Dicen que el miedo paraliza. Pero como a Hadja en ese miedo le iba la vida, corrió.
Eran siete mujeres y avanzaban por el bosque con el pánico en la garganta y un niño en cada mano. Hadja arrastraba con una a Aisha, de ocho años, y con la otra a su hermana Fátima, de once. Eran las hijas de una vecina muerta.
“Las vi solas y yo no sabía dónde estaban mis siete hijos. Sé cómo se siente una madre, así que les di la mano y me las llevé”, dice.
Después de 14 días secuestradas por la banda fundamentalista islámica Boko Haram, aprovecharon un descuido de los extremistas, que se habían reunido en la última oración del día sin dejar a nadie de guardia, para huir por el bosque. Hadja y las demás intentaban escapar del diablo: con más de 25.000 asesinatos en los últimos cinco años, los yihadistas nigerianos son el grupo más sangriento de África. “Corrimos hasta que casi nos explota el corazón”, recuerda.
La huida duró cinco días y, sin agua ni comida, pronto algunas empezaron a caer. Primero los niños pequeños, que en el grupo fugitivo eran casi todos. Durante el ataque a la aldea de Hadja, en el noreste de Nigeria, los radicales habían reunido frente a la gran mezquita a los niños por encima de los doce años. Les ordenaban unirse a ellos y, si se negaban o dudaban en la respuesta, les pegaban un tiro en la cabeza delante de todos. Hadja cree —¿desea creer?— que sus dos hijos, de doce y catorce años, pudieron escapar, pero no los ha vuelto a ver.
Durante su huida por el bosque, Hadja no tenía fuerzas ni siquiera para pensar en su suerte. El hambre, la sed y el cansancio dictaban sentencias rápidas. “Murieron muchas mujeres y niñas del grupo, pero no sé cuántas. Simplemente las dejábamos atrás”. Por el camino, encontraron también decenas de cadáveres y aldeas calcinadas.
Hadja habla con la voz templada y segura cuando rememora aquellos días. Solo le tiembla una vez: cuando recuerda a la mujer embarazada. Entre las mujeres huidas, cuenta, había una chica en avanzado estado de gestación. Una mañana, cuando el agotamiento rompía de dolor los cuerpos y los pies, la mujer se puso de parto. Hadja aún se estremece al recordar los gritos. “No podíamos hacer nada, no teníamos nada para ayudarla y ni siquiera teníamos fuerzas para hacerlo”, explica.
La mujer murió, quizás desangrada o quizás por el esfuerzo, pero el bebé nació.
Le pido a Moussa, el traductor, que pregunte a Hadja qué pasó con el recién nacido. Ella le mira a los ojos mientras escucha la pregunta y mantiene el gesto imperturbable. Cuando responde, deja silencios largos entre frase y frase.
“Todas teníamos la responsabilidad de cuidar a nuestros niños… el bebé estaba allí… pero nadie podía ocuparse de un bebé… lo dejamos allí, lo dejamos morir. Teníamos los pies hinchados, sólo pensábamos en seguir caminando”.
Hadja y los demás llegaron a la aldea de Mongonou unos días después y las autoridades las trasladaron a un lugar seguro.
Fátima y Aisha sobrevivieron y viven con ella desde entonces.