No estaba en los planes que murieran en el fuego. Cuando salieron de casa, rumbo al norte, les advirtieron lo mismo que a los demás: que en el camino serán asaltados, que corren el riesgo de secuestro, que a las mujeres las violarán. Que serán extorsionados por la policía o por el crimen organizado, y que con frecuencia un mismo individuo pertenece a los dos grupos. Que les saldrán ampollas en los pies, que tendrán hambre y sed. Pero lo de morir entre llamas, ahogados por el humo, encerrados bajo llave, eso sí que no estaba considerado.
La noche del lunes 27 de marzo un incendio en las instalaciones de la estación migratoria de Ciudad Juárez, México, provocó la muerte de 39 personas, en su mayoría provenientes de Guatemala y Honduras. Los migrantes se encontraban encerrados bajo llave en un área denominada “de alojamiento temporal para personas del sexo masculino de estancia migratoria”. Las primeras versiones, resultado de una incipiente investigación, indican que el fuego inició en el interior de la estación, ubicada a unos pasos de la frontera con Texas, en Estados Unidos.
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