La de Europa es una historia estremecedora de luces y sombras, donde caben la democracia, los derechos humanos, el feminismo, y también extraordinarias cuotas de violencia, sufrimiento y destrucción. Asombra el grado de divisiones y guerras que ha asolado a lo largo de los siglos un continente tan pequeño, que solo ocupa el 7% de la superficie en el planeta. Para superar esa maldición nació la Unión Europea, una idea que al principio parecía descabellada y que apostó por la construcción de un destino común, un proyecto político disfrazado de mercado comunitario para vender acero y carbón.
A los 70 años del nacimiento de esa idea, devenida realidad como una organización interestatal que suma 27 países, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) organizó en abril un encuentro telemático sobre el futuro de la Unión Europea en el contexto de la pandemia. En el debate participó Ivan Krastev, uno de los intelectuales más interesantes e influyentes de nuestro tiempo. Politólogo, presidente del Centro de Estrategias Liberales en Sofía y miembro permanente en el Instituto de Ciencias Humanas de Viena, Krastev (Lukovit, Bulgaria,1965) es experto en Europa y sus reflexiones se leen con atención en Bruselas, Moscú y Pekín. En su charla de abril, el politólogo dijo que esta es una “crisis transformativa” en la que de nada sirven los moldes políticos del siglo XX, y que la epidemia nos recuerda que el corazón de todo lo humano reside en nuestra condición de mortales.
Unas semanas después, Krastev —autor de libros como Europa después de Europa (Universitat de València Publicacions) o La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la guerra fría pero perdió la paz, escrito junto con Stephen Holmes (Debate)— atiende a 5W confinado desde su casa en Bulgaria.
La principal consecuencia de la pandemia es que ha transformado nuestra imaginación, dice usted. ¿Qué significa eso?
La pandemia ha roto esquemas. Ha hecho que sucediera lo que muchos querían, aunque pensaran que nunca iba a suceder. Los activistas del cambio climático llevan años clamando que los aviones contaminan mucho y que los vuelos deberían restringirse. Bien, pues eso ha ocurrido: el pasado marzo el transporte aéreo en el continente europeo se redujo en un 97%. Otro ejemplo: los nacionalistas de extrema derecha reclamaban cerrar todas las fronteras, aunque en su fuero interno pensaran que eso nunca iba a pasar. Pero resulta que eso también ha sucedido. Eso nos demuestra que hay muchas cosas que en realidad se pueden hacer. Esta crisis tiene un gran impacto en nuestra imaginación. Es como abrir una gran compuerta, estar ante una página en blanco en la que no hay opciones predeterminadas. Es como empezar a formatear un nuevo ordenador.
Usted dijo que tras la crisis económica de 2008, la crisis de los refugiados fue como un 11-S para la Unión Europea. ¿En qué situación nos deja esta asombrosa crisis de 2020?
Son crisis muy diferentes. A la pandemia se la compara, por ejemplo, con la Segunda Guerra Mundial, pero estamos en una situación muy distinta. Lo que hace esta crisis inédita es que afecta por igual a todos en el planeta, y al mismo tiempo. La crisis financiera de 2008 no la sufrió todo el mundo. Para empezar, no afectó por igual a los países fuera de la Unión Europea, y no de la misma forma a la población de los países afectados. Ahora sí estamos todos en el mismo barco. Si enciendes la televisión y vas poniendo canales de todo el mundo verás que todos hablan de lo mismo. Da igual que no conozcas el idioma. Lo sabes aunque no entiendas nada. Esto es nuevo. Jamás había pasado.
Otro ejemplo: respecto al terrorismo, en Estados Unidos, en Francia o en Gran Bretaña, entre la ciudadanía no había acuerdo sobre la necesidad de aprobar nuevas leyes para reforzar la vigilancia y la seguridad. Ahora sí hay acuerdo unánime. En general, para combatir la pandemia, la gente está dispuesta a ser controlada.
Luego tenemos la crisis de los refugiados y las fronteras. La situación ahora también es muy diferente respecto a la de pocos años atrás: entonces se trató sobre todo y más que nada de una crisis cultural, planteada por los ultranacionalistas como “ellos contra nosotros”, centrada en el origen. Ahora parece que nos enfrentamos a un nacionalismo puramente territorial, que obliga a colaborar y luchar unidos a todos los que estén en el mismo país, hayan nacido en él o no. En ese sentido, paradójicamente, la epidemia está forzando al nacionalismo a ser más inclusivo. Al menos en Europa.
Lo que parece claro es que los esquemas políticos de antaño no sirven.
Ya no. Es habitual hacer comparaciones históricas o buscar momentos parecidos, pero en este caso ese ejercicio no funciona. Lo que sí deberíamos saber por experiencia es que las epidemias tienen consecuencias estructurales importantísimas, aunque no lo recordemos. Las epidemias han matado a millones de personas en Europa, más que la Primera Guerra Mundial, pero mientras infinidad de libros se dedican a explicar todo tipo de enfoques o detalles sobre la guerra, las epidemias no tienen apenas bibliografía. Y si no las tenemos presentes, no hay manera de recordarlas.
Usted afirma que en los próximos meses la Unión Europea se juega su futuro, y que eso va a depender de Alemania. ¿Por qué?
El debate más importante sobre la Unión Europea va a tener lugar en Alemania, sin duda. El futuro de la Unión —y, por tanto, el futuro de Alemania— se basaba en la promesa del proceso de globalización económica. Pero ahora ha llegado la pandemia y tienes a China y Estados Unidos enfrentados, las organizaciones internacionales no están funcionando bien… De golpe, todo ha cambiado. Si te dicen que para salvar la globalización tienes que elegir entre una guerra, las grandes migraciones —y su tremenda dificultad de gestión— u otras posibles epidemias, ya no queda tan claro que valga la pena.
¿Cuál es la clave en esta nueva senda que puede tomar la Unión Europea?
El asunto clave es si ese nuevo camino es la desglobalización y el proteccionismo. Si eso es así, ¿por quién va a apostar Alemania? ¿Por la Unión Europea o por Alemania misma? De la respuesta a esta pregunta dependerá el futuro de la Unión.
De golpe, las distancias han vuelto. Son muchos los países, incluida Alemania, que esperan que lleguen desde China los productos que necesitan para combatir la epidemia. ¿Las empresas van a seguir externalizando fábricas, haciendo depender a sus trabajadores especializados de terceros países —ubicados tan lejos—, en temas tan importantes como la salud, por ejemplo? Se lo van a pensar.
A su vez, en Alemania son conscientes de que a la hora de exigir una tributación adecuada a corporaciones como Google o Facebook es mejor hacerlo de forma centralizada, y no negociar cada país uno a uno. En los próximos meses en Alemania habrá un gran debate sobre la Unión, y nada va a ser como era antes. O apuestan por una mayor integración o por una mayor desintegración.
En los últimos 50 años, el relato decía que el mundo iba a acabar siendo una “gran democracia occidental global”. Hasta hace unos meses, unos de los relatos con más fuerza era el del apocalipsis por el cambio climático. ¿Y ahora?
La pandemia está mezclando y sumando todos esos relatos. Lo que nos enseña de verdad esta crisis es que somos absolutamente interdependientes. En una crisis financiera o ante el cambio climático te puede ir mejor o peor en función de tu país o tu situación, pero con la pandemia no. En cierto sentido, nos hace radicalmente iguales.
¿Cómo cree que se dibuja el futuro en política?
El virus lo está cambiando todo. Algunos dicen que vamos a salir de esta crisis siendo más progresistas, otros dicen que la sociedad va a ser más autoritaria. Yo creo que vamos a ver muchos cambios, en todas direcciones y al mismo tiempo.
Se están dando situaciones que antes no se daban, y no creo que vaya a prevalecer un tipo de visión o ideología, sino que van a convivir muchas de forma diferente en distintos lugares. Creo que todo va a cambiar, pero debido a la suma de muchos pequeños cambios.
Hace ahora un siglo, en 1920, se pensaba que se debía escoger entre la derecha o la izquierda, pero en nuestro tiempo no va a haber ese tipo de polaridad. Los gobiernos de los países van a ir a la derecha y después a la izquierda, a la derecha y a la izquierda, en una tendencia zigzagueante. Cada país irá más a lo suyo. La conclusión que debemos aprender es que no hay conclusión. Diferentes países van a llegar a diferentes conclusiones, pero quizá de una forma más radical que en anteriores crisis.
¿Cree entonces que en Europa puede aumentar el nacionalismo más exacerbado o la xenofobia?
En Europa ha habido menos niveles de xenofobia de lo que temíamos. Normalmente cuando hay un problema y no se sabe resolver, la respuesta más simplona es echar la culpa al extranjero. Quizá en algún momento [de la pandemia] ha sido difícil para personas asiáticas vivir en el norte de Italia, pero en general no ha habido grandes problemas. Esta crisis, paradójicamente, enseña los límites de este tipo de nacionalismo, y deja claro que en una situación de interdependencia no es tan evidente quién gana y quién pierde.
¿Y en el ámbito laboral, cómo ve el futuro?
También habrá muchos cambios. Aquí en Europa del Este ha habido mucho movimiento de trabajadores. Cuando llegó la cuarentena, a Bulgaria regresaron más de 200.000 trabajadores búlgaros procedentes de Gran Bretaña, Francia o España. La pandemia nos ha obligado a buscar refugio en casa y a preguntarnos cuál sentimos de verdad como nuestro hogar.
Por otra parte, queda claro que las empresas van a acelerar todos los procesos de automatización y robotización, por la sencilla razón de que las máquinas no enferman ni contagian a nadie, y encima no protestan.
Usted siempre subraya la importancia de la composición demográfica de una sociedad para comprender su comportamiento. ¿En esta crisis, qué podemos aprender?
Con la pandemia es interesante señalar las nuevas relaciones intergeneracionales que se están produciendo. En el caso de la crisis por el cambio climático los jóvenes criticaban y acusaban a los mayores de haber destrozado el planeta con su forma de vida. Ahora, con la crisis del coronavirus, son los mayores los que se sienten en una situación vulnerable, los que dicen a los jóvenes que tengan cuidado, dado que su actitud a la hora de tomar medidas contra la epidemia puede afectarles a ellos. Creo que en los próximos años la juventud va a tener un peso y un protagonismo que hasta ahora no tenía.
¿Es posible que nos pierda la grandilocuencia de pensar en un futuro común como humanidad y que tal vez sea mejor pensar de forma más humilde?
Quizá vivíamos en una sociedad compuesta por personas demasiado angustiadas y exaltadas, siempre preocupadas por algo: el futuro, los hijos, el trabajo… Lo que nos está enseñando esta pandemia es a centrar nuestro interés. Por ejemplo, en no infectarnos, en no infectar a nadie, en comer…
Hay una historia que leí hace tiempo que me viene a la memoria estos días. Era de Marcel Reich-Ranicki, un extraordinario crítico literario de origen polaco y judío, una estrella intelectual en Alemania. Reich-Ranicki explicaba que cuando era joven, durante la Segunda Guerra Mundial, decidió dejar de leer novelas y dedicarse a leer poesía y cuentos. Cuando le preguntaron por qué, contestó que la guerra le había hecho entender que podía empezar una novela y no sobrevivir para acabarla. Ese razonamiento siempre me ha impresionado mucho.
¿Qué tenemos que aprender de la epidemia?
Lo que estamos viviendo ahora va a tener un impacto duradero en nosotros. Estábamos viviendo en una sociedad que iba demasiado deprisa. Antes, mis miedos respecto al mundo venían de la sensación de irreflexión, de urgencia y de la extrema velocidad a la que iba todo. Además, vivíamos en una sociedad donde morirse era considerado casi innatural. Un día, a un amigo mío le preguntaron por qué había muerto su padre, y tenía ¡94 años! A esa edad, la gente suele morirse. Eso es lo normal. Pero vivíamos como si no estuviéramos preparados para asumir algo así.
Ahora, estas semanas, el hecho de estar en casa encerrados tantas horas nos ha obligado a reflexionar. Nos ha hecho pensar en la muerte, en las personas que queremos, en la relación que tenemos con nuestros padres, en comprender de quién dependemos o quién depende de nosotros… Y creo que eso es algo esperanzador.
¿Y a qué conclusiones ha llegado?
La gran historia del coronavirus es que es un tiempo de reflexión. Es como si todo el mundo hubiera sido enviado a un monasterio a buscar sentido a su vida. En todo este tiempo que hemos estado aislados, de repente la sociedad se ha convertido en una sociedad de filósofos, porque nos estamos haciendo las mismas preguntas que se hacen ellos. Eso es algo muy necesario, dado que estábamos viviendo sin pensar.
Esta entrevista nace de una colaboración entre el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y 5W.