Para Teju Cole (Kalamazoo, Estados Unidos, 1975), los primeros meses de la pandemia de coronavirus pudieron sentar las bases de un cambio social auspiciado por una lucha común. El escritor y fotógrafo habla de ese espacio de tiempo como un momento de esperanza que ofrecía la oportunidad de desarrollar por fin un movimiento colectivo. La pandemia se propagaba por todo el mundo y sus efectos se repetían en cada país. “Si escribía a un amigo en Nueva Zelanda o a otro en Brasil, sabía que ambos estaban lidiando con lo mismo o esperando a que llegara. Estaba en todas partes”.
Cole nació en Michigan, creció en Lagos, Nigeria, y desde hace casi veinte años reside otra vez en Estados Unidos. A través de las artes plásticas, de libros como Cosas conocidas y extrañas o Ciudad abierta, y de los ensayos que publica en múltiples medios de comunicación, el autor se sumerge en las contradicciones y la complejidad de la sociedad contemporánea.
Su optimismo inicial sobre la posibilidad de un cambio social a raíz de la pandemia no tardó en evaporarse. La idea de ese colectivo unido afectado por un mismo mal quedó pronto sepultada por el hecho de que las consecuencias de la pandemia no afectan por igual a todo el mundo.
Sobre ello reflexionó con la periodista y filósofa Carolin Emcke (Mülheim an der Ruhr, Alemania, 1967) en un encuentro digital organizado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Aprovechando el evento, charlamos con Teju Cole sobre la traducción de protestas en cambios reales, las desigualdades que la pandemia ha puesto de relieve, el poder de la escritura y las contradicciones de los movimientos sociales que se viralizan.
En el libro Cosas conocidas y extrañas dice que “los pequeños fragmentos de historia se mueven a enorme velocidad, se detienen con una lógica no siempre clara, y rara vez se paran mucho tiempo”. ¿Se podría aplicar eso a la situación actual?
Escribí esa frase pensando en [el escritor y activista] James Baldwin y en la relevancia que algunas de las cosas que él escribió tenían en 2014, cuando escribí el ensayo. Algunos de esos problemas [el racismo al que Baldwin se refería] parecen no desaparecer, pero a la vez las cosas cambian muy rápido cada día. Es la paradoja entre la aparente estabilidad de la historia y la rapidez con la que cambian los eventos.
Lo que me choca sobre lo que nos ha mostrado la historia es que muchas cosas pueden cambiar muy rápido y eso es algo difícil de interpretar. Hay una pandemia y nuestra atención está en China, luego está en Italia, luego en España y después llega a Estados Unidos; alguien es asesinado por la policía, hay un vídeo, empiezan las protestas, se extienden a otras ciudades, hay más violencia, empiezan a caer estatuas, algunas instituciones cambian sus nombres y todo el mundo dice “black lives matter”: algunas personas quizá lo dicen de verdad, otras no, quién sabe.
La historia se está moviendo tremendamente rápido. Sería tentador decir que lo hace en una dirección clara de progreso, pero creo que solo podemos afirmar que lo hace rápido. No sabemos en qué punto se detendrá; si, por ejemplo, después de este movimiento habrá un avance real y duradero sobre cuestiones como la desigualdad económica.
Porque una de las cuestiones con las que nos ha confrontado el coronavirus es que las cosas no son iguales para todo el mundo. No sabemos [qué pasará]. Quizá los ricos se vuelvan más tacaños con sus posesiones, porque eso también está pasando: los multimillonarios se han vuelto más ricos. Y no sabemos si este momento de Black Lives Matter realmente derivará en cambios auténticos en términos de reducción de prejuicios raciales, o si el cambio solo supondrá disfrazar esos prejuicios.
En la charla del CCCB expresó esa idea de que “los movimientos retrógrados incluyen acciones rápidas que pueden dar la vuelta a la realidad en una semana, pero el progreso tiene las alas lentas”.
Así es. Creo que es una tendencia, que la derecha ganará unas cosas y luego la gente con ideales progresistas quizá gane otras. Pero no será algo directo, no será fácil verlo de inmediato. Y nada es nunca permanente.
Creo que, debido a que muchos de nosotros vivimos en sociedades sin guerras —la Segunda Guerra Mundial ocurrió antes de nuestra generación, y otros conflictos devastadores como los Balcanes, Vietnam, Corea o Ruanda han ocurrido muy lejos—, existe la tentación de pensar que la historia se ha acabado y que las cosas ya están bastante asentadas. Yo no creo que lo estén ni que la historia se haya terminado: algunas cosas siempre pueden cambiar.
Quizá deberíamos prestar más atención a la memoria, que por cierto es un concepto recurrente en su trabajo. Por ejemplo, en el libro Ciudad abierta usa constantemente expresiones como “si no recuerdo mal” o “si la memoria no me falla”, como recordatorio de que esta también puede ser engañosa.
Absolutamente. Es una técnica que utilicé en ese libro también para cuestionar qué es la ficción, porque a veces sus personajes tienen recuerdos muy detallados. ¡Lo saben todo!
Pero hay otra conexión del momento actual con la memoria, y es que [el coronavirus] ha sido especialmente devastador para los ancianos. Las personas mayores son como libros de nuestra memoria, y cuando una de ellas muere perdemos una conexión con un mundo anterior. Mi tío octogenario murió la semana pasada y entre todos los sentimientos de tristeza que tuve, estaba el de que él era la única persona viva que recordaba a mi abuela. Mi padre era demasiado joven [cuando ella murió]; tenía cinco años, así que no la recuerda. La única conexión viva con esa mujer se ha ido.
Mi tío murió de otra enfermedad, pero el modo en que este virus está matando a tantos ancianos es como si un pirómano estuviera quemando bibliotecas. Muchas bibliotecas han desaparecido. Y quizá solo más adelante nos demos cuenta de lo que supone esta pérdida, porque estas personas podrían haber seguido con nosotros diez o veinte años más.
¿No somos conscientes ahora?
Todavía no. Creo que mucha gente tiene esa actitud de: “Bueno, de todas formas eran viejos, así que iban a morir”. Pero eso no es del todo cierto, no en tiempos modernos. Las personas viven más tiempo y merecen hacerlo.
Creo que ambas cosas están relacionadas: el hecho de que haya personas a las que no les importen demasiado los ancianos se relaciona con que no les importen la historia y la memoria.
Hay una especie de insensibilidad, al menos en Estados Unidos, que tiene mucho que ver con un tipo de conciencia del presente, así que por supuesto tenemos que lidiar con prejuicios de género, de raza, y también con prejuicios de edad.
¿Esa actitud enlaza con una cuestión de utilitarismo, o más bien con esa creencia que comentaba antes de que la historia ya no importa porque se ha acabado?
Creo que en buena parte se debe al utilitarismo. Después de todo, forma parte del acuerdo neoliberal: qué es lo que nos va a dar beneficios.
Ese acuerdo maldito en el que lo importante es la “libertad” —entre comillas, porque es una libertad estúpida, no es una verdadera libertad— y el dinero. Creo que es una especie de utilitarismo neoliberal radical, más que una visión de lo que podría ser la comunidad.
Los titulares económicos ya han desbancado a los de las víctimas.
Cierto. La crisis económica es real porque mucha gente ha perdido sus empleos; pero también es falsa, porque al fin y al cabo los Gobiernos imprimen dinero. ¿Adónde ha ido todo el dinero que se ha movido durante la pandemia? El problema no es la ausencia de dinero, sino la distribución de recursos económicos.
Creo que el movimiento Black Lives Matter dio la vuelta al mundo en parte por el impactante vídeo [que mostraba la muerte de George Floyd] y porque ahora hay una comprensión general de lo que las personas negras han sufrido, pero también porque hay un dolor y un anhelo que necesita un lenguaje.
Es una idea que, en realidad, no siempre está relacionada con la raza. Creo que la gente solo necesitaba una excusa para salir a las calles a decir que esto no está bien. Y con “esto” me refiero a la estructura entera, que incluye los prejuicios raciales. Por eso han salido a las calles en Francia, en Alemania, en España. No era por la muerte de George Floyd, era una protesta estructural.
Conecta también con lo que Carolin Emcke dijo en la charla acerca de que la pandemia “no solo subraya las desigualdades, sino que las intensifica; y las desigualdades no son tales, sino injusticias”.
Es cierto y estoy completamente de acuerdo. Y creo que la gente lo sabe. La gente está intentando cambiar el lenguaje.
Algunas cosas se verán alteradas, pero tengo que decirle que uno de los momentos más importantes en mi educación política se produjo a principios de 2003, cuando millones de personas protestaron contra la guerra de Irak. Me resultó interesante y esclarecedor que millones de personas pudieran dejar tan claro cuál era la voluntad del pueblo. Y no pasó nada. La guerra comenzó una semanas después y, al cabo de una década, más de un millón de personas habían muerto en Irak.
Para mí fue un momento importante porque era la muestra de un enorme movimiento progresista entre personas de distintos países. ¡Protestas enormes! Pero esa democracia de consenso mínimo no existe. Las personas en el poder deciden que vamos a invadir un país, y el hecho de que haya diez millones de personas en las calles no importa.
Sí creo que algunas cosas cambiarán con las protestas actuales, pero también he aprendido que la distancia entre la protesta y el cambio duradero en el mundo real puede ser muy larga. Millones de personas salieron a las calles en la década de 1960 por estas cosas, y no solo para que las personas negras pudieran sentarse donde quisieran en el autobús, sino para pedir cambios estructurales profundos. Pero si ahora miras alrededor en Estados Unidos, verás que la disparidad de riqueza entre blancos y negros es completamente increíble.
Toda persona blanca es lo suficientemente inteligente como para decir que las vidas negras importan, pero luego ves la disparidad de riqueza [entre blancos y negros] y es deprimente. Sí creo que las cosas pueden cambiar, pero normalmente no lo hacen tan rápido. Las cosas se mueven rápido, pero no cambian rápido.
Me recuerda a lo que dijo acerca de que en marzo existía la posibilidad de que surgiera algo verdaderamente colectivo porque todos estábamos lidiando con lo mismo, pero que esa esperanza ya no está.
Así es. Y de nuevo es también un momento de aprendizaje histórico, de sabiduría en cierto modo. Todo nos deja alguna lección. La esperanza se ha ido. El mundo está formado por intereses que compiten entre ellos. Jeff Bezos en Amazon queriendo convertir sus 100.000 millones de dólares en 200.000 millones de dólares. Donald Trump queriendo poner a sus amigos en la Corte Suprema y el Senado para que todos puedan seguir ganando dinero y construyendo hoteles y campos de golf.
Es una batalla interminable. Incluso en un momento de unidad universal como puede ser la búsqueda de una cura para el virus. La compañía Gilead, que ha descubierto el Remdesivir, dice que comercializará cada dosis por 2.000 dólares. El coste real de la dosis es de menos de un dólar. Si la gente protesta y hace ruido, quizá la compañía haga un acto de caridad y la ofrezca, aun así, por 500 dólares.
Ese es el mundo en el que vivimos. No hay unidad, no existe eso de salvar a la humanidad. Hasta la Organización Mundial de la Salud (OMS), que está muy preocupada por las consecuencias para la salud global, es atacada por decir la verdad. Y ahora Estados Unidos ya no forma parte de ella.
Así que todo es una lección política [ríe]. Desafortunadamente. Hay que aprender todo el tiempo.
Algunos líderes actuaron al principio como si ni siquiera hubiera un virus. Usted dice que, por ejemplo, pueden permitirse no llevar mascarillas ni protección de ningún tipo porque toda la gente a su alrededor sí lo hace. La imagen, en todo caso, envía un mensaje potente que mucha gente compra.
Creo que hay una parte significativa de la población que siempre se sentirá atraída por líderes autoritarios y por este tipo de narrativa simplificada. Es muy simple, pero aún funciona para mucha gente.
Si miras a Rusia, Vladimir Putin ha asesinado a muchos de sus rivales, enemigos y críticos. Hay gente que todavía difiere en silencio, pero también hay mucha gente que lo apoya. Y lo hace porque es un hombre fuerte, que se quita la camisa, que va a cazar osos —aunque sea para la foto—, que monta a caballo. ¡Son tonterías! Pelea contra un combatiente de lucha libre y siempre gana. La gente se lo cree porque quiere hacerlo, y funciona.
No importa lo que diga alguien como Trump. Quiere ser competitivo, ser visto como un ganador. No hace falta que gane, basta con que diga que lo ha hecho para que la gente se sienta atraída: basta con la percepción de ganar.
Creo que es lo que conecta a Bolsonaro, Erdogan, Narendra Modi e incluso, si nos remontamos atrás en el tiempo, a Berlusconi. Todos ellos son un poco grotescos. También Mussolini, Hitler o Franco. Tienes que serlo, porque en realidad sabes que no eres más que un hombre. Tienes que ponerle algo de teatro, pero la cuestión es que el teatro es a veces más convincente que la vida real; y la gente es arrastrada por esa versión tan simplificada y arquetípica de lo que es un ser humano.
El día a día es abrumador. “Oh, mi hijo es adicto a las drogas; oh, no puedo pagar mis facturas; oh, mi mujer me ha dejado; oh, mi supervisora es una mujer negra”. Todo está fuera de control. “Oh, pero mira, aquí hay un hombre de verdad que dice las cosas como son”. Eso es todo lo que necesitan, así que creo que siempre habrá líderes autoritarios que gocen de popularidad.
La batalla de las emociones contra los hechos.
Somos emocionales, así que también es una batalla de historias simples contra historias más complicadas.
Entonces es una cuestión de narrativas.
Sí. Y a veces las historias simples funcionan, simplemente, porque son muy simples.
En muchos países existe la versión de que los pobres, los inmigrantes y la gente de color son los responsables de la pandemia. No tiene ningún sentido, no hay nada que lo sustente, pero la historia es muy simple. “Oh, ¿sabes ese lugar donde viven los migrantes? [El virus] se está propagando mucho entre ellos”. Bueno, claro, porque son seres humanos y los estás hacinando sin recursos. Que se extienda entre ellos no significa que sean quienes lo han traído. Esa es una historia simple. Algo más complejo sería todo lo que sabemos sobre cómo se propaga la pandemia, cómo podemos protegernos con mascarillas y distancia social, la importancia de los recursos sanitarios. Pero mucha gente no necesita esas historias, son demasiado. Les basta con decir que los chinos lo han causado, o los inmigrantes negros, o las clases bajas en la India. Es la simplificación de la historia, en todas partes.
Hablando de narrativas, me interesó mucho la reflexión que publicó en The New York Times Magazine sobre la posibilidad, e incluso necesidad, de escribir en un momento como este sobre lo que está ocurriendo.
Escribir es muy difícil para mí ahora mismo. Estoy pensando mucho y escribiendo muy despacio, aunque en realidad creo que esa es mi forma natural de trabajar. Aunque si me escucha hablar parece que todo fluye con facilidad [ríe], en realidad dedico mucho tiempo a reflexionar sobre cada cosa. Porque existe también la necesidad de crear un tipo de escritura que de alguna manera sea interesante, que aporte algo a la conversación, que no solo ofrezca una opinión aleatoria. Como escritor creo que soy ambicioso al tratar de desarrollar una escritura que vaya más allá del momento actual, a la que merezca la pena volver.
No sé aún sobre qué escribir ahora mismo. Creo que quiero intentar acercarme cada vez más al fondo complejo de la historia y ser algo escéptico con lo simple, aunque coincida con mi línea política.
Por ejemplo, creo que con Black Lives Matter se están destacando algunas historias simples, y yo tengo curiosidad por encontrar la compleja.
Quizá ahora, cuando las organizaciones tengan que premiar o nominar a alguien, elijan a una persona negra. Y la historia compleja aquí es que hace tiempo que hay personas negras cualificadas que lo merecen y a las que se había ignorado pero, por otro lado, es extraño e incluso un poco insultante: en los últimos veinte años no se les ha ocurrido ninguna persona negra y ahora, de repente, sí. Hablar sobre estos temas es complicado, porque pareces desagradecido.
¿Es una sensación de oportunismo?
Absolutamente. Debería hacerse, pero al mismo tiempo es oportunista.
Tiene que ver quizá con el querer aprovechar un tren cuando pasa.
Sí, esa es la complejidad. A veces esa es la oportunidad de entrar en instituciones, de acceder a unos espacios, de ser parte del debate. Y quizá entonces podamos cambiar cosas desde dentro. Porque, como dice usted, el tren está pasando. Es un tren que se mueve rápido y en uno o dos meses quizá este ya no sea el asunto más importante. Será otra cosa. Habrá un huracán o un terremoto en algún sitio que absorberá la atención de la gente, o pasará algo con la pandemia, o habrá un asesinato, o algo.
Este momento no durará para siempre.
Esta entrevista nace de una colaboración entre el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y 5W.