Ambered Bahar, de 16 años, despliega el uniforme negro sobre su cama. Ese uniforme escolar que tanto detesta y que apenas llegó a usar. Estuvo a punto de quemarlo, de venderlo o abandonarlo, pero decidió guardarlo porque, pese a ser el mismo que se usaba antes de la llegada de los talibanes al poder, ahora tiene otro simbolismo: el de la esperanza de volver a clase algún día.
El 23 de marzo se cumplió el plazo que el propio régimen talibán se había puesto para reabrir los centros de secundaria. No lo hizo y más de un millón de jóvenes como Ambered se vieron apartadas de la educación.
No se resigna. En su casa, Ambered saca los cuadernos que no alcanzaron a confiscarle y que guarda a escondidas en una de las mochilas de su amiga. Comienza a practicar algunos ejercicios de física. Escribe con paciencia, memoriza. También muestra las medallas relucientes con las que fue premiada por sus altas calificaciones, curso tras curso.
No se quita de la cabeza el fatídico 23 de marzo.
“Quiero acabar. Estoy en mi último año. Algunas de mis amigas decidieron no ir al colegio aquel día, sospechaban algo. Yo sí fui. Entré y me senté al final. Tras algunos minutos esperando, apareció la directora y nos dijo que, por motivos de seguridad, debíamos abandonar el centro. Todas las chicas se fueron, pero nosotras esperamos unos minutos más. Hasta que nos tuvimos que ir”, explica compungida.
“En casa vino el momento más desagradable. Empecé a llorar. Nadie escucha nuestros problemas, solo nuestros padres. He perdido el ánimo. Todo es inútil, mi vida no tiene sentido. Retrocedemos. No hay nada peor que esto para las mujeres afganas. Sin oportunidades y sin acceso a la universidad no tendremos poder de decisión ni de progreso”.
Cambiamos de sala y vamos al salón. Una enorme bandeja de dulces y colores inunda la mesa. Gosh-e fil, una deliciosa pasta dulce frita, y sheer pira, una mezcla de leche entera en polvo, cardamomo molido y agua de rosas, todo bien regado con té verde. Prosigue el relato.
“No me atrevo a decir que odio a los talibanes, pero me desagradan, son como una pesadilla. Cuando duermo tengo sus rostros en mi mente. Siento miedo. Hasta que no garanticen nuestros derechos, no los aceptaré. Soy prisionera en mi propio país. Tuve varias experiencias desagradables. Después de que cerrasen las escuelas, seguí acudiendo de forma clandestina a un centro privado donde nos enseñaban Matemáticas y Ciencias, pero nada sobre el Corán. Un vecino avisó a los talibanes, que llegaron con armas, golpearon al profesor y lo detuvieron. Otro ejemplo: días atrás llevaba el brazo asomando por la ventanilla en un taxi y un talibán abrió la puerta y la cerró con fuerza, porque lo llevaba al descubierto. Todavía siento dolor en el codo”.
La educación, como el resto de los ámbitos esenciales de la vida, dio un vuelco en Afganistán el 15 de agosto de 2021, cuando los talibanes entraron en Kabul y pusieron un abrupto fin a la era estadounidense. La velocidad de las conquistas territoriales en las semanas previas tomó desprevenidas a las tropas norteamericanas y al Gobierno del presidente Ashraf Ghani, que se fugó de la capital en helicóptero. Desde entonces las escuelas cerraron, supuestamente debido a la pandemia. Tras siete meses abrieron, pero solo los niños y las niñas más pequeñas pudieron reanudar las clases el pasado 23 de marzo. La promesa talibán provocó un escepticismo justificado: finalmente, los peores augurios se han cumplido, y la educación secundaria para ellas sigue de facto prohibida.
Silenciosa y pensativa, Farhan Sara, de 17 años, camina por el lago Qargha, al oeste de Kabul. Los caballos galopan en la arena, los gorriones sobrevuelan el agua y en el horizonte se ve una noria de atracciones que da vueltas vacía, sin niños. Tan solo hay algunos que recolectan basura arrojada por los pocos turistas que se acercan a la zona. Paseamos juntos, pero rápidamente un grupo de talibanes reconvertidos en guardacostas se acerca a increparnos. “Camina alejado, mirando al suelo, mejor te cuento en casa”, me dice.
Farhan se mueve lentamente. Su espalda se resiente: la herida causada por la metralla despedida por una bomba colocada el pasado mes de enero en el área de Haji Abass, situada en la provincia occidental de Herat, no termina de cicatrizar. “Estaba en un coche cuando de repente todo tembló. Los cristales estallaron, salí del coche, un hombre vino a cubrirme, me tapó con su abrigo. Todavía me estremezco al pensarlo”. Ningún grupo terrorista se atribuyó el atentado, uno de tantos bajo el nuevo régimen talibán, que mantiene una lucha encarnizada con la rama de Estado Islámico en la región (ISIS-Jorasán) y otros grupos insurgentes.
Es la paradoja de esta nueva era en Afganistán. Los talibanes, ahora responsables de la seguridad del país, eran antes los protagonistas de un gran número de atentados. También afectaron a la educación, con continuos ataques contra escuelas y secuestros de docentes. En 2018 se registró un récord de 192 atentados contra instituciones educativas. Atentados cuya responsabilidad cabe achacar, en parte, a quienes ahora ocupan el Ministerio de Educación, aunque en los últimos años el principal protagonista de estos ataques ha sido ISIS-Jorasán.
Dos son los traumas que persiguen a Farhan: el atentado que sufrió en Herat y la humillación que sufrió el 23 de marzo, cuando tuvo que abandonar su pupitre nada más sentarse en él. “No fui capaz de dormir porque estaba muy estresada. Tampoco podía ver a mis amigas. No puedo superarlo”.
Las niñas de la rabia
El pasillo principal está presidido por una enorme pintura de Rabia Balkhi, considerada la primera poeta persa, asesinada en el siglo X a manos de su hermano, el rey, por haberse enamorado de un esclavo y escribir poesía. La escuela lleva su nombre. En una de las clases, Aahoo, de nueve años, destaca entre las alumnas con un chaqueta roja que complementa su uniforme negro y el pañuelo blanco que cubre su cabeza. Se levanta de la mesa y recita una sura del Corán.
La sonrisa de Aahoo se vuelve burlona cuando nos acercamos.
“Sí, estoy contenta de volver, pero no es lo mismo sin las chicas mayores. Tienen que abrir las escuelas de secundaria porque el país necesita ingenieras y doctoras. Como yo, que quiero hacer robots que se parezcan a las personas”. A su lado, una compañera le susurra al oído: “Además, extrañamos a nuestros amigos”.
La maestra Kari Mayan sigue escribiendo en la pizarra. Da clases de cultura islámica. Tiene los ojos rasgados típicos de la etnia hazara, que habita sobre todo el centro de Afganistán y que profesa el chiísmo, al contrario que la mayoría suní, secta a la cual pertenecen los talibanes.
“En ningún lugar del Corán se recoge explícitamente que las mujeres deban estar separadas, no habla de segregación por sexos en las clases, o de que las mujeres no puedan recibir educación. Solo en algunos hadices —dicho o hecho de Mahoma de transmisión tradicional— aparecen críticas al respecto. Considero inapropiado a nivel pedagógico que los chicos y las chicas no interactúen”.
La directora del centro, Raheema Alí, de 55 años, escucha desde una esquina. “Me siento huérfana sin mis hijas mayores”, dice Alí, en alusión a las alumnas que ya no están. “Fue muy duro dar la noticia. Apenas recibí explicaciones del Ministerio. Ojalá en unas semanas se arregle… Teníamos todo listo, con aulas separadas por cortinas”.
Unos días antes de la fallida apertura para ellas de los institutos, varios funcionarios visitaron el centro y advirtieron de que el actual Gobierno no era igual que el anterior y debían hacer lo que ellos dijeran. La directora del centro dice que no les están permitiendo usar ordenadores. Todo tiene que ser en papel. Pese a todo, Raheema cree que hay recursos para dar educación a todas. “En mi opinión, sí que hay maestras suficientes. Muchas se han quedado en casa sin poder trabajar. No reciben ningún salario. Por otro lado, varios países y organizaciones internacionales han ofrecido pagar a los maestros”.
A pocos kilómetros de allí, la Mezquita Azul se ha convertido en un extraño oasis dentro de Kabul, un espacio donde las mujeres pasean con sus amigas alegremente, maquilladas, portando velos elegantes y tacones. Se hacen selfis sonrientes, siempre rodeadas de los talibanes que protegen el santuario, en el centro de la ciudad. Hay que sortear algunas tumbas del cementerio aledaño para encaramarse hasta el cerro árido en el que se encuentra Yazin. Esta niña de 13 años amanece cada día con estas hermosas vistas, tan cercanas como inalcanzables por su condición social. Vive en una casa humilde con paredes de cemento y pintura carcomida, con una gran bandera de la República Islámica de Afganistán —el anterior régimen— como único elemento decorativo.
“Mi padre se quedó sin trabajo. Limpiaba en un hospital, pero el nuevo Gobierno le debe cinco meses de sueldo, así que lo dejó y ahora vende agua. Apenas gana medio dólar al día, con eso vivimos. Mi madre nació con una minusvalía en las piernas, no puede salir de casa. Como la educación era gratuita, mi ilusión era convertirme en periodista. Me encanta mostrar cosas, grabarlas con una cámara, pero este Gobierno prohíbe todo, también contar historias”.
Para otras la tragedia es doble. Maheda, de 16 años, es miembro del primer equipo de Kabul de baloncesto. Perdió sus piernas en un accidente de tráfico y ahora las sustituye con una prótesis de acero y madera. Se mueve con soltura en su silla de ruedas, ataviada con una camiseta del Real Madrid con el nombre de Benzema; arroja la pelota deshinchada contra la pared del patio de su casa.
“No puedo ir a la escuela. Y nos prohibieron practicar deporte. Antes era alguien, era conocida en mi barrio. El baloncesto es mi vida. Me quiero casar con mi novio, que también juega en silla de ruedas al básquet. Y sacarme la carrera de Psicología, aunque dudo mucho que lo logre”.
En las últimas dos décadas la educación había alcanzado avances sin precedentes en Afganistán, sobre todo en el caso de las niñas. El número de escuelas se triplicó. La cifra de niños y niñas escolarizados pasó de 1 a 9,5 millones. Sin embargo, cerca de 1,1 millones de niñas y adolescentes afganas se han visto privadas desde el pasado 18 de septiembre del acceso a la educación en un país donde, antes de la llegada de los talibanes, 4 de cada 10 estudiantes de primaria eran niñas.
En todo caso, la situación previa al ascenso talibán al poder no era ni mucho menos idílica: unos 4,2 millones de menores seguían sin escolarizar antes de agosto de 2021.
El bestiario afgano
Aziz Ahmad Rayan, portavoz del Ministerio de Educación, se recuesta sobre el asiento mirando de costado las pantallas de su despacho. Se reconoce en una de las televisiones locales. Sobre el escritorio, una pequeña bandera blanca con la shahāda —declaración de fe islámica—: la bandera talibán.
“No puedo decir demasiado, porque este tipo de decisiones no las decreta el ministro directamente. Todavía estamos adecuando las clases con las suficientes aulas para mantener a los chicos y chicas separados. Tampoco gozamos del número de maestras necesarias —muchas huyeron cuando los talibanes volvieron a tomar las riendas de Afganistán—. Estamos intentando contratar más. En el temario meteremos más clases sobre el islam y rediseñaremos los uniformes”. Le pregunto sobre la indumentaria de ellas y se muestra esquivo, pero deja entrever que será un modelo similar al controvertido burka, que cubre el cuerpo y la cara por completo. “Por otro lado, hay regiones muy reacias a la apertura, tenemos diferentes culturas en el país”. Ahmad Rayan asegura que el Gobierno no intervendrá en aquellas zonas donde los padres insistan en que sus hijas vayan a la escuela —pese a que ahora no pueden hacerlo en secundaria— y lo mismo a la inversa. O sea, que no habrá educación obligatoria para ellas. “Es un tema muy sensible y cultural”, se limita a señalar.
El ala más dura del régimen talibán se niega a cualquier tipo de reforma, pero hay un sector más pragmático que siente la presión internacional y piensa que debería haber cambios. La situación no es uniforme en todo el país. Hay roces entre comunidades en diferentes zonas de Afganistán. En algunas provincias del norte, como Mazar-e-Sharif, los centros educativos están abiertos para las adolescentes, aunque esto es obviamente una excepción.
En las aldeas de la provincia de Kandahar, cuna espiritual de los talibanes, la mayoría de las escuelas para niñas y adolescentes permanecen cerradas. La carretera hacia el distrito de Maiwan se encuentra repleta de socavones y plantaciones de amapolas, pese a la reciente prohibición impuesta por el régimen de no comerciar con opio. En un fuerte que no hace tanto tiempo controlaba el Ejército estadounidense, nos espera un talibán. Será nuestro guía, pero también el “guardián” encomendado para que no grabemos nada inapropiado, como el viejo mercado ilegal de opio, a tan solo unos kilómetros.
Nos dirigimos a una escuela de primaria para niñas, rodeada de montañas y desierto, pero está abandonada. En los asentamientos de la zona la pobreza es extrema. Yasee limpia la cara de su hija Afsana, de 8 años, con un trapo. Viven en una casa de adobe y subsisten gracias a la comida que les dan algunos vecinos cuando la luna se alza y llega el iftar, la comida para romper el ayuno durante el mes sagrado del Ramadán. Sed, hambre y un futuro incierto marcado por la marcha de Afsana, que parece inevitable. Su padre, asediado por las deudas y amenazado de muerte, ha decidido entregar a su hija en 20 días al mejor postor para saldar cuentas. “Dejé de llevar a mi hija al colegio no por cuestiones religiosas sino económicas. No podía llevarla en coche. Bastante tengo con buscar trabajo como para preocuparme de su porvenir. Hay varios pretendientes, elegiré uno joven que quizá le permita seguir estudiando, si Dios quiere”.
La historia se repite en Afganistán. El bestiario se reproduce con los mismos personajes que dominaron el país entre 1996 y 2001, aunque a veces con una desconcertante arbitrariedad. La televisión está permitida, pero no la música en directo. Las mujeres no están en teoría obligadas a llevar burka, pero sí deben cubrir sus cabezas y rostros al menos con un hiyab. Tienen además prohibido el acceso a la mayoría de trabajos, aunque han vuelto a sus puestos y están presentes tanto en los ámbitos sanitario como educativo, e incluso ocupan cargos en los controles de aduana del aeropuerto.
Durante la denominada época oscura de los talibanes, las mujeres y niñas sufrieron todo tipo de vejaciones que incluían azotes o incluso lapidaciones y decapitaciones en público. Entre las restricciones decretadas ahora por el Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio se hallan la prohibición de viajar solas en trayectos de larga distancia y en aviones sin un acompañante masculino o “guardián”, mezclarse con extraños y extranjeros, y la imposición de unos días (domingo, lunes y martes) para visitar lugares de ocio, algo que los hombres pueden hacer todos los días.
Las escuelas coránicas
Los estudiantes se levantan a las cuatro y media de la mañana para comenzar sus oraciones. Los primeros rayos de sol se cuelan por la vidriera de la madrasa —escuela coránica— Khatamul Anbiya. Una decena se sienta alrededor del tutor, que les pide que reciten una sura del Corán. En las clases se enseña desde la memorización del Libro hasta literatura y lengua árabe, tafsir —exégesis del Corán—, pasando por el estudio de la sharía o ley islámica, los hadices y la lógica y la historia islámica.
La mayor parte de los estudiantes proviene de familias pobres. La madrasa es la única institución que les ofrece educación e incluso ropa o comida. Algunos niños viven allí: dejan caer sus cuerpos sobre delgados colchones en el suelo o en viejas literas cuando cae la noche. Otros se reúnen fuera para jugar a las canicas o al críquet. También para mirar videos con el móvil de partidos a caballo de buzkashi, el deporte nacional, una especie de polo que se juega con el cadáver de una cabra.
Hay otros centros como los Darul Hefaz, especializados en la enseñanza del Corán. En el que visito, que se halla en Kabul, se imparte un 40% de “asignaturas modernas” y un 60% islámicas. Estos centros se han convertido en los únicos donde los niños y las niñas de hasta 12 años pueden estudiar juntos.
La pequeña Azaihab, de 11 años, recita y entona melodías sin apenas mirar los textos. “No es difícil de aprender, en un año y medio lo tendré memorizado. Me gusta estudiar con mis compañeros, los considero mis hermanos”. La profesora Eslami Wafarhang, de 24 años, asiente: “Si un alumno estudia el islam, le será más sencillo prepararse para nuestro paso a una segunda vida —después de la muerte— y aprender otras materias. Espero que abran las escuelas, en el Corán se recoge que hombres y mujeres deben formarse. Es un derecho de ambos”.
El número de colegios y universidades se ha visto reducido, pero las madrasas florecen de nuevo, aunque con problemas económicos. No hay datos oficiales sobre cuántas madrasas hay hoy en Afganistán, pero el responsable de la madrasa Imam Abu Hanifa, Abdul Ghani Rahimi, me asegura que rondan las 2.500.
La historia de estos centros religiosos es compleja. Están de hecho en la raíz del nacimiento del movimiento talibán: el talib es un estudiante de una madrasa, como lo eran aquellos miles que se refugiaron en Pakistán durante la invasión soviética de Afganistán en la década de 1980. A mediados de la agitada década de 1990, unas 650 escuelas coránicas fueron destruidas o utilizadas como fortalezas. Cuando en 1996 los talibanes llegaron al poder por primera vez, restringieron la educación para las niñas y mujeres y las madrasas se convirtieron en la principal fuente de educación primaria y secundaria. Durante el primer régimen talibán, que se alargó hasta 2001, tan solo 1,2 millones de estudiantes estaban escolarizados, de los cuales 50.000 eran niñas.
El Gobierno afgano ha carecido históricamente de los recursos necesarios para brindar educación pública en las áreas rurales —y menos aún ahora, con las sanciones de Estados Unidos y el bloqueo de la ayuda internacional—, lo que ha permitido que las madrasas crezcan en influencia. El sistema de madrasas se ha mantenido vivo en gran medida gracias a la financiación privada.
Volvemos a Karte Sakhi, el barrio donde vive Yazin, la niña de 13 años que quiere estudiar y ser periodista. Yazin mira por la ventana y disfruta del atardecer: el sol se funde con la cúpula turquesa de la Mezquita. Ha sido otro día duro sin ir a clase. Rememorando viejos tiempos, abre un libro escolar y lee:
“No somos las mismas que antes, tenemos ideales, sueños, valores. Tarde o después nos levantaremos, y entonces seremos libres”.