África Oriental. Norte de Kenia. Unos cientos de kilómetros por encima de la línea del Ecuador. Entre decenas de dialectos distintos, la gente se comunica mezclando inglés, francés, árabe y suajili. El campo de refugiados de Kakuma es una distopía sepia donde viven cerca de 180.000 personas que llegaron desde al menos quince países distintos, principalmente Sudán del Sur, Somalia, Sudán y la República Democrática del Congo.
Para los cineastas de este campo de refugiados, “R.I.P” no es Rest In Peace (“Descanse en paz”), sino más bien Return If Possible (“Regresa si puedes”). Así titularon su corto basado en una historia real.
No hay diálogos en la única escena del film, sólo se escucha a un niño y a una niña a lágrima viva frente a la tumba de su madre que, como no hay cementerios en ninguna parte, yace en un pedazo de tierra ignoto. De fondo, también llora un piano.
La madera vertical de la cruz que identifica la tumba es un retazo de un listón más grande que parece haber sido partido con las manos. La horizontal dice el nombre de la mamá: Laura Shendie. De repente recuerdan algunos momentos compartidos, tirando a felices. Abundan primeros planos en los ojos. Detrás de ellos, el hermano mayor los observa enojado bajo la sombra mezquina de un árbol reseco. Lo que él recuerda de su madre es que lo obligaba a hacer la vertical contra una pared de chapa para castigarlo con azotes. De repente, el mayor se pone de pie y se lleva a los pequeños de allí. Fin.
R.I.P es la película más exitosa de la historia de Season of the Times Media Productions (STMP), un proyecto que diseñó un muchacho corpulento de ojos saltones llamado Batakane Jean Michel y heredó un joven esbelto con la mirada cansada de nombre Fidel Wabenga.
Se conocieron en Kakuma pero nacieron en la misma ciudad: la conflictiva Goma, en el este del Congo. A los dieciséis años, Batakane viajó escondido en la caja de un camión 1.200 kilómetros hasta Nairobi, atravesando Ruanda y Tanzania. En Kenia lo anotaron como refugiado y lo derivaron a Kakuma. Fidele llegó en 1995 cuando tenía cuatro años. Poco después de que asesinaran a su padre delante de él, escapó rumbo a Kenia junto a su madre y su hermano en un camión que transportaba ganado.
En el cine de la avenida principal de Kakuma —una habitación con un televisor y cuatro bancos de iglesia a la que se accede atravesando una cortina de lona negra— pasan R.I.P. antes de cada proyección. Una película corta, sin final, que se hace larga entre el amor, la violencia y la espera: suficientes elementos para que los espectadores se sientan identificados con la trama.
El cine como atajo
Hay un aeropuerto. Un rectángulo de unas tres hectáreas perimetradas por rejas dentro de las cuales nada se parece a una pista y todo lo es. Un avión con la inscripción “Naciones Unidas” aterriza por la mañana todos los martes y despega por la noche conectando al mundo con uno de sus limbos más grandes. En el rincón norte del enrejado hay una pequeña casilla de cemento que funciona como vestíbulo, mostrador de facturación y sala de embarque al mismo tiempo. El 24 de noviembre de 2015, Fidele asistió a ese lugar vestido de graduación —camisa blanca, corbata negra y pantalón pinzado— para decir adiós a su maestro.
Batakane Jean Michel llevaba puestos nueve años en el campo y un impecable traje gris. Encogió sus anchos hombros, tomó de las enormes orejas a su joven discípulo e inclinó la sudada calvicie de este para besarla:
—Merci, brother — respondió Fidele.
Los gritos de un policía keniano sustituyeron al altavoz del aeropuerto anunciando el embarque. Batakane subió al avión junto a diez pasajeros más, peor vestidos que él pero blancos, de esos que vienen sabiendo que se van. Naciones Unidas encendió sus motores y se perdió en una nube marrón clarito. Fidele secó las lágrimas con sus manos de textura adulta y tamaño niño, abrió su Facebook y publicó:
Batakane encontró una vía de escape. Hasta entonces había pasado su vida mirando películas y soñando con hacer las propias. Pulp Fiction la vio unas veinte veces, la primera vez a los nueve años. En 2011 grabó su opera prima: Bale Bale Village, en la que un hombre le pega a su novia y va preso por ello. Film Aid —una ONG financiada por el Departamento de Estado de Estados Unidos y la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur)— lo becó gracias a ese film para estudiar cine en Nairobi. Estuvo dos años, se egresó y debió regresar a Kakuma, como un preso que agotó su período de libertad condicional. A mediados de 2015 quedó seleccionado —gracias a la presión de Film Aid, cree— en la lista de refugiados que Australia aceptó y le dieron una vida mejor en Shepperton, 200 kilómetros al norte de Melbourne. Allí es crítico de cine en una emisora de radio, contador de historias en una iglesia metodista y organizador de picnics en la ONG Picnics 4 peace (“Picnics para la paz”). Batakane nunca dejó de leer sobre el Congo, piensa que su país se recuperará “cuando cada vez que alguien no esté de acuerdo con algo se haga opositor y no rebelde insurgente”. En 2013 armó su productora bajo el nombre “Temporada de los tiempos” porque aspiraba a generar “un tiempo en el que los jóvenes expresen sentimientos de una manera artística, sean productivos y exitosos”. Fidele completó el casillero “trabajo actual” de su muro de Facebook escribiendo: “Soy un hombre útil para la sociedad”.
El cine como rutina
Desde que se hizo cargo de STMP Fidele Wabenga sigue una rigurosa rutina —a excepción de los domingos, que va a misa—. A las seis de la mañana suena la alarma del móvil con línea prepago que le compró a un sursudanés por pocos chelines. Con el ruido de la alarma, su madre y su hermano también amanecen. La casita de los Wabenga es un iglú de adobe compacto recubierto con hojas de paja. Para habitarlo despliegan un plástico que aísla a los humanos de las hormigas y sobre él una pila de frazadas como colchón. En el espacio común que queda entre las casitas la gente lava su ropa, hace el fuego, pela el maíz y lo cocina.
Yendo de casa al trabajo, se cruza mujeres cargando niños en sus espaldas y niños cargando bidones con agua turbia en sus cabezas. Es una tarea doméstica básica que nunca hacen los hombres adultos a menos que estén solos. Fidele camina entre chivos y ratas que se disputan la basura como alimento. A los chivos los crían los turkanas, una etnia autóctona muy numerosa en la región cuyos integrantes se untan manteca y tierra en la piel para broncearse parejo y deambular desnudos bajo el sol con decenas de collares de perlas amarillas, rojas y verdes colgando de sus cuellos estirados.
Los restaurantes etíopes son especialistas en transformar los chivos de los turkana en exquisitos wat, unos estofados de carne con verduras salteados con grasa que sirven sobre la injera, una masa muy similar a la de los crepes con un diámetro que nunca tiene menos de cuarenta centímetros. Nada de cubiertos ni de envolver con la injera, el pan etíope: Fidele sumerge los dedos en el estofado, se acomoda unos cubos de carne caliente en la palma de la mano dejando libres el índice y el pulgar, para tomar con ellos un poco de verdura y todo a la boca. El wat es el plato favorito del cineasta.
A las siete y media, Fidele atraviesa el pequeño centro comercial ubicado frente a la zona restringida: el barrio en el que los enviados por el Jesuit Refugee Service, Acnur y algunas oenegés duermen con ventiladores en la cara.
Good morning a Halima, la peluquera que ordena las navajas sobre la mesa de trabajo, saca el polvo a las lavadoras y pisa cucarachas remolonas. Sabaju al-jair a Daud, el kioskero convencido que la Fanta de Kenia es “la más rica del mundo” porque —tiene la teoría— “se hace con jugo de caña y no con azúcar”.
El presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, anunció en mayo que cerrará el campo de refugiados de Dadaab y luego le llegará el turno a Kakuma. Los dos son de los más inmensos del planeta. Todos temen una masiva repatriación forzada que los devuelva al peligro y especulan con peregrinar hacia Europa si no tienen lugar en las vecinas Etiopía y Tanzania. Si Kenyatta se sale con la suya, Halima volverá a quedar en el medio de las balas de los dinka y los nuer en Sudán del Sur. Y Daud deberá regresar al país con más presos políticos de África: Eritrea, conocida por algunos como la “Corea del Norte negra” por su manera de combinar hermetismo y autoritarismo.
La mayor parte de los días de Fidele transcurren en una casilla con techo de chapa y paredes exteriores turquesa. Arriba de una puerta que tiene más pintura negra que madera está pintado STMP, y a la izquierda Studio. Adentro, nadie que mida más de un metro y medio podría acostarse siquiera en diagonal. La tabla del mostrador divide por la mitad el ambiente, un foquito cuelga del techo en el centro exacto del metro cuadrado. Todas las paredes interiores son hemerotecas. En una esquina, sobre una pequeña mesa alta, un ordenador. En la otra, en el rincón inferior, hay un agujero detrás del cual Fidele construyó una baulera para guardar el archivo. Para sacar algo debe arrodillarse y tantear como si buscara un par de zapatos debajo de la cama. Si no tiene nada que hacer, Fidele mira cine: su película favorita es Realmente odio a mi ex de Troy Byer.
Por las tardes Fidele hace trabajo de campo. Dicta los talleres o trabaja en bodas como fotógrafo. Y apenas anochece no deja de retornar al estudio para mirar algún capítulo de Si amarte es equivocado, de Tyler Perry, antes de volver a cenar con su familia.
Los talleres son formaciones audiovisuales para niños y adolescentes. Asisten unos treinta de forma permanente, de al menos siete nacionalidades distintas. Fidele los llama “mis niños”: más que su profesor es su hermano mayor. Cuando una terrible tormenta inundó varias zonas de Kakuma y los padres de tres de sus alumnos murieron, se los llevó a vivir con él hasta que la ONU los reubicó junto a otros cientos de huérfanos.
Cuando está con sus niños Fidele es un adulto con determinación que predica optimismo, pero cuando está sólo es un chico angelical que habla poco y con dulzura. Batakane asegura que no eligió a Fidele como su heredero por tener talento cinematográfico, sino por ser su alumno más aplicado y entrañable.
El discípulo opina que su mentor nunca fue demasiado ambicioso, “pero está bien, porque en esta vida no podemos hacer grandes cosas. A lo sumo cosas pequeñas con gran amor”. El guión de la película más larga de STMP —I’m looking for Money (“Estoy buscando dinero”)— plantea precisamente esa premisa: versa sobre la vida cotidiana de los cantantes de hip hop en Kakuma. En una jam session, Chris Black hace rimas sobre su miedo a volver a Somalia y encontrarse a Al Shabab, DOF le responde que en Burundi todavía se matan entre hutus y tutsis y BDM remata: si vuelvo a Sudán, no me dejaran seguir creyendo en Cristo.
Salir de allí
El cineasta se gana la vida sacando fotografías en bodas y pasa el rato mirando comedias románticas, pero no cree que el amor sea posible en este contexto: “Para amar primero debo salir de Kakuma” dice. Sonríe cada vez que explica su proyecto, sonríe cuando cuenta la trama de la película que va a hacer, pero cada vez que sonríe seguido aclara: “Detrás de mi sonrisa hay un mundo de dolor”. Le duele, por ejemplo, que un grupo de somalíes se hicieran pasar por amigos para robarle una cámara y un ordenador. Al menos le sirvió como inspiración para grabar Siku ya Juma (“El robo de Juma”): una película en la que Juma es un pequeño ladrón de teléfonos móviles que es linchado por sus víctimas en represalia por sus robos.
Fidele suele etiquetar en Facebook a varios extranjeros que pasaron por su estudio — un periodista argentino, Angela Wells del Jesuit Refugee Service y Liz Argus, una fotógrafa australiana amiga de Batakane— en publicaciones con fotos en las que posa con sus alumnos y frases como: “Confío en ustedes”, “Pensar en ustedes no me deja dormir” o “No me defrauden”.
La vida del cineasta de Kakuma comenzó como una película de terror que se pausó —siente— cuando se transformó en un refugiado. ¿Rebobinar? Jamais. ¿Volver? Pas possible. Si no se puede marchar como lo hizo Batakane, prefiere descansar en paz en Kakuma, un lugar que en suajili significa “ninguna parte”.