En el verano de 2014, la escritora Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) se disponía a escribir su siguiente libro. La idea era volver la vista a Sudáfrica, país en el que pasó su infancia durante el mandato de Mandela. Pero la actualidad es caprichosa y, como Luiselli repite a menudo, ella no es el tipo de escritora que pueda aislarse de lo que ocurre a su alrededor. Lo que sucedía en aquel momento, de lo que se hablaba en los diners de carretera y radios locales de Arkansas, Oklahoma, Nuevo México o Arizona era lo que entonces los medios dieron en llamar una “crisis migratoria”.
La escritora mexicana visitó España en octubre y llenó una sala del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB). Luiselli publica en Sexto Piso, su editorial de cabecera, la novela Desierto sonoro, una obra que viaja de la mano de su anterior libro, el ensayo Niños perdidos. Ambas publicaciones abordan la situación de los menores que migran desde el triángulo centroamericano a Estados Unidos, pero lo hacen con dos ritmos y lenguajes muy diferentes. El ensayo se vertebra con la crudeza casi telegramática de las cuarenta preguntas del cuestionario que la Corte migratoria de Nueva York hace a estos niños y que Luiselli utiliza como base para sus propias reflexiones. La novela se conduce a través de un road trip familiar por el sur de Estados Unidos cuyo telón de fondo bebe de las historias reales recogidas en el ensayo. Dos libros paralelos que se escriben en tiempos distintos y con intenciones diferentes.
Luiselli escribe de forma frenética. Lo hace, dice, en forma de notas sueltas que unas veces le salen en inglés y otras en español. Al recopilarlas para transformarlas en libros es cuando decide en qué lengua lo redactará. Por eso Los niños perdidos se publicó primero en inglés con el título Tell Me How It Ends (cuya traducción literal no quiso utilizar la autora para la versión en español porque le sonaba terrible ver escrito “dime cómo acaba Valeria Luiselli”), y Desierto sonoro fue Lost Children Archive (cuya traducción literal tampoco quiso utilizar la autora porque le parecía excesivo tener un segundo libro con niños perdidos en el título).
Obsesionada por las maneras de contar y sabedora del poder de las palabras, la primera mexicana en ganar el American Book Award confiesa que le encantaría narrar el exilio como lo hizo la filósofa española María Zambrano —una autora a la que lee y relee constantemente—, pero cree que los únicos que podrán contar bien esa historia en el futuro son los propios niños que componen la diáspora.
De libros, migraciones, comunicación política y uso de las palabras charlamos con ella durante su visita a Barcelona.
Desierto sonoro y Los niños perdidos son dos libros que no se leen como una sucesión, sino como planos paralelos. Pero más allá de la fecha de publicación de cada uno, ¿cuál surge primero en tu cabeza?
Cronológicamente, la novela vino primero. Yo empecé a escribir notas para ella en el verano de 2014, cuando se anunció en los medios de Estados Unidos que estábamos viviendo una crisis migratoria. Una crisis que desde el punto de vista de los medios y del Gobierno lo era porque había demasiados niños llegando, no por la situación crítica en que se encontraban esos niños que llegaban solos y sin documentos a pedir asilo en Estados Unidos. Desde que empezó a aparecer en los periódicos y se empezó a hablar brevemente, básicamente ese verano de 2014, yo empecé a tomar nota de cómo trataban el tema los medios, las radios locales, y también de cómo la generación de niños ahorita podría o no articular esa realidad de apariencia irreal, incomprensible en sus propias cabezas. Surgió la idea de una novela sobre la forma intergeneracional en que articulamos el mundo y nos contamos la historia del presente. Cómo esa historia se vuelve el residuo o el seguimiento de los mitos fundacionales que luego sirven de base para entender el mundo. Cómo sucede ese tejer entre generaciones.
Me involucré como traductora, intérprete y entrevistadora en la Corte [migratoria de Nueva York] pocos meses después de ese verano en que se declara la crisis. Empecé a entrevistar a niños en las cortes migratorias con el fin de recopilar testimonios que después los abogados pudiesen aceptar como casos a representar y [así] defender a esos niños de la deportación masiva que se venía.
Yo seguía escribiendo en ese momento la novela y empecé a utilizarla —modo natural y comprensible que después resultó equívoco— como una especie de depósito de mi rabia y frustración política de ciertos testimonios de niños, hasta que meses después me di cuenta de que estaba haciéndolo todo mal. Estaba tratando de calzar una realidad política en un tejido ficcional que no estaba permitiendo una denuncia directa de la situación. No le estaba haciendo ninguna justicia a la situación, pero tampoco le estaba haciendo justicia a la novela. La estaba ahogando en el intento de transformarla en un instrumento político de denuncia. Entonces dejé de escribir la novela. La abandoné un buen rato. Escribí Los niños perdidos, que es un ensayo que denuncia muy directamente la situación, y una vez escrito pude regresar a la novela sin sentir que esta tuviese que ser una especie de martillo con el cual pegarle a la cabeza de las personas [ríe], ni un instrumento para convencer a nadie de nada, sino una novela. Es decir, un espacio al que entras como lector y donde vives un rato como lector, donde vives en compañía de personajes que se pelean, se reconcilian, hacen pipí, se tienen paciencia, impaciencia, se cuentan historias, viven, respiran.
En Los niños perdidos hay una pregunta recurrente que hace tu hija cuando le explicas algunas de las historias que escuchas en las entrevistas con los niños: cómo acaba la historia. ¿Es esta novela una forma de contestar a esa pregunta?
Sí [ríe], sí es una forma de contestar. De hecho, en el corazón de la novela están dos niñas que desaparecen, no se sabe de ellas. Son una ausencia presente, una presencia ausente de dos niñas que yo entrevisté en la Corte hace muchos años y sobre las cuales no supe más porque desafortunadamente, como eran tan chiquitas, no podían contar una historia que un abogado considerase como un caso [hace un gesto de aplomo con los brazos y agrava la voz simulando rotundidad al decir esta última palabra]. Las leyes migratorias son muy rígidas y si un niño no es capaz de contar una historia convincente, simplemente no se transforma en un caso que pueda ser representado. Enorme injusticia es que la mayoría de esos niños, además chiquitos que no podían contar la historia, acababan teniendo una orden de deportación en su contra.
Las leyes migratorias son muy rígidas y si un niño no es capaz de contar una historia convincente, simplemente no se transforma en un caso que pueda ser representado
El personaje de un abogado en Desierto Sonoro dice a su representada que su caso no es lo suficientemente sólido, pero también en Los niños perdidos tú misma afirmas que “en el mundo despiadado de la ley migratoria, los mejores casos, son los que están respaldados por las peores historias”. ¿Se podría hacer una reflexión similar en el ámbito periodístico que cada vez exige un titular más dramático?
Completamente. Y es muy desafortunado porque me imagino que siendo periodista, sobre todo de temas políticos o de guerra, la única oportunidad de que te publiquen y lo hagan dando un espacio central en un periódico o en la radio es contando las historias de violencia más crueles o las historias más shockeantes. Y esas historias casi siempre implican, sobre todo cuando se trata de migración, transformar a la persona, despojarla de toda su humanidad, de su dignidad, de su coraje, de sus posturas políticas. Transformarlas en meras víctimas, que es una forma más de deshumanización. No hay manera de que las personas se sientan vinculadas y relacionadas realmente. La empatía profunda por otra persona que ha sido despojada de toda su humanidad y que solo se presenta como una víctima. Es una manera de volver al otro un otro absoluto.
Una masa sin forma.
Una masa sin forma. Y esa es, digamos, la otra manera de cubrir estos temas. No a través de las historias que te rompen el corazón, sino a través de una mirada lejana, estadística, científica casi, donde se habla de sesenta millones de refugiados, cuarenta muertos, la llegada de sesenta mil niños nuevos. Eso tampoco nos acerca a las historias reales de las personas.
El tratamiento informativo es una de las obsesiones presentes en ambos libros, con afirmaciones como “algunos periódicos anuncian la llegada de estos niños como si se tratara de una plaga bíblica”. Y me ha llamado especialmente la atención este pie de una foto publicada en prensa local que recoges: “Los manifestantes ejerciendo su derecho a portar armas y mostrando su consternación se congregan fuera del Wolverine Center en Vassar, Michigan, que podría llegar a albergar a jóvenes ilegales”.
¿Pero sabes qué? No es solo en los medios reaccionarios. En los medios que se consideran más de izquierda o más neutros, recurre la palabra “ilegal” para referirse a las personas indocumentadas. Es una palabra que conlleva una enorme violencia, y la violencia también empieza por el lenguaje, y el lenguaje perpetúa violencias. Llamar a un grupo de la población indocumentada “ilegal” es un sinsentido porque ¿quién es ilegal? Uno puede HACER algo ilegal pero no SER ilegal. Pero si todos los medios llaman a una población ilegal, con el tiempo esa población no solo sufre un daño psicológico profundo donde se siente ilegal o siente la necesidad de esconderse de los demás como ha pasado tantas veces en la historia, sino que también se imposibilita que esa población forme parte orgánica del tejido social del cual, por cierto, ya es parte. La gente migra. Es una realidad. No arregla nada en el tejido social excluir a parte de la población que ya lo integra.
Me recuerda a una reflexión que hace Joan Didion en Miami sobre migración y exilio. En este caso ella se refería a cubanos en Florida y decía que eran norteamericanos y sin embargo no lo eran, que seguían siendo cubanos pero seguían fuera de Cuba.
Claro, es la historia de los hispanos en general en Estados Unidos. Llevamos en Estados Unidos desde antes de que se fundara el país como tal. Ahora mismo hay más de setenta millones de hispanohablantes. Es el segundo país más grande de hispanohablantes. Tiene más que España. Primero México, luego Estados Unidos y luego España. Y es sin embargo un país que no se considera a sí mismo como un país hispano. Es incomprensible [ríe].
Precisamente contabas en una entrevista publicada por The New York Times una anécdota de tu hija el día en que, mientras estabais jugando con pinturas de colores, ella se restregó la blanca por la cara y dijo: “Mira, mamá, así me preparo para cuando Trump sea presidente. Para que no sepan que somos mexicanas”.
El humor negro de mi hija [ríe].
No sé cuántos años tendría en ese momento.
Estaba muy chiquita.
En esa misma entrevista contabas que te decía: “Mamá, quizá deberíamos dejar de hablar español en la calle, por si acaso”.
Pues sí. Fíjate que hace unos días mi hija estaba mala del estómago. Su papá la llevó al doctor y este les dijo, de broma o no broma, que tenía que hacer pruebas de cultivo y que el nombre coloquial que le daban en el hospital de esa bacinica era sombrero. Sombrero [repite imitando el acento estadounidense] sabiendo que somos mexicanos. Se quedaron los dos así… Y luego siguió haciendo referencias al agua insalubre de México porque habíamos estado allá. Cosas que un doctor…
Ayer me llega un mensaje terrorífico, estando yo lejos de Estados Unidos ahorita de viaje por este libro, del Departamento de Salud del estado, diciendo: “We have an urgent matter to discuss about your child”. Se me cayó el corazón en el piso. Pensé: algo le pasó a mi hija. Primero vi que no tenía mensajes de la familia así que ya dije, ok, no pasó nada grave, pero hablé de inmediato al Departamento de Salud federal de Estados Unidos y me contestó una persona para decirme que el médico había reportado que mi hija tenía salmonelosis, que es una enfermedad muy común en México, efectivamente, que se cura con antibióticos y listo, pero que me tenía que hacer algunas preguntas al respecto. Dije ok y básicamente me hicieron un estudio demográfico. La primera pregunta que me hicieron fue: ¿Qué idioma hablan en su casa: español, inglés?
Muy importante para el devenir de la enfermedad.
Para el devenir de la salmonelosis es muy importante qué idioma se habla en la casa. Bestial. La xenofobia y el racismo contra los hispanos están en todos los niveles de la sociedad en Estados Unidos. Vamos desde estas pequeñas prácticas hasta la matanza en El Paso de mexicanos y centroamericanos, hispanos que estaban haciendo sus compras en el Walmart.
Da la impresión de que la era Trump es la que más ha acentuado estas diferencias y, sin embargo, ya la administración Obama lanzó propuestas agresivas.
Sí, la diferencia entre demócratas y republicanos es que son Gobiernos de derecha que tiene diferente forma de hacer publicidad sobre sus políticas. En la era de Obama no se publicitaba, por ejemplo, que construyó parte del muro entre Arizona y México. Yo he ido muchas veces a hacer investigación y proyectos, y la gente que vive enfrente del muro se refiere a él como Obama’s wall. Y el muro empezó con Clinton en Tijuana, y luego siguió con Bush, y luego siguió con Obama, y ahora Trump dejará también su marca testosterónica [ríe] necesaria en la frontera.
Sobre las fronteras dices precisamente en Los niños perdidos que “México se ha vuelto una gran aduana custodiada tanto por criminales de cuello blanco como por criminales con fuscas y trocas, y los migrantes centroamericanos que cruzan la frontera sureña del país entran al infierno”. La frontera mexicana ha adoptado desde hace unos meses un papel similar al que vemos desde Europa en fronteras como la de Libia o la de Turquía: una externalización de fronteras que en su caso además se recubre de una militarización auspiciada por López Obrador.
Absolutamente. Tanto el gobierno de Peña Nieto como el de López Obrador han jugado un papel siniestro en términos de la crisis de refugiados y esta diáspora. Peña Nieto con el programa Frontera Sur, militarizando la frontera sur del país, sistemáticamente violando acuerdos internacionales que protegen a las personas que piden asilo. Las personas tienen derecho al debido proceso en las cortes cuando están llegando a pedir asilo y México sistemáticamente deporta sin ni siquiera dárselo a los migrantes centroamericanos. Y lo mismo López Obrador, que prometía en campaña tratar el tema como un asunto de derechos humanos y no de seguridad nacional, y está haciendo exactamente lo contrario. Es una vergüenza.
El muro empezó con Clinton en Tijuana, y luego siguió con Bush, y luego siguió con Obama, y ahora Trump dejará también su marca testosterónica
Recibiste una beca Art for Justice para investigar precisamente la relación entre el sistema de encarcelamiento masivo en Estados Unidos y los centros de detención de migrantes, que se convierten además en un negocio.
Son un negocio. Las empresas en Estados Unidos son en su mayoría privadas. Son una industria que genera dinero y no son distintas las cárceles, digamos, especializadas en encarcelar a personas indocumentadas. Un cuerpo indocumentado en una prisión genera más de 200 dólares al día y un cuerpo de un niño, de un menor de edad, genera el doble. Hay un incentivo económico para encarcelar a niños. Y se muestra en los números. Durante la era de Obama había aproximadamente 2.000 niños en centros de detención. Ahora, en la era Trump, hay más de 14.000.
Yo trabajo en un centro de detención desde el año pasado. A través del Art For Justice Fund generé un programa de escritura creativa en centros de detención, y las niñas, que son un grupo de jovencitas de 13 a 17 años a las que damos clases ahí, llevan en su mayoría más de ocho, diez meses encarceladas. Gente que no hizo nada ilegal. Que llegó a un país a pedir asilo. Están encarceladas. Y a muchas de ellas las transfieren de un centro a otro. Son personas que básicamente están siendo utilizadas como cuerpos que alimentan a un monstruo que se lucra con ellas.
En Los niños perdidos denuncias que al hablar de “crisis migratoria” la referencia abarca solo el hecho concreto de la llegada de miles de niños y sus posibles consecuencias para el país, pero que nadie mueve el foco a la raíz, al origen de la huida.
Exacto. Mover el foco donde debería de estar. Hacerlo siendo conscientes de la responsabilidad histórica de las naciones en crear un sistema donde el tejido social está tan deshecho y hay tan pocas oportunidades no solo económicas sino de vida, que las personas se ven forzadas a dejar sus países de origen. Nadie migra por ganas. Nadie huye de su país porque quiere, sino porque tiene que hacerlo.
Susan Sontag, a quien mencionas a menudo en tus libros, decía que la gente tiene una doble concepción de los escritores: o bien se dedican a la autoexpresión, o bien trabajan para convencer o cambiar a la gente en función de su visión de las cosas. También añadía que ella no caía en ninguna de las dos, sino que trabajaba para cambiarse a sí misma y no tener que volver a pensar en ello. ¿Por qué escribe Valeria Luiselli?
Por distintos motivos. Para mí cada libro es un proyecto y un viaje distinto que exige su muy particular modo de entrega, mío; su idioma, tengo que decidir siempre con cada libro si voy a escribir en un idioma o en otro; su forma, digamos la arquitectura particular que va a llevar; y eso es producto de que también los motivos para mí cambian.
Los niños perdidos, el ensayo, es un libro que para mí tenía que ser un instrumento político para convencer a la gente de una realidad que en ese momento, en la época de Obama, había dejado de ser importante, había desaparecido del debate público. Después de los encabezados [titulares] y la crisis, la gente dejó de hablar. Y como no había llegado la era Trump todavía, donde todo el tiempo están haciendo publicidad del Gobierno, de sus atrocidades, sino la era Obama en donde era todo más subrepticio y callado, yo me sentía en la obligación, la responsabilidad, de devolver al debate público un tema que se estaba callando.
Pero una novela, no. Una novela yo creo que no se puede escribir para convencer a nadie de nada. No es un instrumento. Es, como decía André Gide, une tranche de vie, una rebanada de vida. Los motivos son mucho más ambiguos, más profundos, más viscerales, pero no son instrumentales.
Esta entrevista nace de una colaboración entre el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y 5W.