Grafiti o pandilla

Los trazos de aerosol que pinta Daest lo alejaron del crimen organizado en Guatemala

Grafiti o pandilla
Daest colocándose la máscara de protección para realizar un grafiti en San Pedro la Laguna, Sololá, Guatemala. Sofía Nicolás

Esta crónica de largo recorrido fue escrita en el marco del máster de Reporterismo Internacional de la Universidad de Alcalá y el Instituto de RTVE. En 5W queremos dar una oportunidad a los trabajos realizados por estudiantes, por lo que de forma puntual publicamos piezas como esta en una sección dedicada a ello.

—Me gustan las aves. Muchísimo. Me encantan, porque demuestran la libertad.

—¿Qué es la libertad para ti?

—Hacer lo que querés. Para bien también, ¿verdad? No solo para mal. Poder hacer lo que te gusta. Expresarte. Viajar. Conocer de las culturas, de la gente. Siempre saber más de alguito de la zona. Cada lugar tiene su forma, su historia, su lugar mágico.

A cada piar, a cada crujir, la conversación se corta. Darwin, rápido, calla, para en seco y observa. Mira hacia arriba, a las copas de los árboles. A los lados, entre la maleza. «¡Mirá, una tucaneta!» «¿Dónde?», pregunto. «¡Ahí, ahí! No se dejan ver bien… ¡Mirá, son un montón!». Subimos por un camino por donde los guías turísticos no suelen llevar a sus grupos. Es pronto por la mañana y hay silencio aún. Reanudamos la marcha. Los pájaros siguen piando. Diferentes timbres, diferentes tonos, pero el piar es continuo. Retomamos la conversación y, al segundo: «¡Un pájaro carpintero! Ahí está, mirá. ¡Ahí, ahí!» «¿Dónde?», vuelvo a preguntar yo. «¡Ahí, mirá! En el tronco de ese árbol». Darwin señala con el dedo. «Sigue el sonido. Escuchá”.

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“Si no hubiera sido por el grafiti, yo… preso, muerto o me hubiese metido en la pandilla”, dice Daest.

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Un cielo gris, pesado, nos acompaña durante la hora y media de viaje. A través de las ventanas tintadas se ven las casas de las aldeas por las que pasamos. Son bajitas, de un solo piso, con tejados de chapa y paredes de hormigón. Algunas pintadas de rojo, azul esmeralda o rosa chillón. Con columnas alrededor para colgar la hamaca. Siempre la hamaca. Estancias sin cerrar del todo, palmeras dando sombra y algún que otro perro alrededor —la vida en la calle. Esa humedad típica del trópico se cuela por cada rendija del microbús lleno de turistas en el que vamos. Una carretera de doble carril, rayas amarillas en el asfalto y de repente a los lados ya solo árboles, árboles, árboles.

En la selva petenera, norte de Guatemala, entre ceibas, orquídeas y coatís, se erigen pirámides y templos mayas que datan del siglo V a.C. Es la ciudad de Tikal, una de las más sagradas del mundo maya y ahora parque nacional protegido. Fieles y devotos peregrinaban hasta aquí por su sentido divino; era La Meca del mundo maya. Fueron 1.300 años de civilización ininterrumpida. Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1979, el parque nacional de Tikal abarca 576 kilómetros cuadrados (casi seis veces la ciudad de Barcelona) de selva exuberante y construcciones mayas en piedra caliza de los que solo se ha descubierto un 20%. Chichen Itzá, su hermana mexicana y una de las maravillas del mundo, ocupa 25 kilómetros cuadrados.

Tikal, “lugar de ecos”, es el nombre que se le dio poco después de que el militar guatemalteco y corregidor del departamento de El Petén, Modesto Méndez, descubriera estas ruinas en 1848. Hernán Cortés, unos 300 años antes en su marcha hacia la conquista de Honduras, pasó cerca. Los sonidos de la selva, aquí, viajan rápido. Es la acústica de las pirámides mayas.

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Entre esa melodía continua de pájaros y el vaivén de las hojas en las copas de los árboles, a Darwin se le iluminan los ojos. «Me gusta mucho pintar aves, naturaleza… Porque también ya se están extinguiendo. Más aquí en Guatemala con la cacería… Toca hacer algo para que conozca la gente, va. A las personas les gustan las aves, les gustan las flores y a mí también. Amo la naturaleza. Y ahí como que hice match y me ayudó mucho, pues, a lo que hago ahora», cuenta Darwin.

Ahora Darwin, o Daest, nombre con el que firma sus obras, es artista. Grafitero. Mientras paseamos por los senderos de Tikal me explica las maravillas que esconde la naturaleza, sus patrones y todo lo que le inspira para crear su arte, sus murales. «La vegetación está en otro rollo. Lo intenso que se mira, lo que impone la naturaleza. A mí me gusta mucho pintar la selva, la verdad. Aves, flores, hojas tropicales… Me encula [me encanta]. Todo es arte y combinarlo con la naturaleza, las texturas, los colorcitos… Si te das cuenta, en una hoja no solo hay un tono de color. Hay un verde oscuro, un verde más claro, otro más vivo y con el aerosol es igual. Con un puntito de pintura de otro color que le agregués ya se ve diferente. Aunque el arte es imperfecto, va. Yo siempre trato de ser muy simétrico porque si te fijás todo es simétrico, todo es un patrón, imperfecto pues, pero un patrón. Las grietas de un árbol, la distancia entre las hojas de una palmera…».

Habla de aves. De las diferencias que hay entre el plumaje de las guacamayas de Guatemala, de Honduras o de Colombia. Que cada vez que va a un lugar pregunta a biólogos, a gente de por allí, porque es importante saber antes de pintar. Salta de una especie a otra, fascinado, explicando cada pequeño detalle, cada curiosidad que ha aprendido en los diferentes departamentos de Guatemala donde ha pintado. Habla, explica, gesticula, pero siempre pendiente de su alrededor, con el oído puesto en los ruidos de la selva. Y entonces, «¡un tucán!», susurra. La conversación se vuelve a interrumpir. Daest para y mira hacia arriba. Escucha. «Es un tucán, sí. ¡Es el tucán real, el que me encanta!». Cada vez es como si viese al ave por primera vez. Su voz transmite esa emoción, esa ilusión. El tucán calla. «Es lo que te digo, los tucanes son bien interesantes. Raros. Escuchan un sonido no identificado para ellos, se quedan callados y se van. Por eso me gusta tanto pintar tucanes, porque yo me siento así.»

Así. Igual que en aquella camioneta dirección a Antigua.

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