No hay luz en este camerino chiquito, en este cuchitril lleno de muebles viejos donde las dos actrices ensayan con la linterna de un móvil. Una es “la madre”; la otra, “Vido”, la joven a la que esta ha acogido y convertido en su esclava en pago por haberle salvado la vida de una guerra cualquiera, de un genocidio cualquiera, de una carnicería en la que unos hombres han arrebatado a otros “todo rastro de humanidad”.
Complejo de Thénardier, del dramaturgo franco-beninés José Pliya, transcurre en un país sin nombre, en un lugar y un tiempo indeterminados, pero en esta habitación sombría de un teatro de Kinshasa el libreto parece hecho a la medida del Congo, el país de las guerras y los genocidios olvidados.
Faltan diez minutos para que empiece la función y un generador saca de su ocio a la bombilla del camerino y a los focos que iluminan el escenario de cemento cubierto por un tejado de chapa y una enredadera. Aquí el arte está desnudo: no hay butacas ni cortinas de terciopelo, solo un contenedor metálico con suelo de sintasol que hace las veces de oficina y un decorado de sillas de plástico y palés de madera.
En este teatro humilde en un solar vallado de Kinshasa habita a ratos la palabra de Molière, de Jean-Paul Sartre y de Bertolt Brecht. También la prosa de autores locales llevados a Kintambo —un barrio popular de la capital congoleña— por Israël Tshipamba (Kinshasa, 1978). Este actor, dramaturgo y director teatral sueña con “democratizar” una cultura que las clases trabajadoras y la pequeña e incipiente clase media de este país ven como un terreno vedado, un coto de las élites en el que ni siquiera sueñan con poner los pies. Porque el acceso a la cultura no es ajeno a la desigualdad que reina en un país donde el 10% más privilegiado acapara el 32% de la renta, dice el Banco Mundial. Las tarifas por el equivalente de unos diez euros de las escasas salas de espectáculos y de los institutos de cultura extranjeros de la ciudad son, para la inmensa mayoría de los congoleños, la luna. El 63% de la población de la República Democrática del Congo vive bajo el umbral de la pobreza.
Así nació el teatro Tarmac des Auteurs (Plataforma de Autores), inspirado por la idea de luchar contra esa cultura solo para ricos. Y lo hizo en Kintambo, el barrio que un día fue la ciudad de los negros de Kinshasa, la antítesis de la ciudad reservada a los blancos durante la colonización belga, donde los negros solo podían penetrar con un salvoconducto en la mano. Un apartheid sin nombre que no acabó del todo en 1960 con la independencia, esperanza efímera que no ha cristalizado en desarrollo pese a las inmensas riquezas que atesora el país: oro, diamantes, petróleo y coltán, entre otros manás. Porque en esa cueva de Alí Babá solo han penetrado las élites, mientras el pueblo carece de casi todo, empezando por unos servicios públicos dignos de ese nombre. En Kintambo no hay alcantarillado, las farolas sirven para sujetar el aire y las calles están rotas y llenas de basura. Hasta que el Tarmac abrió sus puertas en 2007, en el barrio no había teatros, ni cines, ni bibliotecas. Solo bares, el único ocio al alcance de los olvidados del Congo.
‘La vida es sueño’ en Goma
Le Tarmac des Auteurs nació como un polo de creación de autores: un modo de fomentar la escritura de nuevas obras por parte de dramaturgos en Congo que después se representan en su escenario.
Aunque el teatro privilegia la creación local, la compañía y su director representan a menudo clásicos y autores contemporáneos europeos. Tshipamba ha adaptado a Molière (Georges Dandin), Bertolt Brecht (El alma buena de Se-Chuan), Jean-Paul Sartre (A puerta cerrada) y a dos autores españoles: Calderón de la Barca (La vida es sueño) —que aún no se ha representado— y José Sanchís Sinisterra (El cerco de Leningrado). En las versiones de Tshipamba, los nombres de los protagonistas no cambian pero sí los escenarios. La Polonia de La vida es sueño ya no es Polonia, sino Goma, la capital de la región de Kivu Norte.
Polonia o China, donde transcurre El alma buena de Se-Chuan de Brecht, son lugares lejanos para los congoleños. No así los personajes y la trama de estas obras. Tshipamba está convencido de la “contemporaneidad” de estos clásicos en su país: “Europa ha conocido una evolución por la que nosotros no hemos pasado. Allí las sociedades son democráticas; aquí se habla mucho de una democracia que no existe. Por eso me interesa mucho el tema de la libertad”.
Cuando el Tarmac representó su primera obra —El atentado, del autor argelino Yasmina Khadra— los vecinos no fueron. Simplemente, no les entraba en la cabeza ir a un teatro: “Cuando abrimos, solo venían los niños del barrio, niños pequeños que pasaban el día en la calle. Un día, un señor se me acercó tímidamente y me dijo: ‘Mi hija me ha contado que aquí representáis obras de teatro: ¿Yo también podría venir?’ Cuando ese hombre me pidió permiso, saqué un montón de invitaciones y se las di para él y su familia. Después, otras familias empezaron a acudir. Ahora, el Tarmac pertenece a Kintambo, sus gentes lo han hecho suyo. Cuando cerramos por vacaciones, vienen a preguntarnos cuándo abrimos”, se enorgullece Israël Tshipamba.
El fundador de este proyecto atípico es uno de esos congoleños que, pese a haber podido marcharse de su país, ha decidido quedarse. Tshipamba no nació como un “olvidado”; proviene de una familia de clase media, ha estudiado y viajado, pero también conoce la injusticia, el miedo y la violencia. Como en muchas de las obras que su teatro lleva en cartel, en su familia había un dictador: un padre machista y maltratador que ha marcado su obra y su compromiso con los más vulnerables.
“Empecé a hacer teatro a los 17 años para escapar de la violencia familiar. Mi padre había nacido en 1921 y se educó en la escuela de los blancos. Era un évolué (“evolucionado”, el estatuto de negro “civilizado” del colonizador belga) pero en su tribu, en la región de Kasaï, las mujeres no tienen derechos. Su primera mujer había protegido y escondido en la casa a uno de sus hijos —mi hermano mayor—, en contra de las órdenes de mi padre. Cuando mi padre lo descubrió, la echó a patadas a la calle. Ella era un ama de casa analfabeta y no tenía dinero ni dónde quedarse. Sufrió mucho pero, para mi padre, era solo una cosa: una propiedad”, rememora. Después de deshacerse de su primera mujer, el padre de Tshipamba se casó con la madre del dramaturgo, una niña de trece años.
De esa terrible historia familiar nació la primera obra del autor, un monólogo titulado Humillar a su hijo permite hacer de él un hombre, que escribió en 1997, cuando su progenitor acababa de fallecer. En una escena del monólogo, el padre de Tshipamba descubre que una de sus hijas adolescentes está embarazada. Su reacción es arrancarle la ropa, propinarle una brutal paliza y obligar a la chica a permanecer de pie desnuda con un cartel colgado al cuello con la frase: “Me he dejado preñar”.
Un teatro sin taquilla
Bijou sabe demasiado bien lo que es que te toquen las peores cartas: es mujer, pobre y discapacitada y ha nacido en un país donde vivir y sobrevivir son a menudo sinónimos, incluso con el cuerpo y la salud intactos. Con un refresco delante y sus muletas apoyadas en la silla, esta mujer de cuarenta años espera sentada a que la puerta de chapa del Tarmac des Auteurs se abra. “¿Te llamas Bijou (“joya” en francés)?”, le pregunta alguien. “Claro, es que soy una joya. Soy fantástica”, y luego suelta una carcajada mientras se pone de pie antes de estirar un corpiño rojo que se ha puesto para la ocasión. “Hazme una foto de frente —reclama al fotógrafo—. Y ahora una de culo”, y entonces se vuelve mostrando el trasero mientras sus amigas se parten de risa sobre los triciclos en los que están sentadas. Bijou y las personas que la rodean pertenecen a la Asociación Congoleña para la Liberación y el Desarrollo de la Mamá Discapacitada. Las “mamás” —cualquier mujer adulta en Congo es una “mamá”, tenga hijos o no— vienen a la representación de Complejo de Thénardier, invitadas por Israël Tshipamba.
El Tarmac no tiene taquilla: para los vecinos es gratis. El teatro se financia fundamentalmente gracias a una subvención de Africalia, un organismo de promoción cultural de la cooperación belga en África. Bijou entra sobre sus muletas seguida por una amiga que renquea llevando a una niña de la mano. Las dos mujeres vienen a menudo y “sus preferidas” son las obras donde aparece algún discapacitado que refleja “sus dificultades para desplazarse, trabajar e ir a la escuela”. En realidad, apostilla la presidenta de la asociación, Cimone Annie-Ngoie, “casi nunca lo consiguen”. Por eso algunas de estas mujeres sentadas entre el público con sus piernas de madera, sus zapatos ortopédicos y sus bastones son analfabetas.
La obra está a punto de comenzar. El director del Tarmac pide al público que apague sus móviles y se sienta ante su ordenador, del que sale la música, único atrezo que arropa a las dos protagonistas. Bijou calla, absorbida por la trama en la que “la madre” intenta impedir que la joven Vido se marche y recupere su libertad. Las actrices recitan sobre los palés de madera o el suelo de tierra y Bijou lo vive: por su cara pasan la indignación, la ira, la esperanza y la tristeza. Cuando “la madre” insulta a Vido; cuando la asimila a las ratas que infestan la casa, Bijou llora, quién sabe si pensando en humillaciones pasadas. Complejo de Thénardier está escrita en un francés culto, probablemente difícil para una persona con escasa educación académica y cuya lengua materna es otra. “Eso no es un obstáculo —asegura Tshipamba—, porque lo que importa del teatro son las emociones que transmite”.
Kintambo no es el lugar más humilde donde la compañía del Tarmac des Auteurs ha actuado. Tshipamba y sus actores han representado obras en colegios, mercados y vecindarios como Kisenso, un suburbio degradado presa de la miseria y “la corrupción”, uno más en este coloso de once millones de habitantes que es Kinshasa. Después de la representación, el Tarmac organizó un coloquio en una plaza de ese arrabal para que los vecinos supieran que algunos de los impuestos exigidos por funcionarios no eran tales, sino simples mordidas, como la que “obligaba a las mujeres con puestos de comida en el mercado a alimentar gratis a los policías”, recuerda el director. Este discurso obviamente no agradó mucho a un funcionario allí presente, que inmediatamente llamó a los agentes para que desalojaran a los actores.
El periplo de estos cómicos ha pasado también por la cárcel de Kinshasa, la prisión de Makala. La compañía ha representado entre sus muros una obra escrita por Tshipamba: Orden de Detención Preventiva, que versa sobre las legiones de personas encarceladas en Congo en clara violación de la propia ley del país. “Más del 90% de estos presos —subraya el director del teatro— vegetan en prisión preventiva, algunos desde hace años, a la espera de ser presentados ante un juez”. La legislación del país, sin embargo, obliga a liberar al detenido si en un plazo de cinco días no ha pasado a disposición judicial.
“Cuando actuamos en la cárcel, esos presos preventivos no sabían que no tenían que estar ahí. Nadie les había hablado tampoco de su derecho a un abogado de oficio. Estaban sumidos en un abandono desolador. Y yo me pregunto cómo se puede encerrar a una persona y tirar la llave. Esa falta de humanidad hacia los nuestros nos hace peores que los colonizadores belgas. Siempre me acuerdo de una anécdota que presenció un amigo diplomático que estaba destinado en un país africano. Nelson Mandela estaba de viaje allí y, nada más llegar, pidió visitar una cárcel. Cuando observó la miseria, la suciedad, la iniquidad en la que vivían esos presos, salió de la cárcel y rompió a llorar. Luego espetó a sus anfitriones: ‘Estuve 27 años en la prisión de Robben Island; era injusto pero los blancos me alimentaban, me vestían y me trataban con respeto. Sois peores que ellos”.
Una compañía molesta
Tshipamba y su compañía están empezando a molestar. Congo es formalmente una democracia, pero aquí hablar de democracia y pedir respeto a la Constitución se considera a menudo un desafío al hombre que paradójicamente es el garante de esa Carta Magna: el presidente Joseph Kabila. En diciembre, al término de su segundo y en teoría último mandato, Kabila debería ceder el cargo a su sucesor. Sin embargo, el Gobierno congoleño anunció hace meses que las elecciones presidenciales previstas para noviembre no podrán organizarse. Alegan que poner las urnas es costoso y que Congo no tiene ni dinero para ello ni tiempo para actualizar el obsoleto censo electoral antes de final de año, unos argumentos que, para la oposición y buena parte de la sociedad civil, son un mero pretexto para perpetuar a Kabila en el poder. El clamor que exige que se pongan las urnas a su debido tiempo ha terminado con decenas de políticos, activistas y periodistas independientes entre rejas.
En este contexto, las obras que se representan en el Tarmac son demasiado críticas, demasiado paralelas a la actual realidad congoleña como para que el aparato de seguridad del país no haya puesto ya sus ojos en el teatro. Hace unas semanas, Israël Tshipamba fue convocado a la sede de los servicios secretos congoleños, la temida ANR (Agence Nationale de Renseignements, siglas en francés), para dar explicaciones sobre la obra que su compañía pensaba estrenar: La última noche del rais, de Yasmina Khadra, en la que este autor argelino imagina las últimas horas del líder libio Muamar el Gadafi.
“Rais” quiere decir “presidente” o “líder” en árabe pero también en suajili, una de las lenguas nacionales del Congo. Los partidarios del presidente Kabila le llaman así: “rais”. A la ANR esta pieza teatral que habla del ocaso de un “rais” que pierde su poder y muere asesinado le pareció “poco deseable”. La representación tuvo que ser anulada.