La guerra crepuscular

Las personas mayores no son una prioridad humanitaria en los conflictos. Ucrania, con un 24% de su población por encima de los 60 años, invita a cambiar esa mirada.

La guerra crepuscular
Lidia Karpenko, de 71 años, se refugia en una residencia de la Universidad Estatal Agraria de Poltava. Nuria López Torres

La mejor metáfora visual de la guerra de Gaza es un niño palestino enterrado en los escombros de un edificio atacado por Israel. 

La mejor metáfora visual de la guerra de Ucrania es una señora mayor esperando la muerte en una zona ocupada por Rusia. 

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Cuarenta y cuatro personas jubiladas en un campus universitario. Cuarenta y cuatro cuerpos cansados, cuarenta y cuatro sombras de la guerra, cuarenta y cuatro almas refugiadas. Se hace raro verlas deambular entre jóvenes con sus carpetas y sus sueños que buscan su aula o pasean por el campus, verde en su contorno y gris en sus entrañas. 

Cuarenta y cuatro personas jubiladas que viven en la residencia universitaria, como si volvieran a estudiar.

Pero esta no es una universidad de la experiencia, sino la Universidad Estatal Agraria de Poltava, en el este de Ucrania, cerca de la castigada Járkiv. Una universidad que ha cedido una de las seis residencias estudiantiles a las personas desplazadas por la guerra. Una universidad reconvertida en refugio: la decisión fue del alumnado, que se organizó para dar respuesta humanitaria al conflicto.

Con una bandera vertical de Ucrania desplegada en su entrada, uno de los grandes edificios universitarios acoge, en un pequeño despacho, al equipo de coordinación que se encarga de asistir a las personas que huyeron de las bombas. Enganchados a sus portátiles, cinco alumnos aplicados le chivan los datos al director del grupo, Sergei Shabelnyk. 

—Por aquí han pasado más de 17.000 personas desplazadas desde que empezó la guerra —dice Shabelnyk, orgullosísimo de que los datos se apunten en una hoja de cálculo—. Ahora hay 277, entre ellas cuarenta y cuatro personas jubiladas y trece con discapacidad.  

Aquí los desplazados pueden recibir toda la ayuda que necesitan. Se pueden registrar, reciben alojamiento, apoyo social y legal, transferencias de dinero en el caso de que les corresponda… La mayoría viene de la cercana Járkiv, uno de los símbolos de esta guerra que pronto cumplirá dos años, o de las provincias de Lugansk y Donetsk, que conforman la región más oriental de Ucrania, el Donbás, buena parte del cual aún está ocupado por Rusia pese a la contraofensiva ucraniana, que sigue estancada. 

—La gente se queda aquí a largo plazo. No está de paso. Estamos llenos. 

En el campus hay un invernadero para que los recién llegados siembren champiñones. Hay un parque infantil y una sala de juegos para que los niños y niñas que escaparon del conflicto se entretengan. Hay salas de ordenadores para uso de pequeños y mayores. 

Y hay un edificio en el que conviven todos. 

Una luz turbia se cuela por las ventanas en la tercera planta de ese edificio. Una mujer corta remolacha en la cocina a la que tienen acceso los residentes de las ocho habitaciones de la planta. En una de ellas vive Lidia Karpenko, de 71 años, mujer áspera incluso en su voluntariosa hospitalidad: pasad, pasad, dice, y enseguida nos pone en los morros, casi con desesperación, su pasaporte. ¿Por qué? Porque dice que ella es de Mariúpol, ciudad oriental bajo ocupación rusa, y que el pasaporte lo demuestra. Mucha gente dice que es de Mariúpol, pero miente, yo sí lo soy, insiste. Y enseña fotografías en su móvil de un edificio destruido que se halla, según dice, cerca de la famosa planta de Azovstal en Mariúpol, escenario de uno de los asedios más recordados de esta guerra. 

—Ese es mi piso —dice señalando el teléfono. 

Enfundada en un jersey azul y unos pantalones livianos, Lidia está sentada en su cama; enfrente hay otra doble, donde duermen su hija y su nieto, que ahora no están. Va sin calzado para evitar ensuciar la espesa moqueta, conquistada de todas maneras por la mugre. 

—Nos quedamos cuarenta y cinco personas atrapadas en el edificio —dice Lidia, que sujeta las gafas en su mano y las agita como una profesora—. Las explosiones eran continuas. Intentamos reunir botellas de plástico y chatarra para revenderla y comer. Teníamos a una persona muy justa que era la encargada de repartir la comida de forma equitativa. Había otra designada para que no nos robaran. 

Esa era la situación en Mariúpol los días y las semanas después de que empezara la invasión rusa de Ucrania, el 24 de febrero de 2022. Lidia, con ojos verdes punzantes, habla de esos vecinos como la comunidad que la salvó, como la única red de solidaridad en la que podía confiar. Pasaron mucho tiempo en el refugio subterráneo. Estaban aislados, sin conexión con el mundo exterior. Para no perder el hilo de la realidad, uno de los vecinos escribía en la pared del sótano la cronología de las cosas que el grupo presenciaba.

Dice Lidia que su hija y su nieto, que vivían en un edificio cercano, lograron huir el 20 de marzo. Ella se quedó atrapada, algo común entre personas mayores en esta guerra. Algunas sienten que no vale la pena huir y se entregan a su destino. Las hay, también, que se sienten abandonadas. Otras no tienen fuerzas para hacerlo: físicamente les es imposible. Y algunas sienten tanto apego a su ciudad que se niegan a aceptar que deben huir. Lidia pertenecía más bien a este último grupo. Pero catorce meses más tarde que su hija y su nieto, en mayo de 2023, logró escapar de Mariúpol y llegar a Poltava. Su motivación, repite hasta el infinito, es una. 

—Mi nieto. 

Su nieto, su nieto, su nieto. El que no para en todo el día, el amante de la lucha libre —en la habitación hay medallas deportivas—, el que sueña con Mariúpol pero va a la escuela en Poltava. Lidia se encarga de él, y así la madre —su hija— puede dedicarse a trabajar. En esta pequeña habitación para estudiantes, de apenas veinte metros cuadrados, conviven madre, hija y nieto. Hay una discreta cocina, unas garrafas de agua y botellas de refrescos en el suelo; una mesa con un portátil, libros infantiles, una tetera, cajas de zapatos, el dibujo de una manzana. 

Lidia vuelve a hablar de sus vecinos de Mariúpol. Muestra imágenes de más edificios destruidos. Dice que Rusia está reconstruyendo muchos de ellos, pero que no siempre lo hace con materiales de buena calidad. Que echa de menos Mariúpol. Le pregunto si ella o su familia han recibido ayuda psicológica para digerir todo lo que les ha ocurrido. 

Se ríe. 

—¡Puedo afrontarlo por mí misma! Aquí tengo a mi hija y a mi nieto —dice afilando sus ojos verdes.

Un dibujo del nieto de Lidia Karpenko, que huyó de la guerra en Mariúpol.
Lidia, su hija y su nieto se refugian en una residencia de la Universidad Agraria Estatal de Poltava. Nuria López Torres

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Durante la entrevista en la universidad, Lidia me dijo una frase que he oído muchas otras veces en Ucrania.

—La gente joven se fue enseguida. En el edificio nos quedamos cinco niños, varias personas con discapacidad y, sobre todo, gente mayor. 

Una frase para definir la guerra de Ucrania, que no es como las demás. O al menos no lo es para las personas mayores. 

Lidia describe su experiencia de la ocupación de Mariúpol con naturalidad. No se queja; solo constata lo que pasaba. Lo normal es que las personas con más edad se queden atrás, que sufran más la guerra, se infiere de su discurso. Pero en realidad, por distintos motivos, lo que está pasando en Ucrania con este grupo de edad es raro, o al menos poco común si miramos al resto del mundo. Lidia vive ahora en una residencia universitaria, pero esa no es la única imagen dislocada: las guarderías y las escuelas se han convertido en refugios para personas desplazadas en todo el país, sobre todo en las zonas más próximas al frente, y en la práctica eso significa que las personas mayores viven entre peluches y libros infantiles.

De fondo hay una realidad demográfica que no es habitual en países en guerra. Ucrania es un país con una pirámide demográfica envejecida: casi una de cada cuatro personas tiene más de 60 años. La frontera para separar grupos de edad siempre es injusta y polémica, y las instituciones internacionales acostumbran a situarla en 65, pero en el caso de Ucrania este corte en 60 años tiene sentido no por la calidad de vida de esas personas (muy superior a la de Afganistán, Etiopía o Gaza), sino porque los hombres de entre 18 y 60 años tienen prohibido salir del país y en cualquier momento pueden ser llamados a filas. Para los hombres, tener más de 60 años es estar fuera del ojo público, pero no fuera de peligro. 

Ucrania es, de largo, el país con una mayor proporción de personas mayores afectadas por el conflicto. Sufren más y mueren más. Un informe de Naciones Unidas denunció que un tercio de los civiles asesinados en el primer año de la invasión rusa tenían más de 60 años (las muertes documentadas eran 1.346 de 4.187). No todos murieron bajo las bombas, sino también por quedarse atrapados en sótanos —como le pasó a Lidia— o por no tener acceso a medicamentos. 

Se enfrentan a la violencia pero también a un problema de vivienda, pobreza e incluso abandono. Un detallado informe de Amnistía Internacional constató que las personas mayores que se quedaban en sus casas pese a que las bombas seguían cayendo lo hacían por las dificultades obvias que presenta una evacuación, pero también porque se quedaron sin alternativas habitacionales. Muchas acaban viviendo en casas parcial o totalmente destruidas, con ventanas reventadas, sin techos funcionales ni agua o electricidad. Hacer la compra se convierte en una odisea y, si consiguen huir de lugares como Mariúpol, Avdivka o en su momento Járkiv, malviven en refugios que no son accesibles ni están adaptados a sus necesidades. La separación o incluso la pérdida de sus seres queridos se convierte en un golpe imposible de encajar. Sobre todo en soledad. 

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Kobzartsi fue una localidad del sur de Ucrania afectada por la guerra. Después de que el frente de batalla se moviera al este, cientos de personas empezaron a volver poco a poco. Nuria López Torres

Una carretera que parte el pueblo. La fachada de un centro cultural cubierta por un mural con la efigie de Lenin y un astronauta. Parques desvencijados entre hoyos de misiles. Un puesto de salud. 

El frente de batalla estuvo cerca de Kobzartsi, en la provincia sureña de Mykolaiv, hasta que se desplazó más al este. Aquí vivía un millar de personas y tan solo quedaron una treintena; ahora son unas 500: la gente va volviendo poco a poco. 

Svetlana Khomenko, la enfermera que mantiene ese puesto de salud abierto, camina con elegancia por la carretera del pueblo, que atraviesa la soledad y la destrucción. Svetlana es una persona clave para la comunidad. Tan solo abandonó Kobzartsi durante dos meses y medio —su casa fue atacada—, y volvía siempre que podía. 

—Mira, en esta casa vivía una familia con cinco niños. Huyeron y luego fue bombardeada. 

¿Quién queda en Kobzartsi? Gente mayor. Sobre todo mujeres.

Mientras sigue paseando, Svetlana ve a una señora sentada en un banquito verde en el umbral de su casa. Se llama Maria Nichipryvna y tiene 78 años. 

—Me duele la cabeza, necesito medicinas —dice Maria. 

Svetlana habla con ella y, cuando nos alejamos, explica su situación. 

—Tiene la tensión alta, está muy enferma. A veces le damos medicación, pero hay que vigilarla. Esta mujer no quería refugiarse, decía que aceptaría su destino y ya está. 

Muchas personas en Kobzartsi, un pueblo del sur de Ucrania, están reconstruyendo sus casas. Como Luba, de 72 años. Nuria López Torres

A unas manzanas vive Luba Didenok, de 72 años y conversación animada. Acodada en la valla verde agujereada de su finca, señala el jardín y un árbol derribado. 

—El árbol cayó aquí. El impacto [del ataque] fue directamente contra el árbol, eso protegió la casa. El árbol nos salvó la vida. 

Está reparando puertas y ventanas, y solo se detiene cuando ve la cámara de la fotógrafa Nuria López Torres. Nos dice que ella fue fotógrafa durante la era soviética, que hacía fotos en guarderías y otros lugares. No hay signos de nostalgia en su rostro. 

En la misma carretera, a unos 15 minutos a pie, está el puesto de salud en el que trabaja Svetlana: un piso con una habitación donde pasa consulta, y una parte trasera dedicada a la administración. Frente a las escaleras de acceso hay un grupo de señoras conversando. 

Esta es la consulta donde la enfermera Svetlana atiende a la gente de Kobzartsi (sur de Ucrania). Solo hay un puesto de salud en el pueblo. Nuria López Torres

—¿Cómo estáis? —pregunto.

—Vamos tirando —dice una de ellas. 

—Espero que los fascistas no lleguen aquí —dice otra, en alusión a las tropas rusas. 

—Hace poco hubo un funeral de unos niños del pueblo de al lado —interviene una tercera.

—Murieron por la explosión de una mina. Los enterraron el otro día. Los niños desplazados vuelven a casa, después pisan una mina y les explota —dice Olena Chupak, de 65 años. 

Un buey pasa por la carretera.

—Mi casa fue atacada. Mi marido murió más tarde. Yo creo que fue a causa del estrés —dice Olena.

—Cuando hay guerra, la gente es fuerte. Pero cuando la guerra se aleja, la gente se derrumba —dice Svetlana, atenta a la conversación.

Nos dice Olena que quiere mostrarnos su casa. Vamos hasta allí. Está a cinco minutos en coche. En la puerta, como dando la bienvenida, yace volcado en uno de sus laterales un coche blanco con el maletero abierto y sin capó. Está destruido. Dice Olena que el frente de batalla estaba cerca de aquí y que el Ejército ruso disparó hacia esta zona morteros y también un misil (un S-300, asegura con precisión militar). Detrás de la parra, después de atravesar el umbral de la finca, un hoyo repleto de escombros en el jardín da fe de ello. Ni ella ni su marido resultaron heridos en el ataque. 

Después de que atacaran la parte frontal de su casa, Olena tuvo que trasladar a la cuadra su dormitorio.
Olena guarda una fotografía de su difunto esposo cuando era joven. Nuria López Torres

—El impacto fue en la parte frontal. Nosotros estábamos en la parte de atrás. Sobrevivimos.

Pero semanas después su marido falleció, algo que Olena achaca a la ansiedad que sufrió durante los peores momentos de la guerra. Ahora Olena duerme en una de las pocas salas que ha quedado intacta, lo que antes era la cuadra, donde guarda, entre otros recuerdos, una foto en blanco y negro de un soldado soviético: su marido. Mientras hablamos, derrama lágrimas con modestia, como si no quisiera ahorrarse ninguna pero tampoco exagerar el dramatismo. Al lado de la cuadra hay un horno que Olena usa para hacer pan y repartirlo entre las vecinas. La solidaridad es su forma de combatir la soledad sobrevenida. 

Cuando salimos, Olena se detiene en la parra, de uvas maduras y dulcísimas, y se queda mirando unos girasoles carbonizados junto al hoyo. 

—Nuestros salvadores —ironiza, en alusión a las tropas rusas.  

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El 55% de las personas mayores dicen haber sufrido psicológicamente en Ucrania a causa de la separación o pérdida de sus seres queridos, la soledad o discusiones con familiares y amigos, según un estudio de la organización Help Age elaborado a finales de 2022. El informe describe a un colectivo víctima de la ansiedad y el estrés. Frente al tercio de la población general que se ha desplazado a causa de la guerra, la encuesta de Help Age habla de un 84% de personas mayores que se quedaron en casa, víctimas de los problemas financieros, la pérdida de movilidad y la falta de información. Estos problemas afectan sobre todo a las mujeres. El 61% de ellas, por ejemplo, afirma no tener el dinero suficiente para cubrir sus necesidades básicas, frente a un 46% de ellos. Las hay que son cuidadoras incluso en la huida. En uno de los peores momentos de su vida: tras la desaparición de hijos y maridos en la guerra.

El coche de Olena salió volando a causa de un ataque contra su vivienda en Kobzartsi (sur de Ucrania). Nuria López Torres

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No se conocían, pero ahora son inseparables. Les une uno de los pegamentos más potentes: el dolor compartido. Desde agosto de 2023 acuden a sesiones de terapia colectiva —e individual— en Pervomaiski, provincia de Járkiv. Las psicólogas de Médicos Sin Fronteras trabajan con ellas. Hoy están reunidas ante una mesa en un centro cultural de Pervomaiski que acoge una biblioteca y salas de estudio. Las más jóvenes lideran la conversación. 

Oksana Chimshit, de 46 años —vestido oscuro y ceñido—, perdió a su hijo de 23 años en la guerra. 

Natalia Rujova, de 56 años, también perdió a su hijo. Oksana aguanta las lágrimas, pero Natalia no puede. 

Oksana Tolstaia, de 51 años, la que dirige la conversación, perdió a su hijo, que era sargento, en la guerra. 

Galyna Potapchuk, de 73 años, perdió a su hijo de 49 años. Casi no habla. 

Nadia Kohanova, de 68 años, que al principio no quiere que le hagan fotos pero al final de la conversación dice que sí, perdió a su hijo de 27 años. Era soldado. 

Antonina Sakhnovska, de 55 años —enganchada al móvil, mostrando una y otra vez imágenes de destrucción del edificio donde vivía— perdió a su marido. Uno de sus hijos, que aún no ha vuelto a casa, resultó herido. 

—Sentimos mucho dolor —dice Oksana Tolstaia—. Cuando nos reunimos nos contamos qué pasó en la última semana, nos contamos nuestros sentimientos, que son muchos.

—No tengo miedo. Si muero me da igual. Tengo un dolor muy profundo —dice Nadia, y llora—. Solo estas mujeres pueden entenderme.

—Si no has perdido a alguien en la guerra, no lo puedes entender. Todas nosotras hemos perdido a alguien —dice Natalia, que también llora. 

—Si no has estado bajo ocupación rusa, no lo puedes entender. Yo vivía en un barrio de Járkiv y estuvimos atrapados durante diez días. Estoy contenta de haber podido escapar —dice Antonina, y muestra en el móvil más y más fotos de edificios transformados en quesos gruyer. 

—Yo perdí a mi hijo mayor y me queda el menor. No sé qué futuro tendrán nuestros jóvenes —dice Natalia—. Tengo miedo de que cuando acabe todo esto el estado psicológico de menores y mayores sea terrible. La gente ha perdido muchas cosas, ahora no le queda nada, no sé cómo aguantamos todo esto.

—Cuando empezó la guerra no me podía ir porque mi hijo se fue a combatir y mis padres no se querían ir. O no podían. Mi madre necesita muletas —dice Oksana Chimshit.  

—Soy viuda y mi hijo murió en la guerra —interviene de nuevo Nadia, que con 68 años es la segunda con más edad del grupo—. Después de un año de ocupación rusa, salí de Lugansk [ciudad del este de Ucrania ocupada por las tropas rusas] hacia el interior de Rusia y luego crucé a Ucrania por el norte. Mis familiares me ayudaron a organizar ese movimiento. 

La historia de Nadia se repite en todo el país. O más bien la situación, el dilema: salir o quedarse atrás. 

La mitad de las familias desplazadas por la guerra en Ucrania cuentan con una persona de más de 60 años.

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“La difícil situación de las personas mayores ha sido ignorada durante mucho tiempo (…). Estas personas, que no siempre están en una posición envidiable en tiempos de paz, ven empeorar notablemente su situación en épocas de conflicto, y todos debemos sumar fuerzas para aliviar su sufrimiento”, dijo Françoise Krill, director adjunto de operaciones del Comité Internacional de la Cruz Roja, en 1999. Las guerras de los Balcanes —que acostumbran a interpretarse como las últimas en Europa hasta la de Ucrania— ayudaron a llamar la atención sobre este colectivo después de la Guerra Fría. 

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No mirar a las personas mayores en Ucrania es no mirar a la guerra. Pero mirarlas con condescendencia es no mirarlas. Toman sus propias decisiones. 

Un refugio en Ndamyanka, en el centro de Ucrania. Hay 73 personas, la mayoría huidas de Donetsk, Jersón y Járkiv. Inessa Bondarenko, de 70 años, con su moño canoso alto, es una de ellas. Vive con sus gatas Marta y Lisa en este edificio que ha llevado meses acondicionar para acoger a personas desplazadas por la guerra. 

Hoy es martes y eso tiene su importancia.

—Los lunes y los martes son los mejores días. ¿Por qué? Porque es cuando viene ella. 

Ella es Inna Kisil, trabajadora comunitaria de salud mental de Médicos Sin Fronteras, y encargada de organizar sesiones grupales: juegos de matemáticas y lógica, dibujos, terapia artística… Inessa no se pierde ni una de esas actividades psicoeducativas. 

—Así nos juntamos, hacemos algo y nos olvidamos de nuestras casas destruidas —dice Innesa en una mesa del pasillo mientras colorea dibujos y pregunta cómo se dice hola y adiós en español y escribe hola y adiós en español—. La guerra en Járkiv era terrible al principio. Había que ir corriendo al sótano. Había explosiones. Llegué a ver el cuerpo de un hombre cortado por la mitad. 

Innesa huyó de Járkiv el 6 de marzo de 2022 y ahora vuelve a la ciudad, ya alejada del frente de batalla, siempre que puede. Allí está su marido. Su hija se refugió en Alemania, pero ella ha decidido de momento quedarse aquí junto a su hijo. Es una de las diferencias clave respecto a otras guerras: no siempre las personas afectadas por la violencia pueden decidir si quedarse o marcharse a otro país. 

Le pregunto por qué ha decidido quedarse. 

Inessa vive en un refugio del centro de Ucrania con sus dos gatas. Nuria López Torres

—No tiene sentido hacer planes si hay guerra. Tengo una hija en Alemania, sí, mi familia me pide que vaya allí, pero con las dos gatas, ¿adónde voy? No puedo ir. Ya perdí un gato, estas no las perderé. No puedo dejarlas solas. 

Un perro de otro dueño persigue a Marta, una de las gatas de Innesa, que logra escapar de sus zarpas.

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“Los obstáculos para incluir a las personas mayores en la respuesta humanitaria revelan problemas más amplios en el sistema humanitario”, dice el informe de Help Age sobre personas mayores de 60 años en Ucrania. “Ante la frecuencia y magnitud de las crisis humanitarias actuales, las organizaciones a menudo recurren al mismo programa para todos, que puede implementarse a gran escala pero no respeta los derechos de las personas mayores”. 

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Vlad, de doce años, y Verónica, de trece, salen de la escuela puntuales. Los recoge su abuela, Tamara Kaminskaya, de 69 años. Estamos a las afueras de Ndamyanka, en el centro de Ucrania. 

—Me perdí una parte de dos cursos [de primaria] por culpa de la guerra —dice Verónica. 

Tamara se desvive por sus nietos: dice que su educación fue uno de los principales motivos para huir del este de Ucrania e instalarse aquí. Vlad y Verónica son dulces y obedientes. Vlad, con su sudadera azul, suelta de vez en cuando alguna palabra en inglés. Verónica lo vigila; por algo es la hermana mayor. La coleta que lleva la abuela Tamara le confiere un aire juvenil, contrarrestado por la cojera y por una gabardina de otro siglo. 

—Intenté ayudarlos con las mates, pero la profesora me dijo: “Disculpe, esto ahora es algo diferente a cuando usted estudiaba”. 

Se ríe Tamara, acepta la crítica. Touché

Tamara Kamisnskaya, de 69 años (derecha) se desvive por sus nietos Vlad y Verónica. El hijo de Tamara (izquierda) está enfermo y no se puede hacer cargo de sus hijos, así que es Tamara quien lleva las riendas de la familia. Nuria López Torres

Llegamos a la casa que la familia tiene alquilada: una estructura baja que se cae a trozos en medio de una calle cubierta de hojas. El hijo de Tamara —el padre de Vlad y Verónica— vive con ellos, pero casi no se levanta de la cama debido a una enfermedad que lo tiene postrado. Se separó de su mujer hace tres años, explica Tamara, y cuando estalló la guerra no lograron encontrarla. A efectos prácticos, Tamara es la cabeza de familia.

Los nogales envuelven el jardín de la finca.

—Cuando llegamos aquí, solo comíamos nueces. 

Hace medio año su marido murió. Tamara recuerda que las personas que le ayudaron a enterrarlo le dijeron que él había escogido este lugar para la eternidad, que eso quería decir que debía echar raíces aquí. Es lo que está haciendo. 

La familia es de Avdivka, uno de los puntos más calientes de la guerra. Los cuatro huyeron en 2022, después de un ataque contra el edificio en el que vivían. Llegaron primero a Dnipro, en el centro-este del país, y luego a Ndamyanka, más al oeste. 

—Al principio estábamos en un refugio, luego en una casa cuyo propietario nos dijo que nos teníamos que ir, y ahora en esta casa por la que pagamos 2.000 grivnas (50 euros) al mes. Mi pensión es de 3.000 grivnas (75 euros). Mi hijo y yo cobramos 2.000 grivnas por estar registrados como desplazados y los niños, 3.000. 

Mientras los pequeños corretean por la casa, Tamara se abandona a la nostalgia. 

—De joven trabajaba en una planta de mantenimiento de trenes. Trabajábamos duro. Comprobábamos la seguridad de los trenes durante las 24 horas del día. Me encantaba, ooohhh, era feliz, amaba ese trabajo. Ahora miro atrás y no me creo que esa persona fuera yo. 

La mirada larga que le confiere la edad le permite reflexionar, casi sin proponérselo, sobre las últimas décadas en la región. Tamara —cuya lengua materna es el ucraniano— recuerda que durante la era soviética se fue a estudiar a la gran ciudad y tuvo que aprender ruso. Ahora Ucrania, sobre todo desde la invasión de Rusia, vive un proceso de ucranización. (En Diario de una invasión, el escritor Andrei Kurkov describe cómo el ruso, usado por millones de personas —él incluido— se ve cada vez más como la lengua del invasor). Ese proceso llega a las escuelas. También a la de Vlad y Verónica, cuya lengua materna, al igual que para buena parte de la población en el tercio oriental ucraniano, es el ruso.

—Yo hablaba ucraniano y tuve que aprender ruso. Ahora mis nietos tienen que pasarse del ruso al ucraniano.

No lo dice de forma crítica: ni contra la Unión Soviética ni contra Ucrania. Desliza que es un proceso lingüístico natural si se atiende a la evolución política. 

—Las vueltas que da la historia… Mi hijo me pedía que hablara ruso. Ahora mis nietos me piden que hable ucraniano. Sí. Estamos en Ucrania y tenemos que hablar ucraniano

Tamara y su familia se han refugiado en una casa en el centro de Ucrania. Aquí esperan empezar una nueva vida. Nuria López Torres

Esta crónica se enmarca en El camino está en mi cabeza, un proyecto de Nuria López Torres y Agus Morales sobre salud mental, migraciones y refugio que ha recibido el apoyo de Médicos Sin Fronteras y del Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet.

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