Es un edificio mediada la avenida Istiklal, de mármol sucio, cuyos remaches dorados en marcos y ventanas han perdido el brillo de antaño. Los letreros señalan la consulta de un abogado o de un sastre a punto de jubilarse y los fluorescentes no alumbran lo suficiente sus lúgubres pasillos. En los bajos huele a tinta y a plomo, a objeto antiguo. Aquí se imprimen, se cortan, se doblan y se preparan para repartir algunos de los diarios de las minorías religiosas de Estambul. El último vestigio de unas comunidades que, poco a poco, se extinguen.
Varias fotografías de vírgenes, un retrato de Mustafá Kemal Atatürk —el fundador de la República—, otro de una actriz pasada de moda y carteles de taquillazos de hace más de dos décadas adornan las paredes del cuarto. “Son para tapar la mugre”, reconoce el impresor Varant con su sonrisa amarillenta, mientras coloca las planchas del diario armenio Nor Marmara (Nuevo Mármara) entre los rodillos de la rotativa. Las encera y las limpia, añade aceite a los engranajes y aprieta el botón de en marcha. Unos dedos mecánicos que parecen patas de araña extraen las hojas de papel del montón y se las dan de comer a la máquina, que las engulle por un lado y, por el otro, las escupe impresas en los bellos e ininteligibles caracteres armenios que, al no versado, podrían parecerle runas antiguas. Una rueda gira rítmicamente, señala cuántas páginas han sido ya impresas y acompaña el tamborileo de las patitas de araña.
“La máquina no se puede fotografiar”, dice Varant para evitar que dispare. “No es que yo no quiera, pero los dueños se pueden mosquear. Ya ha pasado otras veces”. El temor de las minorías cristianas y judías en la eminentemente musulmana Turquía tiene su punto de lógica. A veces, en cambio, se extiende hasta ámbitos absurdos.
Ver funcionar una vieja imprenta es como ser testigo de algo pasado. Pero no es el único pasadizo temporal que se atraviesa en este sótano mal iluminado. Aquí todo se hace como antes. A mano se pliegan y unen las hojas impresas de Nor Marmara, de Ijo (Eco) y de Apoyevmatini, estos dos últimos diarios en griego. Las maquetas llegan a las once de la mañana y, después de imprimir, doblar y montar los periódicos manualmente, no se empieza a repartir hasta mediodía. Son vespertinos, un modelo de diario que prácticamente se ha extinguido de la faz del planeta. También se reparten a pie. Al liceo griego de Zappion, a una vecina, al dueño de una frutería…
“Son 40 minutos de paseo por el barrio de Cihangir, luego voy al de Moda, en la orilla asiática, y termino en Kurtulus”, explica el repartidor Sabahattin, enumerando algunos de los barrios estambulíes donde la presencia de las minorías es más palpable.
Sabahattin no es un buen nombre para trabajar en la prensa. O sí. Sabahattin Alí figura en el panteón de honor de periodistas muertos en Turquía en extrañas circunstancias: el escritor y director de prensa fue asesinado en 1943, probablemente por los servicios secretos, y su cadáver nunca fue hallado.
El padre del repartidor ya se dedicaba a la prensa y él comenzó en 1968 voceando los titulares de los periódicos por la calle. De madrugada entraba a trabajar en la imprenta de Hürriyet, el diario más leído del país, y por la tarde repartía Apoyevmatini y otros diarios de minorías.
Sabahattin no es griego. Es turco. “Pero siempre crecí entre ellos”, dice. Griegos, armenios y judíos del barrio de Kurtulus.
Vassiliadis, el guerrero infatigable
Escribir sobre las minorías en Turquía tiene algo de otoñal. Es un esfuerzo casi fútil. En cuanto tratas de aprehender algunas páginas de su historia, se desprenden como las hojas de los árboles, doradas, secas, testigo de un tiempo que ya es pasado y que se deshace entre los dedos como el polvo. Como la memoria.
Es, además, una historia de tragedias. La más conocida comenzó un 24 de abril de 1915, cuando el Gobierno otomano, acosado en todos sus frentes por las potencias enemigas, ordenó enviar al destierro a 235 destacados intelectuales armenios de Estambul, entre ellos no pocos periodistas. A los intelectuales le siguió la deportación de más de un millón de ciudadanos otomanos de etnia armenia a los desiertos de Siria: pocos regresaron con vida de estas caravanas de la muerte, internacionalmente conocidas como el Genocidio Armenio, y por los armenios como el Mets Yeghern, el Gran Crimen.
Pero hay más episodios trágicos. En 1923 se pactó un intercambio de población: más de un millón de cristianos ortodoxos de Anatolia fueron enviados a Grecia, y casi medio millón de musulmanes que habitaban allí hicieron el camino inverso hacia la nueva República turca. En la década de 1930 hubo pogromos contra los judíos de la Tracia turca, y en las de 1950, 1960 y 1970, contra los griegos de Estambul. En plena Segunda Guerra Mundial, mientras Turquía se convertía en tierra de acogida para los judíos que huían del exterminio en el Reich alemán, Ankara aprobó una medida sin precedentes: gravó las posesiones de los no musulmanes con un impuesto especial que dejó a la mayoría en la ruina.
Aquellos que no podían pagar fueron enviados a campos de trabajo en el este del país. Como la decisión parecía sacada de la propia mente de Hitler, la presión internacional hizo que el entonces presidente turco, Ismet Inönü, diese marcha atrás y cerrase los campos, pero ya había conseguido lo deseado: reducir el poder económico de cristianos y judíos. Así que tras la contienda, muchos hicieron las maletas hacia Israel, Grecia, Europa o Norteamérica. Si a inicios de la Primera Guerra Mundial los armenios, griegos, católicos levantinos, búlgaros y judíos representaban cerca del 20 % de la población otomana, un siglo más tarde apenas eran el 0,2 % de la turca. En Estambul eran 400.000 los miembros de las minorías en torno a 1914, casi la mitad de sus vecinos; hoy son menos de 100.000, un gota en un océano de más de 15 millones de habitantes. “Cada vez quedamos menos”, lamenta el impresor Varant.
De ahí los periódicos que editan, cada uno en su lengua, los judíos, los armenios y los griegos de Estambul. Es una batalla contra el avance inexorable de la historia. Scripta manent. Una guerra sin cuartel contra las huestes del tiempo.
Uno de sus guerreros más incansables es Mijalis Vassiliadis. Pelea cada día con uñas y dientes, casi en solitario, con una energía que nadie sabe de dónde sale a sus 79 años.
Que le hablen de crisis de la prensa le debe sonar gracioso a este vejete de mirada inquieta. En su vida como periodista no ha conocido otra cosa que crisis y problemas. La primera publicación en la que trabajaba, el semanario en griego Elefzeri Foni, fue clausurada por los tribunales turcos bajo la acusación de “dañar la unidad nacional”; su director escapó a Grecia y dejó al joven Vassiliadis solo frente al fregado judicial, que se prolongó durante una década hasta que en 1975 fue absuelto. Se empleó en otro periódico, pero, para entonces, eran menos de 10.000 los griegos que quedaban en Estambul (diez veces menos que al inicio de la República) y el negocio de la prensa en griego hacía aguas. Finalmente, él también hizo las maletas y se estableció en Atenas, donde trabajó como periodista durante casi tres décadas.
En 2002, cuando había echado el cierre a la revista que dirigía y se disponía a jubilarse, recibió una llamada de Estambul. El director de Apoyevmatini acababa de morir y le proponían tomar el relevo. El diario languidecía; en sus últimos años, su director había gestionado la publicación postrado en la cama, gravemente enfermo. Se notaba: las páginas contenían abundantes referencias a las bondades de la vitamina D y al peligro del colesterol. Inexplicablemente, Vassiliadis aceptó mudarse de nuevo a su país de nacimiento y hacerse cargo del moribundo Apoyevmatini: “El periodismo es como entrar en una planta de infecciosos, el virus te contagia rápidamente”.
El maestro de la autocensura
Cuando lo vi por primera vez, a finales de 2006, en las oscuras oficinas de Apoyevmatini, Vassiliadis se peleaba con las tijeras y el pegamento sobre la mesa de luces. Armado con unas pocas herramientas, una fotocopiadora-escáner, un viejo escritorio y un ordenador comprado por piezas que le había montado su hijo, él lo hacía todo. Dirigía, redactaba las notas, seleccionaba dos o tres imágenes y confeccionaba las páginas. En el sentido literal: recortaba las noticias y las pegaba una junto a la otra, fotocopiaba la página y la escaneaba para enviarla a imprenta. Era como el Kirk Douglas de El Gran Carnaval.
“Conozco los periódicos por delante y por detrás, de arriba abajo. Sé escribirlos, publicarlos, imprimirlos, empaquetarlos y venderlos. Puedo encargarme de las grandes noticias y de las pequeñas. Y si no hay noticias, salgo a la calle y muerdo a un perro”.
Vassiliadis me echó con cajas destempladas. No tenía tiempo para atender entrevistas, pues se aproximaba la hora de cierre: las once de la mañana.
Ahora su trabajo es ligeramente más reposado: la plantilla de Apoyevmatini se ha doblado —son dos: él y su hijo Minas—, utilizan programas modernos de maquetación y ordenadores más potentes. Aunque trabajan desde casa. Desde su fundación, en 1925, el diario había tenido sus oficinas en el Pasaje de Siria, una de las bellas galerías construidas a inicios del siglo XX en la entonces conocida como Grand Rue de Pera (actual Istiklal), cuando Estambul era una de las capitales del mundo. Sus puertas son altas y las adornan motivos art déco. Sus bajos los ocupan los negocios del momento: hoy son un café que trata de imitar el cálido ambiente de antaño, una casa de cambio, un negocio de comida rápida y otro que se anuncia como la mayor tienda del mundo de ropa de segunda mano. Mañana serán otros.
En 2014, a raíz de la nueva ley para acabar con los inquilinos de renta antigua, Apoyevmatini tuvo que abandonar el edificio. Padre e hijo arrastraron a pulso el viejo escritorio de madera, que hoy, abombado y bajo una pila de papeles, se halla encajonado en el pequeño despacho del hogar de Mijalis Vassiliadis. Sobre él se han escrito algunas de la páginas más importantes de la historia de la comunidad griega de Turquía en los últimos cien años.
Las minorías no musulmanas de Turquía se regulan por un acuerdo internacional que antecede a la República, el Tratado de Lausana, que permite la organización de sus comunidades en torno a sus credos o Iglesias y garantiza la igualdad de sus derechos respecto al resto de ciudadanos turcos.
“Siempre se nos ha tratado como a hermanos, pero como a hermanos pequeños”, se queja Vassiliadis. “En la cultura anatolia, el hermano mayor siempre tiene razón. Al hermano mayor se le respeta y se le besa la mano. Así que, en la práctica, jamás hemos sido ciudadanos en igualdad de condiciones”.
Y eso a pesar de que la huella de las minorías es innegable en la historia de Turquía. La primera imprenta del Imperio Otomano fue establecida por sefardíes escapados de la península Ibérica; los palacios y mezquitas más importantes del siglo XIX fueron construidos por arquitectos de la familia armenia Balyan; la sombrerería Vakko, uno de los símbolos de elegancia de las clases pudientes turcas, fue fundada por un judío —igual que la española Mango, creada por Isak Andiç, un judío estambulí emigrado a Barcelona—; Kifidis, una de las cadenas de zapaterías y material ortopédico más extendidas de Turquía, la estableció el técnico ferroviario griego Tanas Kifidis en 1919, y también pertenecía a la minoría griega uno de los mejores futbolistas turcos de la historia: Lefteris Andoniadis.
En 1923, Turquía era un país en ruinas tras más de una década de conflictos bélicos: las guerras balcánicas, la Primera Guerra Mundial y la Guerra de Independencia. A Anatolia habían llegado sucesivas oleadas de refugiados turcos y musulmanes expulsados de los Balcanes y el Cáucaso por los nuevos estados cristianos. Y las nuevas autoridades turcas se mostraban suspicaces respecto a las minorías no musulmanas, que además habían apoyado a los enemigos que desmembraron el Imperio Otomano: los armenios se habían aliado con rusos y franceses, los griegos con británicos y con el Ejército de Grecia. La nueva República turca debía cerciorarse de que aquello no volviera a ocurrir: había que construir un Estado lo más homogéneo posible.
“En la década de 1920, los grandes imperios de Europa se derrumban y dan lugar a los estados-nación. Allá donde vivían los polacos se fundó Polonia; donde vivían los alemanes, Alemania; donde los húngaros, Hungría; donde los griegos, Grecia… Pero Turquía no se fundó sobre las tierras donde vivían los turcos. La élite turca del Imperio Otomano procedía de Macedonia y Salónica (en las actuales Grecia y Macedonia del Norte). Anatolia, en cambio, era un mosaico de pueblos y religiones: había turcos, armenios, kurdos, circasianos, cristianos turcohablantes… Es decir, Turquía estableció antes el Estado y luego creó la nación”, opina Vassiliadis. “Por eso, los nuevos gobernantes decidieron emprender un programa de asimilación y turquificación de los pueblos musulmanes de Anatolia, y de disolución de las minorías. Para ello, lo primero que tenían que hacer era arrebatar la economía de manos de los no musulmanes, que controlaban la industria, el comercio y la banca”.
Los hermanos Konstandinos y Andonis Vassiliadis, tíos segundos de Mijalis, poseían una importante farmacia en el céntrico barrio estambulí de Pera a inicios de la década de 1920. En Ankara, las autoridades habían decidido que, a partir de entonces, las licencias para operar las farmacias —hasta entonces en manos de cristianos y judíos— serían repartidas por sorteo. Y casualmente los musulmanes siempre tenían más suerte en las rifas, así que los Vassiliadis perdieron su negocio.
Pero tenían contactos. Habían estudiado en el liceo francófono de Galatasaray, donde se formaron algunos de los altos funcionarios de la naciente República. Sus antiguos compañeros les prometieron una nueva oportunidad: una licencia para establecer un periódico en griego. Así nació Apoyevmatini en 1925, de mano de los Vassiliadis, expertos en ungüentos y fármacos sin la más remota idea sobre el mundo de la prensa.
Era un buen negocio. La mayor parte de los diarios griegos del Imperio Otomano había cerrado, pero en Estambul aún residían unos 120.000 rum o romaicos, como se conoce a los griegos de Turquía por ser descendientes del Imperio Romano de Oriente (los bizantinos). Apoyevmatini tiraba 30.000 ejemplares diarios y su redacción la dirigía un reputado periodista: Kavalieros Markuizos.
“Pero los favores se pagan. Markuizos era un verdadero periodista y escribía de forma honesta. Eso no le debió gustar al Gobierno, que pidió un cambio a los Vassiliadis —relata el actual director de Apoyevmatini—. En su lugar, contrataron a Grigoris Yaveridis, un maestro de la autocensura. Sabía lo que convenía escribir y lo que no. A mí eso no me gusta, pero era un capitán empeñado en salvar el barco. Quizás sin él no habríamos llegado hasta aquí”.
De hecho, en casi cien años de historia, Apoyevmatini solo ha dejado de llegar a los quioscos durante quince días. Fueron las dos semanas que siguieron al pogromo de septiembre de 1955, cuando una turba de nacionalistas turcos, enfurecidos por las demandas griegas de anexión de la isla de Chipre, asaltó a los griegos del barrio de Pera al grito de “¡Muerte a los infieles!”. Unas 5.000 propiedades, entre tiendas, hogares, iglesias y escuelas griegas —también algunas armenias y judías— resultaron gravemente dañadas. Entre trece y treinta griegos fueron asesinados, varias mujeres violadas y a un cura se le practicó la circuncisión por la fuerza.
Las oficinas de Apoyevmatini no sufrieron daño alguno porque estaban situadas frente al consulado soviético y la policía había establecido un cordón de seguridad. “El tío Stalin nos salvó”, bromea Vassiliadis.
El periódico, en todo caso, dejó de publicarse durante dos semanas. “¿Qué iba a escribir Yaveriadis?”, dice Vassiliadis. “Si no hablaba del pogromo, mal, enfurecería a sus lectores, que lo habían sufrido. Y si hablaba de él, mal también, porque se enfadaría el Gobierno. Así que decidió no salir. Yaveriadis era muy hábil con la autocensura”.
Yaveriadis estuvo al frente del diario hasta 1975, cuando le sucedió Yorgos Adosoglu, el hombre que dirigió la gaceta hasta el último suspiro en su lecho. Mijalis Vassiliadis, al heredar la publicación, le dio un lavado de cara: en sus cuatro páginas formato sábana, de letra apretujada propia de la prensa del siglo XIX, procuran incluir todo tipo de noticias, aunque sea en formato breve.
“Intentamos que nuestros lectores, tras leer Apoyevmatini, tengan una idea meridiana de lo que ha sucedido en Turquía y en el mundo el día anterior”. En definitiva, lo que siempre ha sido un periódico. Eso sin olvidar todas las noticias que atañen a la comunidad griega de Turquía, pues su lema distintivo es “Ningún rum nace o muere sin que se entere Apoyevmatini”.
Gracias a las nuevas tecnologías, pueden enviarlo a todos los rincones del mundo en formato PDF y permitir que, por ejemplo, un rum emigrado a Australia pueda mantener los lazos con su país natal y su comunidad. Publica 600 ejemplares al día, lo que podría parecer una nimiedad. No para Vassiliadis: “Teniendo en cuenta que nuestro público objetivo son los 2.500 griegos que quedan en Estambul, somos proporcionalmente el periódico más vendido del mundo”. Y hace las cuentas: “Para superarnos, Hürriyet debería vender veinte millones de ejemplares en Turquía. El País, once millones”.
Pero avances tecnológicos aparte, la versión en papel de Apoyevmatini sigue llegando a sus lectores después del mediodía. Eso es precisamente lo que significa su nombre: El Vespertino. “La mayoría de los medios de las minorías son tradicionalmente vespertinos. ¿Por qué? Por lo mismo que teníamos a Yaveridis al frente. Por la autocensura. Así daba tiempo a leer lo que decía la prensa turca generalista, a corregir lo que ibas a publicar y a no salirse mucho de la línea”.
El viejo Vassiliadis, con todo, ya no se guía por estos patrones antiguos. “Los del Gobierno [turco] leen el Apoyevmatini y no les gusta lo que pone. ¡Pero somos tan pocos, los rum! Además, tengo 79 años, ¿por qué me voy a callar ahora?”. Para lo que le queda en el convento…
Ciudadanos de Turquía
Ara bey (don Ara, en turco) es un hombre orondo, cuya figura parece de otros tiempos, extraída de una viñeta de la década de 1950. Su boca de gruesos labios paladea, medita cada respuesta antes de convertirla en palabras, quizá no tanto por temor a expresar sus ideas como a que, puestas negro sobre blanco, sean malinterpretadas. La realidad, la difícil realidad de su comunidad, transita por el espacio de los grises.
Ara Koçunyan es armenio, ciudadano turco de etnia armenia, como se encarga de subrayar: “Nosotros somos ciudadanos de la República de Turquía, no de la República de Armenia, aunque a veces lo confundan. Esta situación tan peculiar, en un mundo cada vez más estandarizado, nos aporta riqueza y nos entrena para superar los problemas: ser armenio en Turquía significa, por fuerza, ser flexible y resistente”. Solo así ha podido sobrevivir, navegando sobre procelosas aguas, Jamanak, el diario más antiguo de Turquía en circulación. Casi un siglo de historia, siempre bajo la batuta de una generación tras otra de Koçunyan.
En 1908, en la calles de Estambul se oía hablar en armenio y en griego, en turco y en francés: todas ellas eran lenguas autóctonas. En la capital otomana se imprimían por aquel entonces 53 diarios, de los cuales solo 16 se publicaban en turco; había varios bilingües, otros en griego, en ladino, en armenio, en francés, en búlgaro, en serbio… En julio de ese año, un grupo de oficiales del movimiento de los Jóvenes Turcos forzó al absolutista sultán Abdülhamid II a restaurar la Constitución de 1876 y convocar elecciones democráticas. En las fotos de la época se observan las calles de Estambul, de Esmirna, de Salónica, de Monastir y de otras importantes ciudades otomanas atestadas de gente celebrando aquella revolución con pancartas en turco: “¡Viva la patria! ¡Viva la nación! ¡Viva la libertad!”; en armenio: “Libertad, fraternidad, justicia”; en griego: “¡Viva la Constitución!”.
También ese mismo año, henchidos por los nuevos vientos de libertad, dos avispados empresarios armenios, los hermanos Koçunyan, fundaron Jamanak (El Tiempo).
“Entonces no era un periódico de minorías, publicaba 150.000 ejemplares y cada día se distribuía por todos los rincones del Imperio y más allá, de los Balcanes a El Cairo”, asegura su actual director. “La idea era formar a la opinión pública armenia”.
Pero el optimismo con el que fue recibido el nuevo Gobierno constitucional se trocaría, al cabo de unos años, en la mayor de las tragedias. Esos mismos Jóvenes Turcos cuyas reformas modernizadoras permitieron florecer a periódicos como Jamanak terminarían enviando a cientos de miles de armenios a morir en los desiertos de Siria.
De ahí los grises, las contradicciones.
Hoy en Turquía viven unos 70.000 armenios. Y en Jamanak trabajan diez personas para hacer llegar a sus 1.200 abonados un periódico de cuatro páginas, que incluye noticias sobre la comunidad armenia turca y sobre las relaciones entre los estados de Turquía y Armenia, dos países cuya frontera permanece cerrada pero que, en los últimos años, han vivido ciertos intentos de deshielo.
“Nosotros somos la memoria de la comunidad”, sostiene Ara Koçunyan. Frente a Agos, semanario en turco y armenio que trata de ser más crítico, Jamanak ofrece una visión más cercana a la del Patriarca Armenio, quien, como líder espiritual de la comunidad, trata de ser más contemporizador con el poder del momento.
No es fácil. A la memoria del Genocidio —cuyo mero nombramiento puede acarrear procesos judiciales en Turquía—, al impuesto sobre las propiedades de las minorías en 1941, al hecho de ser convertidos en diana cada vez que las relaciones entre Turquía y Armenia se enconaban, los armenios han reaccionado siempre con la cabeza gacha, tratando de pasar desapercibidos. Solo una vez dijeron basta, cuando en 2007 uno de sus más destacados periodistas —el director de Agos, Hrant Dink— fue asesinado, y ellos, apoyados por cientos de miles de turcos hartos del nacionalismo imperante, salieron a la calle a gritar: “¡Todos somos Hrant! ¡Todos somos armenios!”.
“En los últimos veinte años, la sociedad civil se ha reforzado y nuestra situación ha mejorado mucho”, dice Koçunyan, que cita el ejemplo del último parlamento antes de las elecciones del pasado junio. “Por primera vez desde la década de 1910 hubo diputados armenios. Y además tres, uno por cada uno de los tres mayores partidos”.
Jamanak, junto a otros medios de las minorías, recibe subvenciones estatales que le permiten sobrevivir, un apoyo que acarrea gran importancia simbólica. Más grises, más contradicciones: todo estos avances han sucedido estando al frente del Gobierno turco un partido islamista cuyos líderes se reclaman admiradores de Abdülhamid II, conocido en Europa como El Sultán Rojo por la sangre armenia vertida en las matanzas de finales del siglo XIX.
Y han ocurrido, además, en un momento en que los islamistas se han desatado en el uso de la palabra gavur (“infiel” o no musulmán) en mítines y artículos. En un estudio sobre el discurso del odio, la Fundación Hrant Dink recabó 169 referencias a los “infieles” publicadas en la prensa progubernamental turca entre diciembre de 2016 y abril de 2017. Artículos como el del columnista Muzaffer Dogan, titulado Ni del cerdo se pueden hacer alfombras, ni del infiel se puede hacer un amigo. O declaraciones como las del entonces viceprimer ministro, Numan Kurtulmus, quien dijo que la “independencia” de Turquía significa “poder llamar infiel al infiel”. O el tuit de un diputado del partido gobernante en el que pedía que sus electores sellasen la papeleta de voto “no como si sellaseis un papel, sino como si golpeaseis a un infiel”.
‘Kuando muncho eskurece es para amaneser’
Estos discursos los conocen y los temen en Shalom, el semanario de los judíos de Turquía. El día de las elecciones del pasado 24 de junio alguien fotografió y publicó en internet la imagen de un panel que había visto en una escuela de Estambul al ir a votar. Decía así: “Judío significa traidor, alguien que golpea por la espalda. Judío significa aquel hombre incapaz de mantener su palabra. El judío es cobarde, pero sabe bien cómo matar a inocentes”.
Las protestas del Rabinato de Turquía obligaron al director de la escuela a retirar el cartel, pero no ha sido ni será el último episodio de antisemitismo. Por eso todas las sinagogas del país están fuertemente protegidas por la policía: cada vez que hay tensión entre Turquía e Israel, a veces grupos o a veces algún descerebrado suelto se manifiestan frente a ellas. No importa que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, haya recordado que los judíos de Turquía son ciudadanos turcos.
“Cualquier judío turco te dirá que una de las cosas más importantes de su vida es que las relaciones entre Turquía e Israel vayan bien. Turquía es nuestro país. Pero Israel es nuestra segunda patria, porque estamos sentimentalmente ligados a él y tenemos a muchos familiares allí”, explica en inglés Ivo Molinas, director de Shalom: “Claro que hay miedo. Tener miedo es un instinto básico del ser humano. No sentimos antisemitismo en la calle ni en las relaciones con los funcionarios ni en los hospitales, pero en las redes sociales y en la prensa sí está muy extendido. Vivimos en una época en que no analizamos con profundidad, tomamos como verdad cosas que vemos en internet sin pararnos a pensar si es falso o no, si se trata de un hecho o una opinión. Así se construyen realidades paralelas y el antisemitismo se propaga como un virus. Ese es el comienzo del fascismo”.
Contra estos molinos de viento trata de desplegar sus hojas Shalom. De ser un periódico cerrado en su comunidad ha pasado a intentar abrirse a todos los lectores.
“Cuando asumí la dirección, hace nueve años, incluí a escritores y columnistas no judíos y ampliamos los temas sobre los que escribíamos. La idea es que los lectores tengan una percepción más realista de lo que son la religión, la cultura y la comunidad judías. Porque muchos de los prejuicios se derivan de la ignorancia: muchos turcos musulmanes no han conocido a un judío en su vida. Cuando no conoces al otro tienes ciertos temores sobre él”, dice Molinas.
Ahora, de los 3.000 suscriptores con que cuenta Shalom, el 15 % no son judíos. Y de los 80.000 que visitan su web cada semana, la gran mayoría tampoco lo son.
Shalom fue fundado por el periodista Avram Leyon, cuyo padre y tíos murieron defendiendo el estandarte otomano en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. A los dieciséis años, huérfano de padre, tuvo que empezar a trabajar para pagar la dote de su hermana y lo hizo como redactor del prestigioso diario independiente turco Cumhuriyet, que aún sobrevive pese a la persecución gubernamental. En 1947 creó Shalom junto a varios colegas.
“Sus compañeros lo dejaron solo pero él continuó el periódico, con sus propios medios, hasta la década de 1980. Terminó enfermo y exhausto en todos los sentidos, había gastado todo su dinero en mantenerlo a flote”, relata Molinas. “Así que la comunidad judía decidió hacerse cargo de él. Un periódico de minorías es muy difícil de sostener económicamente si la comunidad no es grande”. Del más de un centenar de medios judíos que se imprimían en tiempos del Imperio Otomano, la mayoría sefardíes, este es el único que queda.
Más de la mitad de los judíos que residían en Turquía emigraron a Israel cuando se creó el Estado judío y hoy quedan entre 17.000 y 25.000, según las estimaciones. Son, en su mayoría, sefardíes, herederos de los judíos expulsados de España y Portugal a finales del siglo XV. Su lengua es el ladino, una versión que a oídos del español moderno suena al meloso castellano de La Celestina. Por eso, Shalom, cuyas páginas se escriben en turco, incluye una página semanal en ladino y, una vez al mes, una separata de varias páginas en esa lengua. Es El Amaneser, que se reivindica como el único periódico del mundo en ladino, y que se rige por esta máxima: “Kuando muncho escurese es para amaneser”. Es decir, cuando peor están las cosas es cuando ya solo pueden ir a mejor.
Pero Molinas no es optimista. “No podemos salvar a un enfermo que se está muriendo”. En la década de 1930, el Gobierno de Ankara puso en marcha la campaña nacionalista ¡Ciudadano, habla turco! “Los únicos entre las minorías que la acatamos realmente fuimos los judíos. Y empezamos a poner nombres turcos musulmanes a nuestros hijos. Mis padres hablaban ladino en casa, pero en la escuela yo siempre hablé en turco, así que lo entiendo pero no lo hablo correctamente. Con mi mujer, en casa, hablo en turco, así que mis hijos apenas entienden el ladino y por supuesto no lo hablan. La generación de mis nietos no sabrá nada”, dice. “Lo que hace que una lengua viva es que se hable diariamente y el ladino ya no se habla. La realidad sociológica es que, si no se habla una lengua, esta muere. El Amaneser nos sirve para recordar a la gente que una vez existió el ladino”.
“Desapareceremos”
Quizás no es tan agónica como la del ladino, pero en general, la situación de las minorías en Turquía no es mucho más halagüeña.
“Desapareceremos. Será en en diez años o en cien, pero desapareceremos”, lamenta Vassiliadis. “La media de edad de nuestra comunidad es superior a sesenta años y los jóvenes se marchan. Sin embargo, no podemos pensar el futuro solo con la cabeza, fríamente, ni solo con el corazón, sentimentalmente. Hay que pensar con ambos”.
Mientras, se agarran a sus pequeños periódicos, a su papel, a su memoria.
A veces, hay razones para la esperanza. En 2011, Apoyevmatini estaba abocado al cierre. La publicidad con la que se mantenía procedía casi toda de Grecia: líneas aéreas, instituciones benéficas… Pero la crisis económica estalló y todos los anunciantes se retiraron. Ese año, el centro de estudios socioeconómicos TESEV organizó en Estambul un simposio para discutir los problemas de la prensa: allí estaban todos los directores de los grandes medios turcos. Entre el público, Mijalis Vassiliadis. En el turno de preguntas, el periodista rum pidió el micrófono y se quejó de que ningún medio de las minorías hubiese sido invitado a hablar. Los organizadores le concedieron quince minutos para intervenir. Y explicó sus problemas.
Un joven turco residente en Holanda seguía el encuentro por streaming. Y decidió iniciar una campaña en internet para salvar el diario: “Apoyevmatini es parte de nuestro patrimonio. ¡Que no cierre!”.
Cientos de personas se abonaron de manera solidaria. La publicación tiene ahora mismo 2.600 suscriptores digitales, además de los 600 en papel. “Y aún muchos llaman para renovar su suscripción. Son turcos, no entienden el griego y no pueden leer Apoyevmatini, pero aun así pagan religiosamente”, cuenta Vassiliadis emocionado.
“Después de haber recibido tanto apoyo, ¿cómo podía cerrar? Aunque me cueste trabajo, continúo. Me siento frente al ordenador el lunes por la mañana y no me despego hasta el viernes”.