Todo cambió con el asesinato de su hermano Hussein. Murió en una de esas riñas que de repente surgen en los barrios pobres de Teherán poblados por migrantes rurales llegados en los años anteriores al derrocamiento del sha de Persia y, sobre todo, después de la Revolución de 1979. El chico, de 22 años, vio cómo unos jóvenes intentaban arrinconar y violar a una mujer en una callejuela estrecha. Intentó defenderla pero a cambio fue atacado con un destornillador. Dos chuzadas profundas fueron suficientes para que muriera.
Hussein debía casarse con una prima. La tragedia impidió que el compromiso se materializara, pero el padre de la joven no quedó satisfecho con lo sucedido y siguió insistiendo en que las dos familias tenían que quedar unidas. Sugirió que se hiciera un nuevo enlace, esta vez entre su hijo de 25 años… y Zahra, una de las hermanas menores de Hussein y protagonista de esta historia. Tras la muerte de Hussein, sus padres no querían que la hija de 12 años se viera obligada a contraer matrimonio, pero aceptaron. El peso del qué dirán. “La tradición dice que los matrimonios de los hijos se hacen en el cielo”, cuenta Zahra, que hoy, a sus 39 años, aún justifica la decisión de sus padres de casarla a los doce años con un hombre que casi le arruina la vida.
Esa determinación, ese nervio que no le permite quedarse quieta ni un minuto, la ayudó a salir del abismo en el que terminan millones de mujeres sobre las que recae el peso de la epidemia de drogadicción que sufre Irán, una de las más graves del mundo, según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC). La misma epidemia que se llevó a su marido por delante.
Irán paga un precio alto por ser el corredor natural por el que sale el opio de Afganistán. El Ministerio de Salud calcula que hay 2,2 millones de consumidores diarios de droga. El marido de Zahra fue uno de ellos.
Historia de un matrimonio
“Sabía cocinar porque mi madre me había enseñado, pero en otros aspectos era muy niña, y muy necia. Mi mayor obsesión era aprender a conducir, como mi padre, y ser enfermera”, dice Zahra. Una vez que sus padres tomaron la decisión de casarla, nadie le preguntó nada. De un día para otro la sacaron del colegio, sin terminar sexto grado, y quedó en medio de una tormenta que no entendía. La familia del novio pidió su mano, le dieron un anillo y comenzaron los preparativos de una boda sobre la que no podía opinar. Tampoco sabía qué era eso que llamaban amor, en qué consistía un matrimonio ni cómo funcionaban las relaciones, incluido el sexo. “Deja que tu marido te diga qué hacer”, recuerda que le dijo su madre. Para entonces no había tenido su primera menstruación. Tampoco conocía a nadie que bebiera, o al menos no en extremo, como lo hizo su marido la noche de su boda. El alcohol, aunque está prohibido en Irán desde 1979, se consume extensamente en el país sin importar las clases sociales. Unos, dependiendo del gusto y del dinero, consumen licores extranjeros que llegan a través del mercado negro, y los otros, alcohol destilado localmente. ¿Pero y si no fuera el alcohol? No lo sabía entonces, pero hoy está segura de que aquella noche su marido estaba drogado. Solo recuerda que, cuando se quedaron a solas, Alí (así quiere que lo llamemos) empezó a tocarla. Lo rechazó y él la golpeó hasta que se desmayó. Luego, en el hospital, el doctor confirmaría que la había penetrado. Había sido violada el día de su boda.
“¿Cómo permitieron que le hicieran esto?”, recuerda que preguntó el doctor. La madre lloraba y ella quería acusarlo por lo que había hecho. Las autoridades también le pedían que lo denunciara, pero el padre de Zahra se opuso.
“Está bien. Pegar es normal”, sentenció su padre, que tenía miedo a que su sobrino terminara en la cárcel. De nuevo el qué dirán. ¿Con qué cara se enfrentaría al resto de su familia y a sus vecinos?
Zahra la taxista
El día que conocí a Zahra, tan extrovertida, tan abierta a hablar de su vida, nada hacía pensar que tuviera un pasado tan difícil detrás. Se había ofrecido como candidata para aparecer en un reportaje de televisión sobre una compañía de taxis en Teherán que tiene empleadas a alrededor de 300 conductoras mujeres cabeza de familia. “Woman taxi”, dice el letrero que los identifica. Se presentó con el uniforme de las mujeres que forman parte de la compañía: pantalón, gabardina y maghnaeh —el velo obligatorio en trabajos oficiales y en universidades y que solo deja descubierto el rostro— azul con ribetes dorados. En su coche verde manzana, ya castigado por muchos años de circulación, recorrimos el este de la ciudad mientras me contaba sobre las dificultades de ser taxista y mujer en una ciudad con 18 millones de personas, llena de atascos y sin ningún respeto por las normas de tráfico. “Tengo que dejar esto pronto, voy a terminar por sufrir esclerosis”, dice Zahra, que lleva varios años haciendo yoga y estudiando medicina natural.
Mientras sube y baja por las calles en las laderas de las imponentes montañas Alborz, y pretende actuar como si no la estuviéramos grabando, Zahra explica que se inscribió hace doce años en un programa que tiene como objetivo ayudar a mujeres que, como ella, tienen que cargar con el peso de una familia. Fue poco después de divorciarse. Estuvo dos años formándose y memorizando las calles de Teherán hasta que empezó a trabajar. Por aquel entonces solo tenía permitido llevar a mujeres.
“Los directores del programa se dieron cuenta de que nuestros ingresos no eran suficientes cuando solo recogíamos mujeres. Por eso permitieron que lleváramos hombres también”, cuenta Zahra, que no para de contestar al teléfono mientras conduce. Unas veces son sus dos hijos, y otras clientas fieles que siempre la llaman cuando necesitan moverse por la ciudad. Que si puede pasar a las dos de la tarde para llevarlas al mercado, que si puede pasar a por sus hijos para llevarlos a una clase. Trabajo no le falta. “Algunos hombres se montan con otras intenciones, pero sé cómo ponerlos en su lugar”, dice.
Aquella mañana de otoño en que la conocí había traído a su hermana pequeña, de 33 años, para que le hiciera compañía. No porque sintiera temor de estar sola, sino porque en la sociedad iraní todavía siguen siendo extremadamente importante las apariencias. No sabía si entre nuestro equipo de grabación había una mujer y no quería levantar rumores entre otros taxistas que trabajan en la compañía. Meses después, cuando tomábamos las fotos para este reportaje, estos taxistas les dijeron a sus jefes que estaba trabajando “de modelo”.
Las mujeres iraníes, y no solo Zahra, suelen quejarse de que los hombres piensan que las divorciadas o viudas son mujeres sin reglas, y que pueden tener sexo fácilmente con ellas. “Por desgracia, hay algunas que lo tienen que hacer, porque no tienen dinero”, dice Zahra.
En aquella primera conversación, entre semáforo y semáforo, Zahra me contó que estaba separada, que tenía dos hijos varones, que había trabajado de asistente de enfermería y ahora era taxista, que la habían casado a los doce años, que él murió un año después de la separación… Pero no conocí todos los detalles hasta los próximos encuentros.
Viaje al pasado
Las drogas se llevaron a su marido. Cuando nos volvimos a ver, en uno de esos tantos pequeños cafés que se han abierto en Teherán en los últimos años, me contó toda su historia. Pasábamos mucho tiempo juntas. Zahra estaba robándole horas al trabajo y a sus clases de yoga, pero decía que no importaba, que le gustaba hablar. Que nunca antes en todos estos años había tenido la oportunidad de que la escucharan.
“Abusó de mí”, dice sin rodeos al recordar su primera noche de casada. Su vida recopila la mayoría de los grandes problemas a los que se enfrentan las mujeres en Irán, en especial aquellas que provienen de familias tradicionales y religiosas: el matrimonio concertado y muchas veces temprano; el peso de la tradición familiar, que es más fuerte que la ley; la soberbia de un padre que teme ser juzgado socialmente, sin importarle el sufrimiento de su hija; los abusos sexuales; las dificultades de ser una mujer separada, o viuda, con dos hijos que educar, y otros problemas sociales como la drogadicción, que afecta a millones de familias en Irán.
Si bien el número de mujeres que consumen drogas ha aumentado en los últimos años, las estadísticas apuntan a que la mayoría de los drogadictos son hombres, y un gran número de ellos casados. Las consecuencias son enormes: cientos de miles de mujeres han tenido que asumir la responsabilidad total de los hogares, muchas veces sin tener las herramientas para hacerlo. Varias organizaciones de derechos humanos en Irán aseguran que esto ha llevado a que muchas hijas sean entregadas en matrimonio temprano para aligerar la carga familiar, o que incluso muchos hijos —y madres— terminen también consumiendo drogas. Cientos de miles de mujeres más han buscado el divorcio; según datos que manejan algunas organizaciones de derechos humanos, las drogas son la mayor causa de divorcio en Irán, donde el número de separaciones se ha triplicado en los últimos quince años. Pero divorciarse no es fácil. Aunque las mujeres con esposos drogadictos tienen argumentos para enfrentarse a la justicia y obtener fácilmente el divorcio, no siempre lo intentan. Muchas no quieren enfrentarse a la familia. O no tienen el tiempo y el dinero para separarse.
Su primo-esposo, cuenta Zahra, nunca pidió perdón por haberla golpeado el día de la boda. Al contrario: seguía obligándola a tener sexo con él. Para entonces Zahra había descubierto que Alí no solo tenía problemas con el alcohol, sino con las drogas. Vivían en una casa muy pequeña y todavía siendo muy niña tenía que verlo drogarse frente a ella. No trabajaba y cuando se le acababa el dinero le pegaba. Ante sus quejas, su padre y su tío-suegro le dijeron que el consumo de drogas de Alí era normal, que cuando tuviera un hijo el joven se sentiría con la necesidad de salir a la calle a ganar dinero. Nunca sucedió. Zahra no recuerda exactamente cuánto tiempo transcurrió, pero meses después de la boda le llegó el periodo y poco antes de cumplir los 14 años se quedó embarazada. Como ya había ocurrido antes, nadie la apoyó. Lo peor llegó con el parto, que fue extremadamente duro: el niño pesó cinco kilos y no paró de llorar durante varios días. Aun así, tuvo que sobreponerse de inmediato para empezar a trabajar en un bazar de frutas cerca de su casa y tener con qué dar de comer al pequeño y a Alí, que cada día llegaba drogado o consumía directamente ante ella y el bebé. Las agresiones físicas eran continuas.
Hoy, doce años después de haber quedado viuda, todavía visita semanalmente una agrupación de drogodependientes anónimos para ayudar a aquellos que van en busca de consuelo, pero también para entender qué pasa por cabeza de los drogadictos y las razones por las cuales ella nunca pudo ayudar a Alí a salir de su problema. En estos encuentros, en los que cada participante habla sobre su experiencia, aprendió que la historia de consumo de su marido es muy similar a la de muchos iraníes. Muchos comienzan con el opio, que culturalmente es aceptado por amplios sectores de la sociedad, o con la heroína. Según la UNODC, Irán es el país con más adictos a los opiáceos en el mundo. Le sigue la metanfetamina, conocida en Irán como shishe, cuyo consumo se ha extendido en el país en los últimos años. Todas estas drogas se consiguen con gran facilidad en las calles por poco dinero, y los castigos extremos, que incluyen la pena de muerte para los vendedores y traficantes de drogas, parecen haber fracasado. Las autoridades aseguran que la mitad de los presos en Irán están relacionados con tráfico o consumo de drogas, y que la mitad de las penas de muerte en el país —el que más ejecuciones lleva a cabo, solo por detrás de China— están relacionadas con este delito. Actualmente el parlamento estudia abolir la pena de muerte para aquellos traficantes que no estén relacionados con actos violentos, pero será un proceso largo que tendrá que ser aprobado por el Consejo de Guardianes, una asamblea conformada por doce expertos en ley religiosa.
La oficina de bienestar para la prevención del consumo y tratamiento de la adicción en Irán habla de dos millones consumidores, el 10 % de ellos mujeres. Otros estudios hablan de seis millones y algunos directores de centros de rehabilitación elevan la cifra a ocho millones, pero en un país poco amigo a las estadísticas nadie parece saber la cifra exacta.
Las mujeres han sido las que han pagado la peor parte. La mayoría de las que trabajan con Zahra han tenido algún problema relacionado con las drogas. Pero uno de los grandes ejemplos está en el metro de Teherán, que en la última década se ha inundado de mujeres de todas las edades que venden todo tipo de mercancías en los vagones reservados para mujeres como modo de supervivencia. Cuando se les pregunta las razones, muchas cuentan que han tenido que recurrir a este tipo de trabajo para sostener una familia donde alguno, o varios de sus integrantes, son drogadictos.
“Era absolutamente frustrante porque no había nadie que me ayudara, mi familia no quería aceptar un divorcio. Solo me decían que no le prestara atención y que le diera un lugar donde dormir. Que no lo podía dejar en la calle. No les importaba la situación lamentable en la que yo vivía”. Zahra tuvo la fortuna de que el director del colegio donde estudiaba su hijo mayor se dio cuenta de los problemas que tenía en casa. Al hombre le llamó la atención, cuenta ella con orgullo, lo bien que la joven podía expresarse, y la ayudó para que pudiera terminar sus estudios. Después de salir del bazar se iba al colegio a escondidas de Alí; justificaba su ausencia con el argumento de que tenía trabajo con la asociación de madres de familia. Pero cuanto más ocupada la veía Alí, más inseguro se sentía y más la agredía. Se volvió a quedar embarazada, de nuevo en contra de su voluntad. Esta vez intentó abortar.
“El doctor me dijo que yo no podía tomar la decisión, que necesitaba el permiso de mi marido”. Zahra insistió con argumento de problemas económicos, pero no logró convencerlo. Lo que sí consiguió es que el doctor se interesara por su caso y decidiera darle trabajo como asistente en su consultorio y enseñarle enfermería. Alí se opuso, pero luego entendió que si su esposa ganaba más dinero, él tendría más para pagar su vicio. Zahra tuvo al niño, que nació sin complicaciones. Tenía 21 años, un trabajo y el apoyo de sus compañeros del hospital.
“Pero la vida en casa era muy difícil. Muchas veces él traía a amigos, se drogaban y los niños quedaban muy impactados por lo que veían”. Cuando eran pequeños, solo les decía que su padre estaba enfermo. Pero cuando el mayor cumplió diez años, entendió lo que pasaba y cada vez que veía a su padre lo atacaba para que se fuera de casa. Animada por los amigos que había conseguido en el hospital, Zahra, ya con 24 años, consiguió internar a Alí en uno de los centros de de desintoxicación que hay en la ciudad. Pero no funcionó, salió peor y la vida se volvió aún más difícil para ella y los niños.
Llegó un día en que no pudo más: el trabajo, los niños, los golpes, la soledad, la frustración. Se cortó las venas en el baño cuando los niños dormían. Pero antes de hacerlo había llamado a una amiga para decirle que estaba muy cansada. La mujer entendió y alcanzó a llegar a la casa, donde la encontró desmayada. Después del susto, el padre de Zahra admitió que era necesario pedir el divorcio. Con el argumento de drogadicción y abusos, el juez lo otorgó inmediatamente.
Alí murió en la calle de sobredosis un año después. “Me dio tristeza, era mi primo. Pero los niños ni siquiera lloraron y no quisimos ir al cementerio. Un día los oí hablar con mi hermana y le decían que nunca le perdonarían haber escogido las drogas y no a ellos”.
En nuestro último encuentro, Zahra no para de hablar de sus hijos, que hoy tienen 18 y 26 años. “Mi hijo pequeño quiere que le compre un teléfono inteligente, pero no tengo dinero, estoy pagando el automóvil del mayor. Eso me preocupa. He visto a muchos jóvenes caer en las drogas porque se sienten frustrados”. Durante estos años, Zahra ha aprendido que los hijos que han visto a sus padres drogarse tienen mayor tendencia a consumir.
“Ellos me dicen que nunca lo harían. Que tienen amigos que se drogan pero que ellos nunca lo probarían. Espero que sea verdad”.