Morse Road es una larguísima avenida de seis carriles azotada por un viento tan gélido como para que, aún en abril, la lluvia se convierta en copos de nieve lanzados con fuerza, como latigazos de miedo que recorren la espalda de, al menos, cincuenta y cinco millones de personas ante la posibilidad de que el candidato del Partido Republicano Donald Trump se convierta en unos meses en presidente de Estados Unidos.
Además, hay un supermercado. Y se llama La Michoacana.
Morse Road está en el norte de Columbus, Ohio, en el rust belt —el cinturón del óxido—, una zona hundida —abandonada a las puertas de la peor de las galaxias postindustriales del norte— de poco atractivo, claro, para quienes buscan oportunidades. Por eso aquí la población latina es escasa. No supera el 3% de una decena de millones. Apenas 300.000 personas. La mitad, mexicanas.
La Michoacana es uno de sus puntos de reunión. Una inmensa bandera del país que Trump amenaza con aislar tras un muro de 3.000 kilómetros los acoge e invita. Preside sobre la puerta. Una esquina dedicada a los carteles de conciertos de banda o norteña de grupos con nombres como El limón, El exterminador o Los temerarios arropan, dan calor, mienten.
Que al menos esa tarde, esa noche, puedan sentirse como en casa mientras se gastan el dinero que ganan ahí fuera, expuestos al frío.
Familias cargadas de bolsas dan las buenas tardes y las gracias a quien les cede el paso. Usan, sin dudarlo, el español. Convertido en reducto de sensatez y resistencia ante el exabrupto en que Trump convierte su idioma. Ya dentro, tras pasar ante una inmensa imagen de la Virgen de Guadalupe, padres, madres solteras e hijos se sumergen en una cápsula del tiempo y el espacio mexicanos. Se vende lotería, quesadilla de Chihuahua, patas de pollo, cervezas Modelo,Victoria y Corona o tortillas de maíz El Milagro. En La Michoacana, los mexicanos, hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y los López nacidos en Montana se sienten a salvo de la nieve, del frío: el látigo de ahí fuera.
Saben que mientras compran, o cuando luego paren a echarse las enchiladas y la chela, nadie va a llamarlos violadores, traficantes o delincuentes. Saben que podrán enviar sus cien dólares de la semana a ese primo o esa mamá que tanto los necesitan en Chiapas o en Tegucigalpa. O como cuota para pagar a quien les trajo. Por eso les estremece que alguien —Trump, el candidato— proponga que su dinero pueda usarse para pagar un muro en la frontera o sus deportaciones, su propio látigo. Que su comunidad sea utilizada como chivo expiatorio de miedos racistas, objeto de abucheo animal en expiaciones de estupidez colectiva, carne de clic para la prensa que se alimenta de la basura más compartible en Facebook o para el espectáculo del exceso verbal en el que el candidato republicano ha convertido la campaña electoral de Estados Unidos, ese show planetario de meses que alimenta el ruido, sucedáneo de información con el que se colonizan mentes y pantallas.
El restaurante
Desde el supermercado se entra a un restaurante. La música alta, distorsionada, como en casa, en escenario de privacidad para conversaciones marcadas por el miedo y la inseguridad de quien no tiene derechos, solo produce y calla. Cortinas, de las de arrope, calor e intimidad, aunque sea mentirosa, momentánea, y colores excesivos, barrocos, que recrean escenarios mexicanos, centroamericanos, de largas mesas a las que se sientan en orden jerárquico —la edad y el género mandan— familias completas que quizá solo ese día se reúnan. El resto, espalda doblada, mojada.
En el mejor lugar del local, entre la barra y la puerta de la cocina, controlando la entrada, con la seguridad que caracteriza al hijo del dueño, brazos abiertos, ampuloso, poniendo comida, cerveza y mezcal en la mesa, recibe un joven alto, de pelo negro azabache perfectamente perfilado y con ortodoncia.
Se llama Fernando Alcauter y tiene 26 años.
Su familia llegó aquí en 1985 desde Morelia, en el estado de Michoacán, en el oeste de México. Su padre le ha contado lo que quedó atrás. Sabe —solo por tradición, ya que de niño no vio mucho y confía en una tradición oral que construye mitos, sueños y modelos de sueño americano asesino de tantos en el camino— que hubo “casas de palos, poca educación. Fue difícil, batallábamos demasiado. Vivíamos en un basement (sótano). Él salía de casa a las cinco de la mañana, regresaba a las once de la noche”. Ahora tienen diez supermercados. Les va bien. “Yo salía de la escuela, tenía mis vacaciones, venía a ayudar. Mi vida es el trabajo, como hizo mi padre. La gente como nosotros es la que hace América”.
Trece millones de personas que se la jugaron desde México y América Central han sido deportadas tratando de entrar en Estados Unidos en lo que va de siglo. Trece millones de Fernandos en potencia. Trece millones.
Fernando no duda, dispara. “Trump es tonto. Me da tristeza verlo. Está dividiendo al país. Está incitando a la violencia y no representa a casi nadie. Yo no conozco a ese americano. El americano es honesto, es educado, es trabajador, es responsable, cuida de su familia. Existe el racismo, sí. Como en cualquier país, pero eso no es América”. Fernando vota. Republicano o Demócrata, según el candidato. Pero no a Donald Trump.
Saluda, en su otra campaña, a alguien con la mano, se levanta, se acerca a él, se dan un abrazo y le sienta a su mesa. Aquí, todos se conocen.
Ronny Medina se trae el cóctel de la barra a la mesa y le da un par de tragos —mirada escrutadora, malhumorada— antes de empezar a hablar. Nació en San Pedro Sula, Honduras. Sí, la ciudad con más homicidios per cápita del planeta, esa misma: un lustro por encima de 150 asesinatos por cada 100.000 habitantes, según la policía y el observatorio local de la violencia. Tiene 43 años, vino con su madre cuando tenía seis. Ahora es ingeniero de sistemas, ciudadano de los Estados Unidos y siempre vota, como Fernando. Seco y de voz profunda, cavernosa, dramática, entra directo en la conversación. “Ni aunque me dieran un millón de dólares podría votar por Donald Trump”. Está más preocupado, enfadado, que Fernando. “Me da rabia. No por mí, a mí no puede hacerme nada. Pero estoy muy molesto. Pienso en los indocumentados. Ellos tienen miedo”.
Sí. Lo tienen. En la mesa de al lado, una familia come en silencio. Se comunica con la mirada. Los indígenas del Quiché en Guatemala han aprendido a hacerlo así. Su historia no les ha dado opción. No hablan inglés. El español, entrecortado. No se atreven a dar su nombre, no permiten fotos. Cualquier extraño que se les acerque podría ser quien pusiera fin a su sueño.
Como Ronny, pero sin papeles.
El padre, de 46 años, dice que fue soldado. De ahí la mirada baja de quien pasó por una guerra. Saben de racismo. De ultraviolencia. “Tiraban a las familias al río”. Habla poco. Su lugar en la vida es el de la humildad. La espalda quebrada de quien recoge tomate para vivir a mitad de precio que su compañero de piel clara. Deja su suerte en manos de Dios. Así espera lo mismo que si la dejara en manos de algún ente terrenal. “Sus palabras son ofensivas”, dice con el aplomo de quien ya se sabe derrotado, en referencia a Trump. “No tiene sentimientos humanos. Nos ve como si no fuéramos iguales que todos. Lo apoya la gente que piensa que no valemos en este mundo”
Vislumbra un escenario: “Si un caso él ganara, este país entraría en colapso, perdería su mano de obra, los chaparros, porque los grandes vienen un día al tomate y se van porque no pueden”.
Todo lo que cuenta ya ha sucedido antes y no solo en la Guatemala aplastada por la conquista, la de su tradición.
Los indios
Columbus, donde viven hoy el mexicano, el hondureño y el guatemalteco, entonces Franklintown, se fundó a finales del XVIII. En esta zona no había tribus indias. Más bien, ya las habían expulsado antes. El gobierno tenía tierra y se la ofreció a un colono, Lucas Sullivant, que a su vez empezó a regalar parcelas en lo que aún se llama Gift Street calle del regalo). Quien se quedaba a mejorar la zona —a romperse el lomo más aún de lo que lo había hecho la generación anterior, que esa es la lógica de la inmigración— era bienvenido. Así comenzaron a atraer a gente de todo el mundo. Llegaban atados al pago en trabajo de lo que habían costado sus viajes. Los coyotes y pasadores de fronteras que se aprovechan de los migrantes han existido siempre. Diferente, si acaso, el idioma de la extorsión.
Lo explica Jeff Lafever, historiador. Dirige la Sociedad Histórica de Columbus, su despacho está en un gran centro de juegos y ciencia para niños. Fuera el frío, el látigo, dentro el calor. Decide caminar y mostrar. La realidad es su mensaje. Familias amish, judías, negras, mujeres con burka. Niñas con velo junto a las amish disfrutando del espectáculo de un payaso. “Siempre lo hemos superado”. Y esta vez no tiene por qué ser diferente. Sonríe tras su barba, recia y cerrada, de pescador escandinavo, y esos inmensos lentes de pasta negra que, junto al chaleco, afianzan su aire sabio, sensato.
La ciudad, cuenta, creció alrededor de lo que hoy se llama German Village, donde los alemanes abrieron las primeras destilerías de cerveza de la zona. Para trabajar allí, traían a gente de su país, que fundaba escuelas y hasta periódicos en alemán. Después llegaron los italianos, los irlandeses, los griegos, los japoneses y los rusos, que se excluían mutuamente de los puestos de trabajo y hasta de las iglesias. Los negros, hasta 1949, solo podían alquilar en ciertos barrios. Luego la historia se reescribió a sí misma en bucle gracias a los somalíes, los mexicanos y ahora los centroamericanos. “El proceso se repite. Solo cambia el tono de la piel”.
Lafever explica que desde el nacimiento de la ciudad, de manera cíclica y con motivación política, se ha utilizado esa diversidad cultural para separar a sus habitantes, el origen y el miedo al otro para dividir. No le da importancia. Él no, claro.
Crítico, razonable, correcto, cómodo, dice que “hay un candidato en concreto que sabe dar a los medios lo que necesitan. Los medios se guían por las audiencias, que les traen publicidad. Pero lo que sale en los medios no es necesariamente lo que la gente piensa”.
Con o sin Trump
En la caja de La Michoacana se turnan Jiovanny Alcauter, de 18 años, primo de Fernando, y Ruth Domínguez, de 20. Ambos se definen como mexicano-americanos.
De Chicago y Michoacán él, de Kansas y Zacatecas ella.
A Jiovanny tampoco le gusta Trump. Cree que todos los posibles votos que saque se los da la televisión. “Sabe que si sale diciendo esas cosas sobre los mexicanos consigue que el mundo escuche, es como poner un amplificador. No debería pasar”.
Defiende el país que conoce. “Esto es una mezcla de razas. Todos mis amigos son de razas diferentes. De Nepal, de Somalia, de aquí, de El Salvador. El país es una creación de inmigrantes, un refugio para inmigrantes que quieren progresar”.
Y repite: miedo, información y aislamiento. “Solo pueden votar por Trump quienes no saben nada del mundo, viven encerrados y nos tienen miedo porque no nos conocen, y esos son muy pocos en este país”:
Ruth, de carácter suave, voz tímida e inmensas lentes dice: “¿Qué mala onda Trump, no? ¿Qué le hemos hecho?” Y se responde. “No le hemos hecho nada ni a él ni a nadie”. Dice que nunca ha sufrido un episodio racista y que no solo los hispanos van a votar contra él.
“Todos los que nos conocen, que son muchos, saben que estamos aquí, como ellos, para estudiar, trabajar, crear una familia y superarnos. Vamos a salir a votar contra Trump”.
El Quiché chaparro, que nunca ha hablado con un historiador, responde a los gestos de prisa de su esposa, incómoda, miedosa ante los extraños. Mientras le pone el abrigo a la mayor de sus tres hijas para regresar al frío, al látigo, ya más confiado y relajado —ha pasado media hora y no le he pedido sus documentos—, dice, en un alarde de optimismo, que le han enseñado sus derechos humanos en la iglesia y que aunque tenga que irse de regreso a su aldea, que lo hará, sus dos hijas son ciudadanas, se quedarán en Estados Unidos y tendrán una vida mejor que la que a él le tocó.
Con o sin Donald Trump.