Este miércoles es extraordinario para Liana: tiene el día libre.
Desde que en 1993 dejó su Filipinas natal, los domingos han sido, con suerte, sus únicos días de descanso. Pero su madame ha dejado Líbano por unos días. Así que hoy Liana cocina para sí misma adobo, un plato filipino. Su secreto es añadir un poco de jengibre. El calor de las cuatro de la tarde aplasta Beirut. En Iloílo, la región de donde es originaria, son las nueve de la noche.
Su teléfono suena.
Como cada día, sus dos hijos, de 18 y 21 años, la llaman por videoconferencia. Separados por más de 9.000 kilómetros, Liana ha visto crecer a sus hijos a distancia. Primero eran cartas, luego llamadas telefónicas y ahora, gracias a la tecnología, se ven a través de internet.
Liana no es su nombre verdadero, pero prefiere no publicar el suyo para evitar consecuencias. Es una de las cerca de 250.000 empleadas domésticas migrantes que se calcula trabajan en Líbano bajo el sistema kafala (“tutela”): una serie de normas que, en teoría, ponen a la empleada bajo el cuidado de sus empleadores pero, en la práctica, dan a estos un control casi total sobre sus vidas. La mayoría de las trabajadoras proviene de países como Etiopía, Bangladesh y Filipinas, aunque también de otros como Sri Lanka, Nepal, Kenia o Costa de Marfil.
Durante 25 años, el salario de Liana ha permitido a su familia construir una casa en Filipinas y mandar a sus dos hijos a la universidad. La mujer ríe a carcajadas cuando ve a los jóvenes añadiendo pelucas y deformando sus caras a través de la pantalla de su móvil. “Esto es lo que me mantiene… Son mi felicidad”, dice.
Su teléfono vuelve a sonar.
Abre el WhatsApp y frunce el ceño. “Han cambiado la hora del abogado el domingo”, musita. Es el chat de la Alianza de Trabajadoras Domésticas Migrantes, una organización no reconocida por las autoridades que trata de movilizar a las empleadas domésticas en Líbano para abolir el sistema kafala. El Gobierno libanés prohíbe a los migrantes crear sindicatos. Por eso, aunque no es exactamente un sindicato, la Alianza mantiene un perfil bajo.
Lejos queda la primera paliza que recibió de su primera madame. Hoy, Liana, de 45 años, es una de las activistas que intentan que su historia de maltrato y vulneración de derechos no se repita.
Duda antes de teclear en el móvil su respuesta. No quiere faltar a la reunión de la Alianza, pero había prometido a una amiga celebrar su cumpleaños en la playa. Al final, se decanta por la celebración. “Es su único día libre”, se justifica.
El sistema ‘kafala’
En Líbano el trabajo doméstico no está regulado por el llamado código de trabajo que rige para otras profesiones, sino por el sistema kafala, que Amnistía Internacional describe como el causante de una “explotación laboral atroz” en Líbano. El Ministerio de Trabajo libanés, en cambio, lo considera un sistema para prevenir problemas entre empleado y empleador.
¿Cómo funciona? La familia libanesa interesada en tener ayuda doméstica acude a una de las 560 agencias de trabajo que hay en todo el país para gestionar la contratación de este tipo de empleadas. Allí pueden hojear un libro con fotos y un breve currículum de las candidatas: idiomas, estudios, experiencia laboral, estancias previas en Líbano… Eligen una y pagan entre 2.000 y 3.000 dólares a la agencia para que se ocupe del visado, examen médico, seguro, permiso de trabajo y residencia y billete de avión de la que será su empleada. La agencia, por su parte, obtiene una comisión de entre 300 y 500 dólares por trabajadora. El salario de este tipo de empleadas domésticas —que viven en las casas donde trabajan— oscila normalmente entre 100 y 400 dólares. Las filipinas, en parte gracias a la presión de su embajada y a que en su mayoría hablan inglés y se las considera más educadas, cobran un mínimo de 400 dólares. Las bangladesíes, entre 100 y 150 dólares.
Para Laura Makarem, directora de operaciones del Centro Comunitario Migrante, el hecho de que las familias tengan que pagar grandes sumas de dinero a las agencias “deshumaniza” a la trabajadora. “La ven como una inversión”, dice. Según un estudio, el 94% de las familias retiene el pasaporte a las trabajadoras, una de cada cinco las encierra en casa y la mitad no respeta su día libre.
Una vez firmado el contrato —de un año de duración y renovable—, normalmente la mujer de la familia, la madame, se convierte en kafil, responsable de la trabajadora. Están legalmente vinculadas, de tal manera que el permiso de residencia y trabajo de la empleada depende de su madame.
“Si la mujer se enfrenta a abusos y decide escapar, en el momento en que cruce la puerta de la casa se convierte en ilegal”, denuncia Makarem.
El propio director general del Ministerio de Trabajo, George Ayda, reconoce que este sistema hace que las trabajadoras no puedan abandonar su puesto: “No son libres, no pueden venir y decir que no quieren trabajar”, dice. Pero sí pueden cambiar de kafil, de empleadora, añade. Para ello, la madame tiene que firmar un documento en el que da permiso a la empleada. Lo llaman “documento de liberación”.
¿Y si la madame no quiere firmar? Ayda asegura que la trabajadora puede presentar una queja y desde el Ministerio se obliga al kafil a firmarlo. Reciben una o dos quejas al mes, explica. Un número sorprendentemente bajo comparado con las cuarenta llamadas de emergencia mensuales que recibe de media la ONG Kafa —que trabaja para combatir la explotación y la violencia contra las mujeres— en el teléfono habilitado para ello.
Georges Ayda sostiene que el sistema kafala permite ganarse la vida a mujeres que vienen de entornos de pobreza. “No tienen ni una libra, necesitan a alguien. ¿Quién pagaría si no el billete de avión? ¿Quién se haría cargo de ellas?”, pregunta.
En esta mentalidad paternalista tiene sus raíces el sistema kafala. Mariela Acuña, antropóloga y coordinadora para Oriente Medio de la Federación Internacional de Trabajadoras Domésticas, cuenta que en los pueblos árabes era costumbre que una familia rica se convirtiera en “tutora” de una joven de familia humilde y le ofreciera hogar, comida y protección a cambio de sus servicios domésticos.
Ese concepto de “protección” queda lejos del tormento que sufren muchas trabajadoras hoy. Las principales quejas: impagos de salario y abusos físicos y verbales. Las oenegés coinciden en que la trabajadora que sufre maltrato tiene dos opciones: aguanta o escapa.
Liana hizo ambas cosas.
Diecisiete años para decir basta
Cuando Liana aterrizó en Beirut en 1993, con veinte años, confiaba en que su salario de 150 dólares mensuales ayudaría a su familia en Filipinas: en aquella época, el 40 % de la población del archipiélago vivía bajo el umbral de la pobreza. Sus seis primeros sueldos fueron directos a pagar la comisión de la agencia.
Los tres primeros meses, la familia para la que trabajó la mantuvo encerrada en casa. Le retuvieron el pasaporte para evitar que se marchara. Sin éxito: a los nueve meses, cuando recibió su primera paliza, Liana se escapó. “Estaba limpiando en la cocina, eran las cuatro de la tarde. La mujer me estiró del pelo y me pegó; después su hijo también vino a pegarme”, recuerda Liana. El motivo fue una llamada telefónica: el novio de la hija llamó para preguntar por la chica y Liana le explicó que había salido con un amigo. El novio se enfadó y, cuando la madame se enteró, consideró que había hablado más de la cuenta y la castigó. Corrió al baño y allí pasó cinco horas encerrada hasta que el marido de su madame se comprometió a firmar el documento de liberación.
Aquella noche metió sus pertenencias en una bolsa de basura negra y se marchó. Su hermana, que también trabajaba en Beirut, la acogió. A los cuatro meses encontró otra familia. Allí trabajó un año y ocho meses sin librar un solo día, asegura.
Liana recuerda, medio riendo, que en aquella casa debía llevar calcetines y guantes blancos. “Incluso esa cosa sobre mi cabeza [en referencia a la cofia]… Como si estuviera trabajando en un palacio para una reina, cuando trabajaba con gente normal”, cuenta. La llevaban con ellos a los restaurantes pero, según su relato, no le ofrecían comida: “Solo querían mostrar que yo era de su propiedad”.
La madame enfermó y decidieron “liberar” a Liana para que encontrara otro hogar donde trabajar.
En la tercera familia trabajó durante quince años, interrumpidos por largas estancias en Filipinas: pasó en total cinco años en su país natal. Fue en esa época cuando conoció a su marido y dio a luz a sus dos hijos, en 1997 y 2000.
Tras volver al Líbano, el hijo de su empleadora se casó y Liana empezó a tener problemas con la esposa. Esta, en 2010, la acusó de robar joyas y 10.000 dólares —algo que Liana niega—, y la deportaron.
Tras cuatro meses en Filipinas, una amiga en Líbano le dijo que le había encontrado otra madame de confianza y, con la esperanza de volver a tener un salario para sacar adelante su familia, decidió regresar al país. Pero al llegar a Beirut, era una desconocida quien la esperaba en el aeropuerto. Su amiga había vendido los datos del pasaporte de Liana a una agencia.
Liana se subió al coche. La madame, con cuatro hijos, comenzó a explicarle sus condiciones: no tendría ningún día libre ni teléfono. Su salario sería de 150 dólares al mes, muy por debajo de la media de 400 dólares que recibían en 2010 las filipinas.
Liana estaba en shock. La mujer aparcó un momento en el barrio de Ashrafieh para dejar a su hijo en el colegio. “Vi un autobús pasar y, directamente, salí corriendo”, explica. Liana dejó su equipaje en el maletero y se precipitó sobre el bus con 5.000 libras en el bolsillo (3,3 dólares). “Me dije: no, no puedo aceptar esto”.
Mariela Acuña, de la Federación Internacional de Trabajadoras Domésticas, señala que aunque el contrato legal establece que los trabajadores tienen que recibir comida, casa y salario, no fija un salario mínimo ni un horario. “Si el empleador quiere que trabajen de cinco de la mañana a medianoche, se hace. No hay control”, denuncia.
Vivir bajo el radar
Tras huir, Liana vivió tres años indocumentada. Se convirtió en una experta en evitar controles policiales. “Siempre tenía que estar alerta, con los ojos abiertos”, explica. Encontró trabajo en un hotel y en su día libre iba a bailar a la discoteca. “Pero siempre estaba temblando, porque las redadas eran frecuentes”.
Según Makarem, del Centro Comunitario Migrante, cuando la Policía detiene a una indocumentada hay tres posibilidades: se la envía de vuelta a su kafil, se la devuelve a la agencia que tramitó su contratación o acaba en un centro de detención. Liana pudo evitar la detención. Otras tuvieron menos suerte: su sobrina, que escapó del hogar en el que trabajaba tras un año sin recibir su salario, fue detenida y pasó tres meses en una celda junto a otras veinte mujeres.
Las trabajadoras domésticas que huyen de su kafil y son arrestadas permanecen detenidas hasta que la deportación se pueda llevar a cabo; es decir, hasta que se reúna el dinero para pagar el billete de avión a su país. Por contrato, el empleador tiene que cubrir el coste. Si al ser contactado por la Policía el empleador accede a pagar, la trabajadora es deportada en cuestión de días.
Pero en ocasiones no se localiza al empleador. Entonces las mujeres quedan en un limbo, ya que no hay un periodo máximo legal de detención. En abril del año pasado había 337 trabajadores domésticos migrantes en prisiones libanesas, según datos de la Dirección General de Seguridad. El presidente del Sindicato de Propietarios de Agencias de Trabajo (Soral), Alí Al Amín, cuenta que el pasado abril donaron 50.000 dólares para pagar los billetes de avión a mujeres encerradas con kafil ilocalizable.
En otras ocasiones el kafil se niega a pagar acogiéndose a una cláusula que le exime de costear el billete si “la empleada causa algún daño a la familia o comete un error deliberado, negligencia, amenaza o un acto castigable por la ley libanesa”. Según Samaya Mattouk, coordinadora de la ONG Kafa, “algunos empleadores denuncian a la empleada por robo con el objetivo de no tener que pagar su billete de vuelta”.
Ese fue el caso de Liana. El día que huyó del coche, la madame la denunció por robo. En 2013, cuando Liana encontró una nueva familia, la anterior les pidió 6.000 dólares para “liberarla”. Acabaron pagándole 4.000, además del depósito bancario de 1.000 dólares que todas las familias tienen que realizar para contratar a una empleada.
Su quinta familia la trata bien. Ahí es cuando empezó a devolver golpes.
Domingos en lucha
Hace cuatro años Liana conoció a Rosane, también filipina y empleada doméstica. Rosane, que también prefiere ocultar su verdadero nombre, había recibido formación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para enseñar a su comunidad a defender sus derechos: fue ella quien, por primera vez, habló a Liana de su derecho a ser tratada bien dentro de casa. Tras conocer a Rosane, algo hizo clic en su cabeza y decidió lanzarse al activismo.
La Federación Nacional de Trabajadores y Sindicatos en Líbano (Fenasol) se ofreció a ayudarlas y en enero de 2015 lanzaron, bajo su auspicio y con el apoyo de la OIT, el Sindicato de Trabajadoras Domésticas Migrantes. El Ministerio de Trabajo se negó a reconocerlo. “Aceptamos entonces estar bajo el paraguas de Fenasol y tener como líder a un libanés, porque fue un hito lanzar el sindicato, el primero de este tipo en la región”, explica Rosane, que ha pasado 28 de sus 58 años en Líbano.
Sin embargo, tras conseguir que medio millar de trabajadoras se adhirieran pagando una cuota de 20 dólares anuales, comenzaron los problemas. “Cuando necesitábamos dinero para una compañera hospitalizada o para llevar comida a las detenidas, nos lo negaban”, se queja Rosane. Sintió que “las estaban usando” y se cansaron de que les dictaran lo que había que hacer.
Así, junto con otras cinco empleadas domésticas de Etiopía, Madagascar, Sri Lanka, Camerún y Costa de Marfil, respectivamente, Rosane y Liana fundaron en 2017 la Alianza de Trabajadoras Migrantes Domésticas. “Nuestro trabajo es invisible; intentamos conectar con otras trabajadoras de manera secreta”, explica Rosane.
Con una excepción: en junio, su trabajo oculto saltó a primera plana. Centenares de trabajadoras domésticas migrantes marcharon por Beirut en el Día Internacional del Trabajo Doméstico para reclamar que Líbano ratifique el Convenio 189 sobre empleadas domésticas de la OIT, que busca mejorar las condiciones de estas profesionales en todo el mundo y les reconoce derechos como la libertad de asociación y libertad sindical. Desde el Ministerio de Trabajo, George Ayda defiende que Líbano no lo ratifique aduciendo que existe un proyecto de ley similar presentado en 2016, aunque el Parlamento no lo ha discutido. No descarta, sin embargo, una posible reforma del kafala: “Estamos en ello”.
Dos muertes cada semana
Durante aquella marcha se vieron pancartas como la que mostraba a una mujer a punto de lanzarse por el balcón, bajo el lema “Salvad sus vidas”. Según un informe de Human Rights Watch de 2008, más de una trabajadora doméstica migrante moría a la semana por causas no naturales: los principales motivos eran suicidio e intento de huida. En 2017 la agencia de noticias IRIN, citando fuentes gubernamentales, situaba la cifra en dos muertes semanales e informaba de que entre enero de 2016 y abril de 2017 se repatriaron 138 cuerpos de trabajadoras domésticas migrantes.
El pasado marzo, Lensa Lelisa, una trabajadora etíope de 21 años, intentó huir saltando por el balcón. Desde el hospital, con sus piernas fracturadas, grabó un vídeo denunciando abusos por parte de su empleadora, la diseñadora Eleanore Ajami. Sin embargo, la Policía no encontró indicios de abuso y en abril Lensa apareció junto a su madame en un programa de televisión desdiciéndose y afirmando que se había resbalado en el balcón. Al poco, fue devuelta a la casa de la que había intentado huir.
El Ministerio de Trabajo dice actuar contra las familias que abusan de ellas: este año ha puesto en la lista negra a 120 familias por maltratos y les ha prohibido contratar trabajadoras domésticas en el futuro. La web This is Lebanon —impulsada por una pareja nepalí que tras trabajar en Líbano durante dos décadas emigró a Canadá— se encarga de documentar casos de maltrato.
En los casos en que se denuncia, el sistema judicial se muestra ineficaz a la hora de condenar a libaneses que han abusado o maltratado trabajadoras domésticas. Así lo denunciaba un informe de HRW en 2010. Mariela Acuña apunta que la mayoría de casos de abuso sexual no se denuncian, ya que “suceden en el ámbito privado con personas ya de por sí vulnerables, que igual ni hablan árabe”. En su mayoría deciden huir.
Liana lució en aquella marcha una camiseta que rezaba: “Kafala es esclavitud”. Fue en esa misma cita, pero hace dos años, cuando pronunció su primer discurso. “Tres páginas frente a una gran multitud”, remarca. Cuenta que la miraban porque su voz era demasiado fuerte: “Es como cuando contienes la rabia y de repente te dan la oportunidad de sacarla… era como un león rugiendo delante de toda esa gente”. Estaba pensando en la madame que la golpeó.
Trasladar el sufrimiento al teatro
En noviembre de 2017, el teatro Zoukak abrió sus puertas a la Alianza: cada domingo durante seis meses, veinticinco trabajadoras domésticas se dieron cita para componer una pieza teatral que denunciara los abusos que sufren. Para la versión en inglés eligieron la historia de Liana. “La primera vez que leí mi diálogo estaba llorando, era como si estuviera fresco otra vez; es muy triste que la gente sepa que me pegaron”. Pero, poco a poco, se convirtió en una válvula de escape: “Nos ayudamos las unas a las otras: lo que me pasó a mí también le pasó a otras”, dice Liana.
Unos días antes del estreno en abril, las autoridades libanesas exigieron el guion y los nombres de las participantes. La mayoría estaban indocumentadas, así que, por miedo a ser deportadas, anularon la obra. Incluso las que tienen papeles temen la expulsión, ya que en el pasado el Gobierno ha deportado a activistas pese a que su estatus era legal. “Si les hubiéramos dado nuestros nombres, nos habrían enviado rápido de vuelta”, resume Liana.
Su familia en Filipinas la considera “súper mujer” porque, tras su lucha, aún está en pie. “Sé llorar y después levantarme”, dice. Pero en ocasiones flaquea. “Mi marido fue madre y padre de nuestros hijos, los llevó a la escuela, les dio de comer… Yo nunca he experimentado eso”. Hace una pausa. “A veces me digo a mí misma: ‘¿Cómo es posible que esté aquí cuidando niños en Líbano y no a los míos?’”.
El año pasado, su marido falleció de un aneurisma cerebral. Al luto se le suma la ansiedad de que sus hijos vivan solos en Iloílo y una factura médica pendiente que, asegura, asciende a 10.000 dólares. Eso significa que debe prolongar su estancia en Líbano.
“Solo cinco años más —suspira—. Insha’ allah [ojalá]”.