Libia es sinónimo de extorsión para miles de subsaharianos que caen en las redes de las mafias y pagan por jugarse la vida e intentar llegar a Europa. Algunos llevan años en Libia esperando la oportunidad de salir, pero al final el racismo y las torturas les hacen huir despavoridos. Para otros es solo un país de paso.
Este es un recorrido por la parte menos explicada de la salida de refugiados y migrantes hacia Europa. Nos empotramos con la policía libia en sus redadas contra las organizaciones mafiosas y hablamos con las personas que han visto en las precarias barcazas su única posibilidad de seguir adelante.
Los migrantes
Jamal intenta dormir sobre un viejo colchón. Son las dos de la madrugada. Está encerrado junto a decenas de jóvenes subsaharianos. Los traficantes los esconden en las chabolas de un campamento del barrio Hadba Gasi, ubicado en el centro de Trípoli. Se imagina el momento en que los trasladarán a la playa de Al-Garabouli, a unos cincuenta kilómetros de la capital libia.
Allí les subirán a una barcaza y, si hay suerte, zarparán sin apenas gasolina y navegarán hasta aguas internacionales, donde serán rescatados por la Guardia Costera italiana o barcos de oenegés internacionales. Entonces serán transportados a Italia. El joven nigerino se imagina ya seguro en Europa, se imagina trabajando en Italia, se imagina que todos en la barcaza han evitado la muerte….
Pero el sueño se desvanece en Libia, interrumpido por el ruido de motores. Los compañeros de choza de Jamal también se despiertan e intentan afinar el oído en medio de la oscuridad.
Se oyen voces árabes que no entienden. Se oyen pasos, de un lado para el otro. También en los tejados. El estrépito de los techos de uralita hace adivinar que hay decenas de hombres. Ahora, una luz se cuela por debajo de la puerta. Cada vez están más cerca, pero ellos, como estatuas, intentan no hacer ruido.
Un golpe seco sacude la entrada. Otro. Y otro. El candado cede, la puerta se abre y una linterna los deslumbra. Sin preámbulos, los obligan a levantarse, recoger sus pertenencias y subirse a un autobús policial. La redada ha terminado.
Los policías
El nuevo dispositivo de la policía de Trípoli está especializado en combatir a las mafias que trafican con personas, y en las últimas horas ha descubierto la ubicación de uno de los campamentos donde esconden a los migrantes, en su mayoría subsaharianos, que quieren salir de África.
Decenas de agentes del cuerpo reciben instrucciones desde la céntrica prisión de Tariq Al-Siqqa, su base de operaciones. Antes de empezar la redada, forman en fila. Encapuchados y fuertemente armados, todos visten de negro de la cabeza a los pies. Solo los suntuosos anillos y relojes que lucen rompen la monotonía de su vestimenta.
Se suben a la parte trasera de las pick up blancas que utilizan como vehículos oficiales y en pocos minutos recorren Trípoli, una ciudad desierta por las noches, solo custodiada por las milicias que montan puestos de seguridad en sus zonas de control.
Nada más llegar al barrio de Hadba Gasi se inicia el asalto. Intentan no hacer ruido. Saben que, si son detectados, los traficantes huirán. Se distribuyen en grupos. Mientras unos fuerzan la puerta de entrada, otros trepan por los techos de uralita. Logran introducirse en el campamento, pero está completamente a oscuras. Sacan las linternas y los móviles para alumbrar la zona, y desde el patio que distribuye todas las viviendas empiezan el registro, ahora sí con energía. Van forzando una a una todas las puertas atrancadas con cerrojos, y dentro de los lúgubres habitáculos descubren a decenas de subsaharianos hacinados.
Los traficantes
No hay rastro de los traficantes. Parece que han logrado huir. Pero los migrantes sentados en los autocares policiales delatan a uno de sus patrones.
—Nuestro patrón es el señor Mustafá, es ese. Nosotros solo queremos trabajar —me dice uno de los muchachos, posiblemente el de más edad.
Cuando llegan a la cárcel, los sientan a todos en el patio. En total, han arrestado a 250 jóvenes procedentes de países como Senegal, Mali, Níger, Burkina Faso o Gabón. El interrogatorio se alarga hasta altas horas de la madrugada. La policía habla con Mustafá, el traficante, que es de Gambia. Los agentes le convencen para que colabore y revele información sobre sus superiores.
—¿Cuándo llegaste a Libia?
—En 2013. Hace tres años que trabajo aquí.
—¿De qué trabajas?
—Trabajo como traficante de personas.
—¿Cuál es tu papel en la organización?
—Contacto con ellos, los recojo y organizo el proceso de salida a Italia.
—Pero tú no eres uno de los jefes de la banda…
—No, la organización es muy grande. Hay mucha gente por encima de mí. Los líderes son subsaharianos, y también de aquí, de Libia.
Mustafa les acaba confesando dónde están algunos de sus superiores.
La operación continúa la noche siguiente. Los agentes sospechan que en otro campamento del centro de Trípoli se esconden dos de los altos cargos de la organización mafiosa. Según la información de que disponen, son una hombre y una mujer de origen subsahariano.
El escenario de esta redada es radicalmente distinto. En lugar de las chabolas del primer campamento, hay un chalé de dos plantas. Bien amueblado. Tiene electricidad, los suelos alicatados y adornados con alfombras. Sofás, televisores y ventiladores.
Los agentes descubren a una decena de hombres. En otra habitación hallan a un grupo de jóvenes subsaharianas, que gritan y lloran durante la redada. Solo un cuarto está cerrado con candado. Obligado por la policía, un hombre con chilaba gris accede a abrirlo. Es su dormitorio.
De las paredes cuelgan luces de led azules, pósters de la actriz Jessica Alba, del exfutbolista del Barça Éric Abidal y del madridista Cristiano Ronaldo. La televisión está encendida y retransmite una película sobre… una mafia africana.
Los agentes registran la habitación y encuentran decenas de teléfonos móviles y grandes fajos de billetes metidos en bolsas. Incautan ordenadores, álbumes de fotos y otros papeles que pueden ayudarles a seguir tirando del hilo. Han dado con uno de los jefes de la organización. O eso les parece.
De vuelta a la prisión, interrogan al supuesto alto cargo de la red. Se muestra altivo, desafiante. Mientras cuentan el dinero y registran los objetos que le han incautado, nos permiten hablar un momento con él.
—La policía dice que eres uno de los jefes de la organización.
—¿Qué jefe?
—De una mafia de tráfico de personas.
—¿Tráfico? ¿Qué tráfico? ¿Qué tipo de tráfico?
— De personas que vienen de otros países y…
—No, no es así. Me acusan de cosas y yo no sé nada. No he hecho nada… Yo me dedico a la albañilería. Soy un obrero.
Interrumpe un policía:
—Solo en esta bolsa hemos encontrado entre 500 y 1.000 dinares (entre 325 y 650 euros).
—Es mi dinero.
—¿Y las decenas de teléfonos?
—También son míos. Algunos están averiados.
Durante los interrogatorios, los agentes intentan descifrar la posición de cada uno dentro de la estructura mafiosa. Entre las mujeres se encuentra también una de las supuestas jefas. Viste de negro, a juego con un gorro oscuro que le cubre el pelo y le resalta unas grandes mejillas marcadas con cicatrices. Se niega a colaborar, y otra de las arrestadas la intenta convencer:
—Te han cogido.
—No, no me han cogido…
— Entonces, ¿vas a venir con nosotras?
(A los migrantes se les trasladará a un centro de detención antes de ser deportados, pero la policía se quedará con los supuestos cabecillas de la trama).
—No. La policía dice que tengo que quedarme aquí con el dinero. No me pueden hacer esto, déjame que llame a alguien. Quiero llamar, quiero hablar con el abogado ahora…
Rebusca en el bolso hasta que encuentra dos pequeños trozos de papel que, encajados, completan un número de teléfono. Suplica que la lleven a casa, a Burkina Faso, hasta que un agente grita:
—Está usted detenida por el Departamento de Inmigración ilegal.
Los deportados
Los más de 250 arrestados en las redadas han pasado dos noches en uno de los cinco centros de detención que se han habilitado en Trípoli. Son espacios superpoblados, donde normalmente los retienen durante meses, a la espera de que sus familias paguen las multas para liberarlos. Cuando se quedan sin sitio y saben que nadie va a pagar por ellos, los dejan ir. La falta de espacio es uno de los motivos que ha acelerado la deportación de este grupo.
La mayoría son muchachos muy jóvenes, de unos veinte años, aunque también hay adolescentes de apenas dieciséis. Les pesa la responsabilidad de mantener a toda su familia, porque en sus países de origen el padre ha muerto o no puede trabajar.
Es el caso del nigerino Jamal, que hace horas despertó del sueño y ya no piensa en Europa. Es uno de los mayores del grupo. Acaba de cumplir 24 años. Me lo encuentro de nuevo en la prisión de Tariq Al-Siqqa, esta vez a plena luz del día. Está sentado en una de las colas para subirse a los autocares que los devolverán a sus países. Él deberá recorrer de nuevo los más de 2.400 kilómetros que separan Trípoli de su Niamey natal, la capital de Níger.