A la Argentina que finalmente salió campeona en 1986 la entrenaba el ginecólogo Carlos Salvador Bilardo, que es algo así como el eslabón perdido entre Helenio Herrera, el histórico inventor del catenaccio, y el actual Mourinho, que no ha inventado nada pero se le da de maravilla azuzar el antifútbol.
En la fase eliminatoria previa, Perú le había ganado a Argentina en Lima y al último partido en Buenos Aires las dos selecciones llegaban a definirlo todo en noventa minutos. A los argentinos les valía el empate. A Perú, solo ganar.
Al menos hasta el minuto ochenta, Perú fue la poesía que veía Pier Paolo Pasolini en el fútbol de nuestro continente. Incluso la marca personal tipo estampilla que el entrenador peruano había ordenado sobre Maradona recayó en un tipo bonachón y voluntarioso obligado a ejercer de poeta maldito: Luis Cachete Reyna. En el otro bando, salvo el Barrilete Cósmico, Passarella, Valdano y otros menottistas camuflados por ahí como Ricardo Gareca (el actual seleccionador de Perú, que entró en el minuto sesenta), Argentina fue más bien la prosa. Una prosa es verdad que por momentos “estetizante”, para seguir con la clasificación del italiano. Pero en general fue una prosa “realista”. Esto es, bilardista, llana y utilitaria.
Todo futbolero de hoy comprometido con su tiempo sabe cómo terminó esta historia, con la mano de Dios, la zurda de Dios y la segunda Copa del Mundo para Argentina. Así que no la voy a relatar. Basta decir que el gol que puso el 2 a 2 definitivo en ese partido por las eliminatorias lo marcó El Flaco Gareca. El mismo que tres décadas después aceptó entrenar a la selección peruana que ya tiene el vuelo contratado para Rusia.
“Mayor redención, imposible”, escribió el poeta y novelista Renato Cisneros. Gareca dice que él no lo ve así, que entonces era un delantero llamado a jugar por su país y que hacer goles, ese gol o cualquiera, era su trabajo. El empate llegó a diez minutos del final, tras un tiro al palo de Passarella y un amontonamiento en el área chica en el que Gareca, fresco físicamente y con las piernas largas como zancos, fue más rápido para empujar la pelota al arco ante la mirada inmóvil de varios defensas peruanos.
Tras su participación en México 70, Argentina 78 y España 82, Perú cayó eliminado con ese empate ante Argentina y no fue a aquel Mundial de 1986. Tampoco al siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente, ni etc. El de Rusia es su primera Copa del Mundo desde hace treinta y seis años.
Esa eliminación coincidió con el inicio de la peor crisis social, económica y política del Perú contemporáneo. Los años de la depresión severa. Donde toda calamidad en lo futbolístico fue (es, siempre lo será) lo de menos.
Un país deprimido tiene una selección depresiva, a menudo incluso deprimente.
Y sí, lo sé: todo es opinable.
Hasta que aparecen los hechos.
El mismo domingo 22 de junio de 1986 en que Argentina le ganó a Inglaterra con ayuda de la mano y la zurda de Dios, en el Perú de Vallejo el otro Dios (el que da origen a la metáfora futbolera) se declaraba enfermo. Ese día se confirmó que el gobierno peruano presidido por Alan García había matado a unos 300 presos acusados de terrorismo tras un motín en las cárceles que hoy recibe el nombre de “La Matanza de los Penales”, porque dos terceras partes de los muertos ya se habían rendido cuando la Marina de Guerra siguió bombardeándolos. Es casi seguro que los presos fuesen efectivamente terroristas de la banda Sendero Luminoso, por lo que García le estaba dando la razón al psicópata ideólogo maoísta de Sendero que sostenía que “la sangre no ahoga la revolución, sino que la riega”.
También daba comienzo a otro fracaso mayor: el de derrotar militarmente a una organización fanática camuflada de tal forma en la sociedad civil que en los veinte años que duró el conflicto murieron 70.000 personas, la mayoría indígenas y campesinos sorprendidos por el fuego cruzado entre terroristas y fuerzas armadas.
Después de García, casi acunado por él, llegó Fujimori y su década de la infamia. Y tras este, más presidentes que ahora están en la cárcel, con órdenes internacionales de captura o bajo sospecha. Un país que económicamente no paró de crecer (al menos para eso sirvió la segunda mayor herencia que dejó el primer gobierno de García: la hiperinflación, un veneno traumático que, como las vacunas, impide que uno se enferme de lo mismo en el futuro), pero que institucional y socialmente quedó desintegrado. Un país de un individualismo salvaje donde cualquier fin económico justifica los medios y la ausencia de conflicto moral para conseguirlo. Un país informal, corrupto, carente de las nociones básicas de lo público y del respeto ciudadano por el otro. Un país culturalmente devastado. Un país en ruinas.
El fútbol tiene la enigmática capacidad de acelerar o aminorar el paso del tiempo. Un Mundial dura apenas un mes, pero en la mente del hincha se cuentan también los cuatro largos años de espera. Lo que para un niño es una eternidad, para el aficionado es aún peor, es el purgatorio, vaya o no vaya a ir su selección a la próxima Copa del Mundo. Si no va, serán ocho años de espera en la segunda temporada de la Divina Comedia de Dante. Si no va otra vez, serán doce.
Más que un deambular por el más allá, los treinta y seis años que los peruanos nos ausentamos de la máxima competición futbolística del planeta nos han pasado por encima como la maldición del tiempo de los fantasmas que Rulfo narró en Pedro Páramo. Un “quedarse aquí” para siempre, sin la esperanza de hallar algún día la paz del descanso eterno.
Lo peor, lo más triste, fue el accidente aéreo que en 1987 hizo que murieran en el mar dieciséis jugadores del club Alianza Lima. La mayoría jovencitos (los llamábamos, los seguiremos llamando “los potrillos”) y muchos de ellos con tanto talento que ya se les celebraba como el relevo natural de las dos generaciones superpuestas de futbolistas que integraron nuestra década prodigiosa. “Este Mundial también es para ellos”, escribió Jaime Bedoya después de que Perú le ganara a Nueva Zelanda en el repechaje y lograra clasificar por fin a Rusia 2018. El artículo de Bedoya llevaba por título “Un Mundial para los muertos”.
En esos años sin futuro, Perú fue dirigido por veintidós entrenadores, casi todos peruanos, con excepción de dos brasileños, dos uruguayos, un colombiano y un serbio. Y aunque los diplomas al mérito son para uno de los brasileños y el serbio, que lograron la proeza de conseguir cero puntos y un punto en sus respectivas eliminatorias, lo único cierto a lo largo de todo ese tiempo era que el cargo de entrenador de la selección peruana servía para propósitos más simbólicos.
En un país acostumbrado a las derrotas de todo tipo, el entrenador de fútbol estaba para que todos pudiéramos señalar con el dedo al mismo culpable. Era la piñata contratada con anticipación sabiendo también de antemano que cuando la fiesta estuviese por acabar, le íbamos a dar hasta en el alma. Hasta ahí llegaba nuestra visión de futuro en esos años sin futuro. Los campeones en anticipar —alentando, promoviendo— la lapidación y el callejón oscuro.
Llevábamos tanto tiempo acumulando fracasos en una serie de tareas que como país nos exigían unión, sacrificio, disciplina, honradez y respeto por el vecino, que el entrenador estaba predestinado a fracasar en lo mismo, solo que a él sí que le íbamos a exigir pagar los platos rotos. Supongo que muchos entrenadores lo sabían y aceptaban el cargo porque de algo tenían que trabajar. Uno de ellos, peruano, se equivocó una vez al anunciarles la alineación titular a sus futbolistas. Un jugador se lo hizo saber: “Profe, ha dado doce nombres, no once”. En lugar de rectificar, el entrenador castigó al que sí sabía contar: “Ahora el que no jugará eres tú, por huevón”.
Volver a la Copa del Mundo
De siete partidos, Perú había perdido cinco y empatado con Venezuela en Lima. Cuatro puntos en mano de veintiuno volando.
Obligados a mirar los puestos que daban la clasificación al Mundial otra vez con tortícolis, desde muy abajo, lo que los hinchas peruanos en el fondo esperábamos era el fracaso. Es decir, uno más. Lo cual, me temo, debe de ser la única estrategia de supervivencia psicológica que se puede tener en un país con todos los últimos presidentes en prisión por corruptos. Y los que no, fugados o negociando pactos cochinos para no tener que compartir con sus colegas el rancho carcelario.
Pero en septiembre de 2016, Perú le ganó a Ecuador 2 a 1 en su octavo partido por las eliminatorias al Mundial de Rusia. Lo sorprendente no fue el resultado. En un mundo sensato, paralelo al peruano, ganar con las justas un partido que se juega de local no debería sorprender a nadie. Lo que llamó la atención fue cómo lo hizo, con algunos futbolistas hasta entonces considerados suplentes en la selección nacional.
Antes de ese partido, las palabras “triunfo”, “clasificar” y “Mundial” eran para los aficionados peruanos como una dirección mal anotada que para colmo nos quedaba lejos. En las alineaciones titulares consensuadas hasta por los nietos de los dirigentes de la Federación, nuestras estrellas internacionales brillaban, pero fuera, en sus clubes europeos o donde buenamente estuvieran esperando la jubilación. Al Perú llegaban para ver a sus familiares, salir de fiesta con los amigos y, ya de paso, jugar uno o dos partidos vistiendo la blanquirroja.
Ante esta irredimible vocación por habitar las mazmorras del mundo, el que una selección peruana no hubiera vuelto a clasificar a una Copa del Mundo desde 1982 era (y siempre será) lo de menos. Entre medias hemos padecido la barbarie terrorista de Sendero Luminoso. Hemos tenido a Alan García dos veces de presidente. Y, en la misma línea, a los Fujimori robando de lo lindo durante una década y a Alejandro Toledo desperdiciando la oportunidad histórica de ser nuestro Churchill después de la Segunda Guerra Mundial, un gobernante borracho pero honesto. Si para algo sirven los fracasos futbolísticos que se aguardan de antemano es para contrarrestar la ilusión que conlleva esperanzarse en algo. No es que esperanzarse sea malo. Lo malo es la moneda con la que nos suelen pagar desde el poder por esa ilusión. La moneda del desprecio.
Aun así, uno de los misterios más maravillosos del fútbol es que cada partido se juega varias veces. La primera vez sucede en la cancha. Años después, el partido se sigue jugando en la cabeza del hincha, sobre todo en los tiempos en que no existían las videograbadoras portátiles ni mucho menos internet. Tras esa ajustada victoria jugando de locales ante los ecuatorianos, lo que los aficionados teníamos que rebobinar era, siguiendo aquella verdad futbolera que condensó Faulkner en Luz de agosto, la memoria que cree antes que el conocimiento recuerde. Una ilusión a la peruana, hecha de perplejidad, escepticismo y mucho de fe ciega.
En ese partido, Perú jugó con un equipo que desde hacía muy poco empezaba a ser portador de al menos dos buenas noticias. La primera era que los jugadores (im)prescindibles perdían por fin ese prefijo que en el Perú más temprano que tarde se vuelve sinónimo de relajo, cuando no de ojos inyectados por la resaca. La segunda era que ya devueltos todos a la condición terrenal de prescindibles, daba la impresión de que jugara quien jugara la selección siempre iba a responder igual.
Responder no es un verbo intrascendente en este juego. Solo responde quien tiene algo que decir, que en el fútbol significa ser capaz de proponer algo.
Yo estaba tumbado en mi cama y era de madrugada en Madrid, la ciudad por la que había dejado Barcelona hacía algunos años. A trece minutos del final, Perú iba empatando a uno con Ecuador. Veía el partido a través de una señal pirata y escuchaba la narración con audífonos. Si tocaba gritar, lo hacía en silencio y con los puños en alto, para no despertar a mi chica que dormía a mi lado ni a nuestro hijo de dos años que hablaba y se reía dormido en el cuarto contiguo.
En ese momento, juro que se me apareció el espectro de Leonard Cohen.
¡Goool! ¡Gol peruano, conchasumadre!
Cohen, su voz rasposa, le estaba poniendo una canción a lo que acababa de ver en la pantalla.
El gol del triunfo fue un soberano zapatazo que mandó la pelota como un misil allá arriba, donde los arqueros, por más cielo que miren, difícilmente llegarán a tiempo a menos que además de ser guardametas integren un equipo olímpico de salto alto. El 2 a 1 definitivo era de un muchacho que un mes antes había cumplido veintiún años, Renato Tapia, ese día lo supe: un “cinco” que multiplica de tal manera sus labores en la cancha que a veces parece un “diez”. Me levanté de la cama y corrí por toda la casa como un pollo desquiciado. No paré hasta la cocina, donde aproveché para servirme una copita de pisco. La última de la noche, me dije, y regresé improvisando una especie de vals abrazado a mi vaso. La nueva selección peruana que competía para ir a Rusia era, por fin, un equipo que respondía. Un Perú respondón.
Este texto está extraído del libro Treinta y seis años después, de Toño Angulo Daneri, que publica Libros del K.O.