Cada año, miles de menores son vendidos por sus familias en la costa occidental africana.
A cambio de ínfimas cantidades de dinero -y en ocasiones engañados con la promesa de una vida mejor-, estos niños acaban trabajando explotados en otros países y sufriendo maltrato físico y psicológico. Algunos, los más afortunados, son rescatados y trasladados a centros de acogida antes de ser devueltos a su entorno o integrados en la sociedad. Pero, ¿qué sucede cuando escapan de esa situación de esclavitud? ¿Cómo se reconstruye una infancia rota?
La fotógrafa y periodista Ana Palacios (Zaragoza, 1972) ha dedicado tres años a documentar las diferentes etapas que integran los procesos de retorno de estos menores a sus familias en Togo, Benín y Gabón, en África Occidental, la región con mayor número de niños esclavos del mundo. Ahora publica su tercer libro, Niños esclavos. La puerta de atrás, en el que documenta cómo es la devolución de estos pequeños a la sociedad.
Son menores que “se ven obligados a crecer de golpe, y se convierten en adultos en muchas facetas”, explica la fotógrafa. La publicación forma parte de un proyecto de tres patas: libro, exposición itinerante y un documental que estrenó el pasado mes de junio.
Hacemos un repaso por algunas de las imágenes de esta obra, comentadas por la autora.
Este es un centro de acogida en el norte de Togo. Aunque es masculino, los fines de semana organizan actividades abiertas en las que también pueden participar las niñas de otros centros e incluso chavales del pueblo. El ambiente esos días es muy festivo. Ponen música, hay un DJ y les dejan quedarse despiertos hasta más tarde.
Por las noches sí hay un horario de cierre nocturno, pero durante el día impera la política de puertas abiertas para que los niños puedan entrar y salir cuando quieran. Al fin y al cabo, están acostumbrados a tener mucha libertad y sería contraproducente obligarlos a permanecer encerrados.
Me pareció muy simbólica esta pintada en la pared: “Todos somos una gran familia”.
Lavande es de Benín, pero acabó trabajando para una familia en Nigeria después de que su tío la vendiera. Su vida consistía en levantarse temprano para limpiar la casa… y recibir palizas si no cumplía con su deber.
Cada mañana acudía al mercado con su patrona, pero un día se perdió. Ni siquiera trató de escaparse. Lo normal para ella, para casi todos estos niños, era tener un propietario. Así que esperó hasta la noche, pero nadie regresó a buscarla. Cuando la policía la encontró, la repatriaron a un centro de acogida para niños en Benín. En el momento de esta foto faltaban pocos días para que fuera reintegrada en su familia.
El chico de esta foto está descansando en la hora de la siesta antes de volver a la escuela. Juega casi sin interés con una pistola de juguete rota.
La rehabilitación de los menores víctimas de trata es un proceso complejo en el que interactúan factores como el tratamiento médico y psicológico o la formación escolar que les ofrecen en los centros de acogida. También es vital el hecho de que convivan y jueguen con otros niños.
Para proteger su identidad, todos los nombres que aparecen en el libro son pseudónimos escogidos por ellos mismos. Quería que tuvieran ese primer paso de libertad al elegir su nombre. Las dos chicas de esta imagen están en Togo —prefiero no especificar su localización exacta para preservar su seguridad— y escogieron como nombres Le Ciel (el cielo) y L’Amour (el amor).
Como son pocas chicas y suelen pasar mucho tiempo en estos centros, acaban haciéndose buenas amigas. Antes de llegar aquí, ambas dormían en la calle expuestas a robos, agresiones y violencia sexual. La protección de los menores es uno de los objetivos fundamentales de estos centros de rehabilitación.
Fletche llevaba siete años en este centro de Togo y era encantador, simpático, brillante en el colegio, un auténtico líder. Cuando tenía diez años tuvieron que amputarle tres dedos de la mano derecha y uno de la izquierda por las heridas que le provocaron los cables con los que lo ataba su abuelo.
Con siete años le obligaron a trabajar como friegaplatos pero, como se escapaba, su abuelo le pegaba y ataba de pies y manos. Consiguió huir, pero acabó viviendo en la calle. Trabajó un par de años en el taller de un mecánico, hasta que lo rescató una patrulla nocturna de un centro para menores víctimas de trata, violencia y abandono.
Estaba totalmente integrado y no necesitaba ayuda para realizar ninguna actividad física. Hablaba con total normalidad de su pasado, sin ningún trauma. La rehabilitación simplemente es un proceso que lleva tiempo.
Antes de repatriarlos a un centro de acogida, gobiernos como el de Gabón llevan a los niños a centros de tránsito en los que pasan entre seis y doce meses.
En estos lugares tienen clases de apoyo a la escolarización y muchas actividades deportivas y lúdicas. Pero hay muchos tiempos muertos. La sensación de espera interminable hace que los niños tomen conciencia de la incierta situación en la que se encuentran.
El niño que aparece a la izquierda en la imagen es hijo de una de las menores. Llegó con él al centro a los pocos meses de dar a luz.
En esta foto, Justin dibuja con tiza la silueta de Indigo. Ambos se conocieron en Cotonú (Benín), en el Centro de la Alegría de Mensajeros de la Paz -una de las oenegés con las que he trabajado, además de Carmelitas Vedruna y Misiones Salesianas-. Los dos niños se hicieron muy amigos, aunque puede que no se vuelvan a ver. En el momento en que hice esta fotografía faltaban pocos días para que Indigo fuera reintegrado a su familia, que ya lo daba por perdido. Años atrás, su padre había confiado en un amigo para que llevara al pequeño a vivir con sus hermanos mayores, pero por el camino el hombre lo vendió a una comerciante de telas. Indigo se escapó y estuvo vagando por las calles hasta que alguien lo entregó a la policía.
Mensajeros de la Paz organiza a menudo campamentos de verano para que los niños que ya han sido devueltos a sus familias y los que siguen en el centro puedan reencontrarse. Pero, a menudo, cuando se separan es posible que sea para siempre, porque los pueblos son remotos, las comunicaciones malas y el desplazamiento muy caro.
Esta foto está hecha en el trayecto del retorno a casa después de un tiempo en un centro de acogida. Es el momento exacto en que Lavande y Marron ven por primera vez la entrada de su pueblo, Sedje Denou (Benín), desde el coche. Ese primer segundo en el que ven de nuevo sus casas es sobrecogedor. Empiezan a reconocer la aldea, a ver cómo los niños salen corriendo hacia ellos. La última vez que salieron de aquí no sabían que acabarían siendo vendidos como esclavos en Nigeria.
El proceso de rehabilitación y devolución es complejo. Tras varias conversaciones con los educadores del centro, los familiares se han comprometido a no venderlos de nuevo.
Precisamente esa reintegración familiar es el objetivo último de las oenegés que trabajan con menores víctimas de trata. La imagen muestra el momento en que Indigo llega de vuelta a su casa. Casi todos lo hacen con el uniforme del colegio y una mochila como símbolo de la importancia de la educación.
Normalmente estas ceremonias de devolución se organizan como actos públicos en los que el jefe del pueblo explica el caso del menor. De esta forma buscan alertar a la comunidad de las consecuencias de vender a los hijos. Las charlas pueden durar horas, pero en todo caso es una labor que requiere tiempo y que no se cubre con una sesión de sensibilización.
La llegada de los menores a sus pueblos suele ser una revolución, sobre todo entre los más pequeños. Los reciben como a héroes que han sobrevivido a la explotación, a la violencia y a abusos de todo tipo. Como el Ulises que sale, vive aventuras y vuelve a casa. Todos los niños quieren convertirse en sus amigos.
Esta imagen es la llegada de Grenat a Gbeko, en Benín. Tiempo atrás, su padre lo vendió a un hombre que lo llevó a Nigeria a trabajar en una tienda de ultramarinos. Se escapó por las continuas palizas que le propinaba.
Tras la entrega a las familias, las oenegés siguen realizando una labor de seguimiento durante un par de años. Charlan con los menores, con los padres, con los profesores y realizan visitas sorpresa para comprobar que todo funciona correctamente. Si no es así, si están mal alimentados o sin escolarizar, se evalúa la posibilidad de buscar una familia de acogida o que vuelvan a un centro hasta encontrar una mejor solución para su futuro.
Esta fotografía es del primer día que Grenat asistió al colegio tras regresar a su aldea.
Esta chica se llama Dulce, es de Ghana y tiene veintidós años. Cuando tenía siete fue vendida por su padre a una familia togolesa que le hizo trabajar de sirvienta. Una de sus tareas habituales era hacer jabón y desde entonces tiene heridas en las manos producidas por quemaduras de sosa cáustica.
Por el centro en el que estuvo han pasado más de trescientas chicas. Ella es una de las únicas seis que han conseguido acceder a la universidad. Está estudiando Filología inglesa y dice que quiere ser intérprete del presidente de Estados Unidos. Dulce, además, compagina sus estudios con un trabajo en una fábrica de pesticidas que le permite tener dinero para alquilar su propia habitación en un vecindario cercano al campus.
El chico que aparece en primer plano, a la izquierda, es Fréderic. Cuando era pequeño su padre mató a su madre mientras dormía. La familia, sin embargo, responsabilizó al niño acusándolo de brujería. Fue expulsado de su pueblo y, tras vagar por las calles de Kara, en Togo, acabó en un centro de acogida. Ahora estudia el segundo año de metalurgia en un centro de formación, lo que le permitirá entrar en el mercado laboral.
Es habitual que estos chicos carezcan de partidas de nacimiento, así que las oenegés les atribuyen una edad inferior a la que en realidad tienen para que puedan tener acceso a este tipo de formaciones.
La playa de First Beach, en Cotonú (Benín), está a dos manzanas de uno de los centros de acogida. Suelen llevar allí a los menores un par de días a la semana para que puedan pasar tiempo al aire libre y jugar en plena naturaleza. Es una ocasión de disfrutar de la sensación de libertad.
El día que tomé esta imagen era la primera vez que uno de los niños veía el mar. Fue muy emocionante contemplar cómo lo miraba, como si fuera una cosa infinita. No era capaz ni de hablar.