Esta cobertura forma parte de un proyecto con RUIDO Photo bajo el título de Odio.
La noticia es el fuego de Moria. La verdad está en otro lado.
Está en la carretera litoral convertida en otro campo de refugiados. Está en las aceras donde los que huyeron del fuego han montado tiendas de campaña con cañas, telas, esterillas, cubos de basura. Está en los helicópteros militares que sobrevuelan la isla griega de Lesbos, en los agentes antidisturbios que sostienen sus escudos mientras miran expectantes las manifestaciones de los refugiados pidiendo libertad: azadi, azadi, azadi. Está en los tractores que avanzan cuando los piquetes de vecinos se lo permiten para montar otro campo, un campo que los refugiados no quieren que se construya, porque no quieren que se replique la prisión que era Moria; tampoco los vecinos de Lesbos lo quieren, porque lo que quieren es que los refugiados se vayan. Está en un concesionario de Honda donde se han visto obligados a acampar los que huyeron del fuego. Está a las puertas de un Lidl cerrado, donde malviven los que huyeron del fuego, donde unos se dedican a pintar, una mujer da clase a unos niños en corro, otros preparan manifestaciones para mañana, y los más buscan un horizonte, una esperanza, un médico: no tienen nada de eso. La verdad está en el conglomerado político y militar de control de los cuerpos refugiados. De los que huyeron de la guerra, de los que huyeron del fuego.
Esta es, de momento, su última carretera.
La carretera corre paralela al mar. Aquí han llegado miles de los que huyeron del fuego. No pueden ir a la capital de la isla, Mitilini, que está a solo unos kilómetros, porque la Policía les ha cortado el paso. Hay dos autobuses policiales atravesados en el asfalto y un promontorio desde el que las televisiones hacen sus directos. Desde ahí se ve la hilera de cañas y tiendas de campaña que pueblan las aceras, las gasolineras atestadas, los supermercados. Se ha acabado una manifestación, pero un pequeño grupo con muchos niños sentados intenta resucitarla porque hay periodistas. Ponen la pancarta al revés. Le dan la vuelta. Ahora sí: “Necesitamos paz y libertad para todos. Moria mata”.
Un niño tira al aire el neumático de una bicicleta.
Camino por la carretera refugiada sorteando botellas de plástico con un fotógrafo afgano que llegó hace nueve meses a Moria, que huyó del fuego y ahora está aquí atrapado con lo puesto: unas zapatillas deportivas, unos calcetines, unos pantalones cortos, una bolsa ligera, una camiseta que dice: Hit the road.
Dice que quiere ir a Francia, que le gusta la fotografía conceptual, el fotoperiodismo. Se ha tenido que curtir más en lo segundo: Adam Arman me enseña fotos que hizo de atentados en Kabul, de amigos muertos.
Esta carretera conecta también con las guerras y el hambre de Asia Central, Oriente Medio, África.
Hablamos durante mucho rato. Hasta que Adam dice la verdad:
—Nos dicen que por qué estamos aquí, que no quieren refugiados. Pues que nos dejen ir. Están cansados de los refugiados.
Todo el mundo está harto. Los que tiene más motivos: las personas que malvivían en el campo de Moria, que hoy piden libertad. Pero también están hartos la policía, los vecinos, los fascistas, los antifascistas. Todo el mundo está harto.
Varias personas interrumpen mi conversación con Adam. A la tercera vez le pregunto: ¿Qué te están diciendo? Se piensan que vienes a registrar a niños o a otras personas para que se vayan Alemania o a otro país, me dice. Porque llevo una libreta y voy apuntando todo. Ahora entiendo sus caras de decepción. Soy solo un periodista.
Más carretera. Gasolinera BP. Gente sentada junto a las mangueras de gasolina, mirando el móvil.
Pasa un tractor. Nos interrumpe un joven, que parece tener un mensaje diferente. Lo tiene, al menos según la traducción que me ofrece Adam.
—Si van a hacer otro campo, también arderá.
Hay carritos de bebé, sacos, rostros contemplativos, jóvenes agitados. Un camión cisterna. Ahí también se puede construir una tienda de campaña.
Hablamos con mucha gente. Con una pareja afgana que tiene tres hijos —el padre sujeta en brazos a uno de los pequeños con una sudadera de Toy Story—, con un chaval congoleño al que un hombre a su lado felicita porque habla muy bien inglés y entonces puede hablar conmigo.
Miles de historias de Moria y de la carretera.
Otra gasolinera. El letrero electrónico no marca el precio, está fundido a negro. Un niño gateando sobre una esterilla. Cañas, cañas y cañas. Mantas, partidos de voleibol, basura.
Un señor viene a pedirnos ayuda. No hay casi atención médica: solo pasa una ambulancia de vez en cuando, solo hay policías y antidisturbios. Dice que su mujer lleva sangrando dos días. Que tuvo un bebé hace un mes, que vino corriendo —como todos los que huyeron del fuego— de Moria hasta aquí, y que ahora no para de sangrar, que le han tenido que poner los pañales del niño. Vamos a ver a Mahdia. Está acurrucada, dolorida, mareada.
Dejamos el reporteo y vamos a hablar con la única ambulancia que hay en la carretera, en la carretera donde pese a haber tanta atención militar y mediática, tanta política y dolor, no hay casi nadie para ayudar. Hay cola. Alguien sube a la ambulancia. Le explicamos al conductor la situación. El conductor muestra las palmas de las manos —o, mejor, los guantes que las cubren—, va lleno, qué se le va a hacer, y parece casi aliviado.
Nos queda la Policía, si es que nos queda algo: el agente nos dice que llamemos nosotros mismos al número de emergencia, dice el número mal, luego dice otro, llamamos, nos dicen que solo la Policía puede llamar, entonces los agentes dicen que ellos llamarán, pero que salgamos de ahí inmediatamente, ahora mismo. No llaman, claro. Hablamos con agentes en otro control, se lo volvemos a contar, dicen que ahora llamarán.
Primero pienso que les da igual que alguien muera, que todo estalle de una vez por todas, si no lo ha hecho ya. Solo puedo ver sus ojos porque llevan mascarilla, y me fijo más en ellos. ¿Están odiando? Me pregunto si están odiando a los refugiados, a los periodistas, a sus jefes, a sus compañeros —o si están odiando todo a la vez.
Luego me pregunto a quién odia el marido de Mahdia, que va de un lado a otro buscando ayuda en esta última carretera.