Con una mano agarra un paraguas plegable al que le falta el mango; con la otra, estruja una pequeña bolsa llena de monedas.
Marife Soriano, de 44 años, está sentada en una silla de plástico a pocos metros del cadáver de su hijo. El velatorio lo han instalado en plena calle, bajo un toldo que protege el ataúd de un sol que cae a plomo. Vestida con una camiseta blanca, pantalón de chándal y chanclas rosas, Marife espera al coche fúnebre que trasladará el cuerpo de su hijo al cementerio de Sangandaan, en el norte de la metrópolis de Manila. Julius C. Soriano, el mayor de sus cuatro hijos, tenía 24 años cuando se convirtió en uno más de los miles de asesinados en la brutal guerra contra las drogas en Filipinas. Al relatar los detalles de su muerte, la madre llora.