrelevante el dato y ya solo queda la sensación de daño y de decisión tomada. Porque solo era un primer apunte de explicación, de estructura, de mucho más contexto, esto es, de una historia más real: el motivo real por el que habían muerto esos chicos.
Hechos relacionados con el lugar en el que está ubicada la ciudad, con un enfrentamiento por el control de la ruta de transporte de droga que pasa por ella, con los jóvenes motorizados que ejercen de halcones para un cártel y la policía local, cuyas dependencias había que quemar con cualquier excusa para dejarle claro que no debía tratar de terminar con el uso criminal de sus motocicletas al servicio del narco. El objetivo no eran los encuestadores, sino la policía. Mandarle un mensaje de poder al alcalde como parte de una batalla diferente en la que los jóvenes encuestadores simplemente acabaron quemados como sujetos interpuestos. Por ejemplo. Apuntes de explicación captados al vuelo en charlas informales con gente que no quiere ser citada. Que pedían a gritos quedarse días en el lugar, días que no tenía como reportero. Porque el periodista ya había hecho su labor. Dejarse usar por un método que sabe incorrecto para decir a millones de personas que leen que la culpa fue del pueblo, que no sabe usar las redes sociales. Tenemos lo que pasó. El qué. Tenemos el dónde y cuándo. El cómo, solo en su variante de los detalles morbosos. El quién, muy cuestionable, por amorfo. Una masa de personas, el pueblo, sin más detalle, con todo lo que implica tomar esa decisión en cuanto a la culpa. Y un por qué que no me creo ni yo que lo firmo.
V.
La prisa por cumplir con la nada, rellenar el espacio noticioso de ruido y dejarlo vacío de sentido, apelando a las lágrimas de una madre con la ansiedad de la noticia urgente puede ser periodismo, incluso buen periodismo, pero mata la posibilidad de contar la historia real. Escribir todo lo que podía escribirse sin saber el porqué real de lo sucedido, el periodismo insuficiente, no es más que una derrota del reporterismo. El giro vital, el fracaso profesional, se hace visible el día que uno decide perder voluntariamente en un tipo de combate, el periodístico, para plantear otro.
Con la madre no hablé yo. Con la madre habló otro. Que sigue siendo periodista. Aquella media vuelta supuso cederle el espacio del periodismo a otro que no tuvo problema en hablar con la madre y entregar la historia funcional, la que pedía la bestia del clic y la prisa. Mi derrota es voluntaria. El reporterismo o la nada. Si haces lo que toca —periodismo—, te quedas. Si planteas reporterismo, por largo, caro y disfuncional, te vas a tu casa.
Uno se compromete con las reglas del juego en el que participa. Ir, ver y rellenar cuartillas. Necesitamos citas ya. Emoción ya. Titular ya. Sin más. Coherencia. Si acepto jugar, hay que seguir ciertas reglas. Si no las acepto porque las leo a la inversa, las cuestiono y las castigo a golpes contra la pared, es mejor dejarlo; no estamos aquí solo para rellenar y justificar presencias. Porque al terminar de trabajar, muchos, muchas veces, hemos pedido la siguiente ronda en silencio sabiendo que no nos sentíamos bien con lo que habíamos hecho, con cómo lo habíamos hecho. O nos hemos atiborrado de vitaminas para complementar la anemia moral. Y lo hemos hablado hasta quedarnos con la boca seca. Los supervivientes optan por la contradicción. Por dividirse en dos. Solo es trabajo. Mi trabajo no soy yo: acepto dejar el reporterismo a cambio de ser periodista. Otros entran en modo reset and leave.
Publicar un artículo como me sentía impelido a hacer, es decir, limitándome a contar que en la puerta del tanatorio había decidido, roto por los gritos de dolor de una madre, no hacer mi trabajo y parar ahí, tras apenas un párrafo, era imposible. Sería una declaración periodística que pocos comprenderían. La agencia no es el lugar para ese relato. Tendría una cierta lógica, sí. La de una performance —una más— sobre el relato del dolor y sus elipsis. Sobre la elipsis definitiva, el silencio. No hacer antes de hacer mal. No se entendería. Tampoco serviría para nada. No podía ser. Escribiría algo que saldría publicado al día siguiente siguiendo la fórmula solicitada, con las citas de rigor, y seguiría pensando. La palabra cobardía se me viene a la mente al tratar de recordar la sensación que dejó en mí escribir aquella nota. Al releerme en la explicación. También la palabra inadaptado. Pequeño niño rebelde y juguetón que quiere llamar la atención y lo camufla de cierta profesionalidad. O una suerte de bovarismo laboral.
Aquella historia, aquel momento, abrió una reflexión sobre el lugar que ocupa en escenas como la descrita ese testigo de vidas ajenas para contarlas. No cualquiera de los testigos posibles, sino el reportero que se siente listo, cargado de hastío, para sobreactuar un media vuelta y adiós. La reflexión sobre el sentido de nuestra presencia, ese media vuelta y adiós, convierte ese debate en cuestionamiento de la máscara compuesta de libreta, credencial al cuello y acento extranjero, casi siempre, desde las que contamos las vidas de otros. Ese caparazón que protege al agente extraño, apresurado, externo, extractor. Una máscara que no me corresponde, que me arranco, arrojo al suelo y pisoteo para regresar —si quedan fuerzas— a pelear. A pelear para comprender, desde algún grado de interioridad, de implicación, de participación en la historia, qué es eso que al final uno quiere, cree que debe, puede, sabe contar.