Gabriel Márquez Ramírez se equivocó en todo. Hasta en la elección de su víctima. Un día se juntó con un socio y se envalentonaron. Pero a la hora de robar, además de mala sangre, arrestos o hambre hay que tener también algo de fortuna. Y Gabriel no la tuvo.
Su víctima resultó ser un policía. Sin hambre. Tal vez sin mala sangre. Pero con muchos arrestos. El agente repelió la agresión en su casa a tiro limpio. Y Gabriel, como hacen los guapos (chulitos) del conurbano bonaerense, apretó el gatillo de su revólver sin pestañear. Dos balazos que hirieron pero no llegaron a matar al policía. Al socio de Gabriel le cayó plomo en el abdomen y en el tórax. Vivió para contarlo de casualidad.
Gabriel Márquez Ramírez tiene cara de ángel. Cuando “se equivocó” tenía solo 18 años. Ahora acaba de cumplir los 23 y le quedan todavía seis años para salir de prisión. La juventud perdida por unos pesos. Sabe que su condena de diez años es un regalo divino para los cargos que le imputaron: robo calificado, portación de armas, intento de homicidio… No ha salido mal parado después de todo —el fiscal pedía quince años. Más que arrepentido parece enojado consigo mismo. Enojado con la vida que le tocó vivir, con su infancia en una familia de pobres entre los pobres, con los errores cometidos.
Márquez es el capitán de Los Espartanos, el equipo de rugby más bravo del mundo. O eso parece si se le echa un vistazo a la plantilla: tipos rudos, curtidos en mil peleas, orgullosos militantes del lado salvaje de la vida. Un grupo de lo más polivalente: hay ladrones de gasolineras, desvalijadores de casas, secuestradores, asaltantes de medio pelo, homicidas confesos… Pero Los Espartanos es algo más que un club. Es toda una filosofía de vida. Una iniciativa única creada hace siete años por el abogado Eduardo “Coco” Oderigo, aficionado al rugby y a las causas sociales. Su particular “club” (una fundación) tiene por sede el penal de máxima seguridad de San Martín, enclavado en las afueras de Buenos Aires junto a un basurero gigantesco que escupe hollín las 24 horas del día. Ahí, en el pabellón 8 de la cárcel, se encuentra el banquillo del equipo, 39 hombres condenados por diversos delitos a los que ahora les une un mismo propósito: la rehabilitación a través del rugby y el empeño en rehacer unas vidas desahuciadas desde la adolescencia.
Más de 300 exprisioneros han pasado ya por la terapia de Los Espartanos: entrenamientos diarios en el patio de la prisión y una constante disciplina para cambiar la mente “al cien por cien” asumiendo valores como el compañerismo, la humildad y el respeto por el otro. El rugby como redentor de almas perdidas.
1. El equipo: Los malevos del Conurbano
Gabriel Márquez Ramírez (robo, portación de armas, intento de homicidio) juega de apertura y es capitán por aclamación. Tiene una hija. Según sus compañeros, él encarna como ningún otro los valores del rugby (compañerismo, disciplina, respeto). Valores de los que Gabriel no había oído hablar durante su infancia, en ese San Miguel de la provincia de Buenos Aires donde hay quien aprende a delinquir desde muy joven. Sobre todo si se nace en cuna de delincuentes.
—Mi primer recuerdo de mi papá es que siempre andaba metido en problemas. Siempre robando. Y eso que mi mamá era evangélica y trataba de llevarlo por el buen camino. Pero no lo logró. Se separaron cuando yo era pequeño. Éramos once hermanos y a mí me tocó quedarme con mi papá. Pero apenas lo podía ver porque trabajaba todo el día de vendedor ambulante. Me crié en un ambiente problemático, con dos hermanos presos, y comencé a tomar drogas bien temprano. Estudié hasta Primaria y trabajé en algunas fábricas. Cuando disparé al policía yo tenía 18 años. Me dieron diez años de cárcel. Creo que me tenía que haber quedado con más años.
Matías Nuesch (robo con arma) lleva seis años entre rejas y juega de segunda línea. Tiene 29 años y tres hijos. Lleva un tiempo lesionado, como tantos otros espartanos: quien no se quiebra una pierna se rompe un brazo. Deporte bravo donde los haya, el rugby genera compañerismo pero también mucho trabajo para la enfermería. Con su porte de camionero, a Nuesch no debe de ser fácil pararlo en plena carrera. También fue difícil para la policía detenerlo. Cuando cayó, había asaltado ya una decena de gasolineras él solito. Lo cuenta sin aspavientos, como quien relata un día de trabajo en la oficina:
—Solía ir por las mañanas, bien temprano, cuando la plata todavía estaba ahí. Iba solo, con una pistola y una maza. Nada más llegar agarraba al que estaba afuera y lo metía adentro. Después reventaba la caja y me llevaba la plata. Un día veinte lucas [20.000 pesos, 1.175 euros], otro diez, otro cinco. Suficiente para vivir. Lástima que me filmaron varias veces. Un día fui a jugar pool (billar) a San Miguel y ahí me cayó la policía. Corrí treinta cuadras hasta que me agarraron. Me echaron siete años. Y tuve suerte. Recorrí once penales antes de llegar a San Martín. Ahora tengo un sueño: ayudar afuera.
Jonathan Acevedo (homicidio en ocasión de robo y tenencia de armas) lleva apenas un año con Los Espartanos de los seis que ya ha pasado sin libertad. Tiene 28 años y dos hijos. Condenado a trece años, este jugador multifuncional (“juego de lo que sea”) se pasará entre rejas los mejores años de su juventud. Aunque reconoce su culpa (“disparé y maté a una persona”), denuncia que su caso está lleno de irregularidades. El joven se explica con fluidez y hace las veces de cicerone para que el visitante conozca la “sede” del club, esas 16 celdas del pabellón 8 donde viven, sueñan y sufren Los Espartanos. Junto a otro preso con el que comparte celda, Jonathan ha recreado un liliputiense “museo” del equipo. Su habitáculo es todo un festival visual con camisetas, fotos y recuerdos de los jugadores.
—Antes andaba siempre en líos de droga y peleándome todo el tiempo. Aprendí a jugar al rugby y todo cambió. Fue lo que me hizo ser otra persona.
Alejandro Sandalie (robo con arma) ya sabe lo que es recibir un tiro. La policía le alcanzó en un pie cuando lo sorprendieron robando en la localidad bonaerense de José León Suárez. Alejandro es el máximo anotador de Los Espartanos. Un wing (ala) al que no alcanza nadie cuando corre. Solo la policía. Y pistola en mano. Tiene 35 años y cinco hijos de cuatro mujeres distintas. Cuando cayó abatido acababa de robar junto a otro delincuente una fábrica con 45 trabajadores adentro. Se llevaron 40.000 pesos (más de 2.300 euros) y al huir su coche chocó contra otro vehículo en el que viajaba una familia al completo que salvó la vida de casualidad. Lleva dos años en Los Espartanos y trece recorriendo cárceles (“estuve en los peores penales de la provincia”). Solo la llegada al club de rugby le ha cambiado su forma de ver el mundo.
—La cárcel es una escuela de delincuencia. El rugby me cambió por completo. Aprendí a valorar mi vida, mi salud, mis amigos. Antes me juntaba con los pibes en otros pabellones y solo hablábamos de choreo (robar). Yo era problemático, la droga te lleva a hacer muchas cosas malas. Ahora en el pabellón 8 todo es diferente.
Jonathan Martínez (28 años, tres hijos, homicidio en ocasión de robo), Juan Manuel García (30 años, un hijo, robo y secuestro), Silvio Sanabria (29 años, tres hijos, robo con arma)… No hay espartano que no quiera contar su historia. Relatos de infancias atravesadas por la pobreza y la marginación. Desventuras de unos villanos que son al mismo tiempo víctimas de esa selva que es el conurbano bonaerense y que carcome las vidas de millones de personas. Todos han dejado las drogas que consumían antes de recalar en el pabellón 8. Todos tienen claro que o se cambia al cien por cien o no se cambia. Casi todos tienen familia, hijos. Todos sueñan con un trabajo al salir de la prisión. Y algunos, como Ariel Jorge, ya saben cómo se va a llamar su negocio: “Comidas Los Espartanos”. Ariel es uno de los más veteranos. Tiene 43 años. Atracó un concesionario de autos. Cocinero de profesión, está a punto de salir de prisión y ya ha decidido homenajear al equipo con su futuro restaurante.
—Voy a hacer ñoquis con tuco (salsa de tomate), muchas pizzas y muchos churros.
Dicen que en el pabellón 8 de la prisión de máxima seguridad de San Martín no hay peleas. Dicen que no hay discusiones. Ni drogas. Dicen que los internos se turnan para echar la siesta y también para escuchar música. Dicen que cada quien escucha lo que quiere sin molestar a los demás. Y dicen que todos tienen claro cuáles son las condiciones de vivir en ese pequeño “remanso de paz”.
—Quien no pueda con ellas —aclara Ariel— tiene la puerta abierta.
2. El “club”: el sueño de un abogado
A Eduardo Oderigo todo el mundo lo llama “Coco”: su familia, sus amigos y su tropa de rudos espartanos. Abogado de profesión, se pasó varios años enviando a prisión a maleantes de los que nunca más tenía noticias a no ser que recayeran en la senda del delito. Fue la insistencia de un amigo lo que le llevó en 2009 a visitar el penal de máxima seguridad de San Martín.
Su amigo se quedó satisfecho con la visita y no quiso indagar más. Pero a “Coco” no se le fue de la cabeza la imagen de los internos. Aficionado tardío al rugby, pensó entonces que ese deporte, de gran popularidad en Argentina, podía ser la excusa perfecta para atraer a los presos a una rehabilitación adecuada. “Le propuse al director del penal de San Martín entrenar a un grupo de presos y accedió”, cuenta Oderigo, de 45 años, en uno de los patios de la prisión donde suele reunirse con Los Espartanos (bautizados así por un amigo suyo admirador de la película “300”, de Zack Snyder).
A los presos seleccionados les gustó la idea de descargar su energía en un juego agresivo pero con reglas claras. Taclear (hacerle un placaje) al adversario en el patio era mejor negocio que cagarse a trompadas en los corredores del pabellón. Y además estaba el incentivo de jugar en canchas profesionales. Hace dos años se enfrentaron a un grupo de jueces y fiscales en el Estadio Único de La Plata. Los mismos jueces y fiscales que les meten entre rejas. Resultado: empate a cinco. Y en otro memorable encuentro se enfrentaron a un combinado de la policía metropolitana. Ladrones y agentes del orden dándose empujones para disputarse una pelota ovalada. En la cancha, todos iguales.
Los muchachos de Oderigo son disciplinados. Y saben que si no se equivocan, enderezarán sus vidas. El escaso nivel de reincidencia de los expresos espartanos (no llega al 5%) sorprende si se compara con el promedio oficial que registra la conflictiva provincia de Buenos Aires (50%, según datos del Ministerio de Justicia de la provincia de Buenos Aires). La apuesta de Oderigo es tan seductora que ya hay réplicas incipientes en 18 cárceles argentinas.
“Al principio —cuenta Oderigo— teníamos presos de distintos pabellones y no fue muy fácil armar el equipo”. Después todo se centralizó en el pabellón 8, cuyo patio se ha convertido desde hace cuatro años en una suerte de recinto sagrado cada viernes del año, cuando Los Espartanos (que han empapelado el pabellón con carteles de Jesucristo bien visibles) atienden el rezo del rosario. En ese encuentro espiritual participan los presos y un puñado de amigos y conocidos de Oderigo pertenecientes a la clase alta argentina. Es una mezcla curiosa. Empresarios entrados en los cuarenta y sus hijos adolescentes de la alta sociedad porteña se hermanan con aquellos que provienen del estrato social más bajo del sistema. Los vehículos Audi y las camionetas de alta cilindrada aguardan afuera, pero en el interior todos pretenden ser iguales durante unas horas. “Generamos empatía de los dos lados. Y unimos dos mundos que parecían irreconciliables. Es la imagen de esa unión entre el que más tiene y el que menos tiene tomando un mate y respetándose”, explica Oderigo, que supo vencer las reticencias iniciales al proyecto entre su círculo de amistades.
“Para mí, venir a la cárcel es como una adicción. Necesito venir, se te va todo el estrés que tienes adentro; yo vengo acá a buscar la paz en la cárcel. Pongo mi granito de arena pero también recibo mucho; la nuestra es una ganancia espiritual”, explica Jorge “El Negro” Mendizábal, exitoso empresario de una franquicia de comida rápida, entrenador ocasional de rugby y colaborador de Oderigo en un proyecto que, observado solo en términos estrictamente económicos (algo que no es el objetivo de su fundador ni mucho menos), es beneficioso para el Estado. “Con el proyecto de siete años de Los Espartanos, ahora hay más de 300 tipos que ya no destruyen familias. Eso supone muchos millones de ahorro al año para el Estado”, según las cuentas de Mendizábal.
Pero la escasa reincidencia de los exespartanos se mide en otros términos, mucho más provechosos para la sociedad. Casi todos los presos del pabellón 8 tienen un trabajo asegurado cuando salen de prisión gracias a Mendizábal y otros empresarios, y a la labor de un equipo de técnicos que, coordinados por Oderigo, se encarga de buscar empleo a los excarcelados. Más de 300 expresidiarios han conseguido ya rehacer laboralmente sus vidas.
Poco a poco, el equipo de rugby de Oderigo ha ido cobrando fama y su leyenda ha llegado incluso a oídos del Vaticano. El papa Francisco recibió el año pasado a una delegación de jugadores, coordinadores y funcionarios de la cárcel y les animó a continuar con el proyecto. “Nos dijo que esto recién empezaba y que tratáramos de continuar y replicar el proyecto en más lugares de Argentina”, cuenta Oderigo. Y en eso siguen, con la ayuda de algunas donaciones de empresas y particulares y sus propios recursos. En el penal de San Martín, donde arrancó el proyecto, cada martes y viernes se juntan dos mundos. Rezan, charlan, bromean… Y juegan al rugby.
—Hacemos dos contra uno primero. Va. Uno, dos, va… Más atrás… Listo. Taclealo, taclealo… Y al piso.
Al “Negro” Mendizábal se le ve contento. Igual que a Gabriel Márquez Ramírez y al resto de los rugbistas espartanos. Están todos embarrados después de un duro entrenamiento, pero eso es lo de menos. Mendizábal, cuya casa en un barrio cerrado con seguridad privada no está muy lejos de la prisión, se siente uno más en la canchita de la cárcel de San Martín. “Esto te da mucha vida; acá vengo en busca de paz”, susurra mientras varios espartanos lo rodean y lo alzan hasta soltarlo en el charco más grande de la cancha de entrenamiento. Es su forma de agradecimiento. Unos segundos después, Mendizábal es un muñeco de barro. Pero se le ve feliz. Los Espartanos han vuelto a completar un entrenamiento bajo sus órdenes. Están en forma. Preparados para ganar. Preparados para cambiar su mente al cien por cien. Tienen —si se lo proponen— una segunda vida por delante.