Abaynesh tenía once años el día de su boda. Cubierta completamente por una tela de algodón blanco, guardaba silencio y se preguntaba qué vida le esperaba a partir de entonces.
“La primera vez que tuve relaciones con mi esposo fue diez días después de la ceremonia. Me habían casado, sabía lo que iba a pasar”, dice mientras se mueve de un lado a otro en una choza de madera, adobe y paja en la que vive con su marido Tadesse y dos mulas. Ahora ha cumplido los catorce y está embarazada de su primer hijo.
Esto es Gindero, en la región etíope de Amhara. Los días de Abaynesh transcurren entre montañas altas cubiertas de vegetación y campos que se extienden hasta donde alcanza la vista. Su hogar comparte un pequeño terreno con la casa de sus suegros, la de sus cuñados y tres cobertizos con animales. La ausencia de caminos, el silencio roto únicamente por el quejido de los árboles y el aire inmaculado hablan de un lugar remoto. No hay vecinos. No hay agua corriente. No hay electricidad. No hay relojes.
Etiopía es el quinto país con más mujeres de entre 20 y 24 años casadas antes de los 18 años: cerca de 1,9 millones, el 41% de la población femenina en ese rango de edad. Y es el segundo donde más mujeres han sufrido mutilación genital femenina en alguna de sus formas: 23,8 millones, el 74% de la población femenina de entre 15 y 49 años, según UNICEF.
Abaynesh es otro número más. Forma parte de esas estadísticas: le extirparon los labios menores poco después de nacer.
Aún no ha salido el sol y ya está lista para ir a buscar agua al río, como hacen todas las mujeres de su familia. Su cuñada canturrea y ella sonríe. Lleva un bidón de más de 25 litros apoyado sobre la parte baja de la espalda, atado con una cuerda alrededor del pecho, entre los senos y la clavícula. Ni el peso ni su avanzado estado de gestación le impiden llevar un paso ligero y firme.
La familia de su marido, a la que pertenece, decidió cambiarle el nombre por Jemata el día que firmó el contrato matrimonial. Abaynesh, aquella cría que ya no existe, es para ella quien quiso haber sido y no fue. “Cuando era pequeña sacaba muy buenas notas. Quería ser doctora”, cuenta con nostalgia y resignación.
La familia de Jemata vive a una hora y media andando de la de su esposo y ambas mantienen una buena relación. Gracias a esta cercanía entre los dos clanes, ella y Tadesse ya se habían visto antes de que se celebrase la boda. Sin embargo, hasta ese día solo habían cruzado algunas palabras inocentes.
La elección de una determinada niña como esposa responde al deseo de establecer o mantener alianzas que pueden resultar beneficiosas para las economías de las familias. Para los suegros de Jemata la dote no fue un factor definitivo, porque ambas familias acordaron un pago matrimonial equitativo. Sin embargo, la motivación económica es fundamental entre los clanes más pobres. Y, habitualmente, cuanto más joven es la novia, más cabezas de ganado se pagan por ella.
A Jemata nadie le dijo que la habían prometido. “Me enteré de que se estaba organizando mi boda por los vecinos y la gente que viene dando avisos casa por casa”, recuerda. Cuando pidió explicaciones, le dijeron que ya había estudiado suficiente, que le habían encontrado un marido y que iba a dejar la escuela. “Yo intenté negarme, pero como mujer protestar no sirve de nada. Debía obedecer”.
Tadesse supo que Jemata iba a ser su esposa el mismo día que su padre fue a pedir la mano de ella. Regresó a casa con el sí de la familia, se lo contó y le dijo que no se resistiera al matrimonio. Tadesse aceptó. Cuando se casó tenía veinte años.
El día de la ceremonia, Jemata, como manda la tradición, permaneció inmóvil, tapada, al lado de su marido mientras los invitados festejaban. Solo pudo descubrirse cuando llegó con Tadesse a su nuevo hogar.
La diversidad de Etiopía, país en el que confluyen diferentes etnias, culturas y religiones, hace muy difícil establecer un patrón uniforme en el matrimonio infantil y la mutilación genital femenina. El país tiene una población de alrededor de 100 millones de habitantes y el Gobierno reconoce la existencia de 82 grupos étnicos, un idioma oficial, el amárico, y 10 cooficiales. Las religiones predominantes son el cristianismo y el islam, que profesa el 59% y el 34% de la población, respectivamente, pero también hay animistas y cultos tribales minoritarios.
Dos cruces de metal amarillento cuelgan del cuello de Abaynesh. Ella y su familia son cristianos. Aunque la ablación y el matrimonio infantil están más arraigados y toman diferentes formas en determinadas comunidades religiosas, en casos como este no hay una relación directa con el credo. Estas prácticas son, sobre todo, fenómenos culturales y sociales que perviven a través de la tradición.
La región de Amhara tiene el mayor porcentaje de matrimonios infantiles registrados en el país: casi la mitad de las mujeres de entre 20 y 24 años contrajeron nupcias antes de cumplir los 18, según UNICEF.
Cuando vuelve del río, Jemata limpia su hogar, el de sus suegros y los cobertizos de los animales. Recoge las heces del ganado, enciende las lumbres en el suelo, recolecta mazorcas de maíz, lava los cacharros y, doblada sobre su barriga en una torsión imposible, cocina el almuerzo y la cena de toda la familia.
Mezcla la harina de teff, un cereal autóctono, y agua hervida en una vasija con una boca estrecha. El recipiente es alto y tiene que introducir el brazo hasta el hombro para remover la pasta que debe fermentar hasta adquirir el sabor agrio que la caracteriza. Alcanza otro recipiente con la mezcla ya preparada. El fuego está listo y un plato grande de metal humea sobre él. Jemata vierte la pasta, que comienza a solidificarse por el calor. Lo hace cinco veces más y pone la injera, la especie de torta esponjosa típica de Etiopía, en un recipiente de paja trenzada.
Después, parte el pan rancio para los animales sentada sobre un saliente bajo que, a modo de banco, recorre las paredes interiores de la casa de sus suegros. Coge pedazos y los desmiga mientras habla de su mutilación. No se siente orgullosa ni avergonzada. No lo recuerda: era una recién nacida cuando la sufrió.
“Yo creo que es algo bueno”
El matrimonio infantil y la mutilación genital femenina conviven en más de veinte países, la mayoría de ellos en África. En ocasiones ambos están estrechamente relacionados, ya que en algunas comunidades la circuncisión femenina es un requisito para el matrimonio. Detrás de ambas prácticas están la desigualdad de género, la prevalencia de normas sociales patriarcales y el deseo de controlar la libertad sexual de las mujeres.
No hay una única forma de mutilación. La ONU las divide en cuatro categorías. La más extrema es la infibulación. Consiste en la extirpación completa de los labios menores y el clítoris, la laceración de los labios mayores para acercarlos y el cierre de los mismos, que deja un agujero de escasos milímetros para orinar y dejar pasar el flujo menstrual. Una vez casadas, la vulva ha de ser abierta y se debe dilatar gradualmente en un proceso lento y doloroso, o practicar una nueva incisión.
La infibulación no tiene cabida entre los amhara, pero sí entre los habitantes de Oromía (una región en el sur del país), en Afar (en el norte, cerca de la frontera con Eritrea) y en Somali (una región oriental colindante con Somalia). De los 66 grupos étnicos mayoritarios, 46 practican la ablación, según UNICEF.
Jemata no fue mutilada para garantizar su virginidad ni para negarle el placer sexual, sino para “facilitar” al hombre la penetración. “Se dice que una mujer a la que no se le haya practicado la ablación, a medida que va creciendo, terminará taponada, cerrada”, dice Mesel Nigusie, una mujer de 48 años que ha circuncidado a niñas desde que tenía 20.
Su mirada es firme y cálida, aunque a veces denota desconfianza. El ruido que hace la bolsa de plástico que lleva colgada de la muñeca apenas permite que se oigan las primeras palabras tímidas que salen de su boca.
Las familias prefieren a niñas que hayan sido “cortadas” para sus hijos. “Es una cuestión cultural y de tradición”, dice Nigusie. Se siente orgullosa y dice que lleva a cabo esta labor “por el bien” de las mujeres. La ablación se acostumbra a hacer cuando las niñas no han cumplido los quince días de vida, porque es cuando el cuerpo es más fuerte y sana más rápido. Dice Nigusie que la herida cicatriza y deja de doler entre ocho y diez días después del corte.
Abre la bolsa con cuidado y comienza a sacar su material de trabajo. Un poco de algodón y papel higiénico para limpiar la sangre. Después, un hilo blanco con el que sujetar la piel antes de la amputación. Lo último que extrae es un paquetito de papel de pocos centímetros. Es fino, blanco, con los bordes verdes y viene doblado como si de un minúsculo sobre se tratara. Al retirar la celulosa, una cuchilla nueva y brillante refleja la luz que entra por la ventana.
Nigusie explica, acompañando cada paso con el gesto ilustrativo correspondiente, que para hacerlo de forma correcta hay que separar los labios mayores de la base y dejar a la vista la otra capa inferior, que se agarra, se tensa y se corta, como si de una tela se tratase.
“Yo creo que es algo bueno. Ahora el Gobierno lo ha prohibido porque dicen que causa enfermedades”, dice contrariada. Ha decidido dejar el oficio porque no le vale la pena arriesgarse por algo por lo que no cobra: las familias la invitaban a comer y a beber en la fiesta de celebración como pago por sus servicios.
La prohibición gubernamental ha empujado la práctica a la clandestinidad, pero no la ha desterrado por completo.
“Me parece bien que mi mujer esté cortada”, dice Tadesse sin poder reprimir una risa infantil y nerviosa. “En realidad, a los chicos nos da igual. Digo que está bien porque está valorado culturalmente”.
La pareja no tiene claro qué pasará si Jemata da a luz a una niña. Ambos saben que la decisión no la tomarán ellos, sino su familia. Puede que sus suegros decidan llevarla a un médico que aún lo haga a escondidas o acudir a alguna mujer que siga ejerciendo.
A media tarde, cuando el sol comienza a descender, el marido y el cuñado de Jemata regresan del campo. Su suegro, que también viene con ellos, asegura que las mujeres más jóvenes se adaptan mejor a la familia política, son menos rebeldes y mejores esposas, más fieles.
Él mismo tiene una hija de catorce años, hermana de Tadesse, que sigue en la escuela y a la que espera prometer en matrimonio el año que viene. Ella refunfuña y dice que no quiere dejar los estudios, pero los hombres de la familia tienen otros planes para ella. O se casa pronto o no habrá forma de encontrarle un buen esposo.
Hay dos caminos que pueden llevar a las niñas etíopes al altar de manera forzosa. El primero, y más común, es el acuerdo entre familias, como en el caso de Jemata. El segundo es el secuestro. Cuando un hombre no consigue la mano de una niña en matrimonio, la rapta durante unos días y la viola. Después, los padres no tienen más remedio que aceptar el enlace.
Jemata se considera afortunada. Su resignación la ha llevado a agradecer que su marido la trate bien, y confiesa que entre ambos hay algo que se podría considerar amor. No sucede en todos los casos.
Uno de los miembros del Consejo Local de Gindero recuerda el caso de una niña que se fugó a Addis Abeba tras haber sido obligada a casarse. Beimnet, una vecina de la localidad que ronda los cuarenta años, también conoce el caso y al contarlo su rostro se contrae en una mueca triste: la niña tenía doce años cuando fue prometida a un hombre mayor. La boda se celebró y ella se mudó con su marido y sus suegros. Unos meses después huyó de la vida que habían elegido para ella. Ahora vive en la capital y sobrevive sirviendo en una casa por unos cuantos birr, la moneda local.
No puede volver a Gindero porque aún pertenece a su familia política y a su marido, que enfureció al saber que se había escapado y prendió fuego a los cultivos de sus suegros.
Que sea un niño
A las seis de la tarde, la oscuridad comienza a inundar la choza de Jemata, y en pocos minutos se instala una noche tan negra que solo las estrellas le recuerdan que tiene los ojos abiertos.
Su mirada refleja el cansancio que su cuerpo esconde. Prepara el café en cuclillas en el centro de la estancia de sus suegros, escasamente iluminada por una lámpara de aceite. Se mantiene ajena a las conversaciones de la familia antes de irse a dormir. Es difícil oírle decir una palabra.
Le quedan pocas semanas para dar a luz y quiere que su bebé sea un niño, porque los hombres son más independientes. El sexo importa. “Las mujeres están atadas a sus familiares, condenadas a hacer lo que los padres y los maridos eligen. Estamos acostumbradas a vivir con ello”.
Si da a luz a una niña, intentará romper el círculo en el que ella está atrapada. “Si tengo una hija, estudiará hasta donde ella quiera estudiar y no la obligaré a casarse. No quiero que pase por lo que he pasado yo”. Tadesse está de acuerdo y asegura que le dará las mismas oportunidades, sin tener en cuenta su sexo. Aunque, en su opinión, los hombres están mejor dotados que las mujeres para estudiar.
Jemata ha terminado de lavar ceremoniosamente las tazas de café y se va a dormir agotada. Mañana volverá a levantarse antes de que salga el sol y volverá al río a por agua. Cocinará injera y limpiará. Cada día, hasta que nazca su bebé, seguirá con su rutina, tal vez pensando en Abaynesh: en la doctora que nunca será.