José Vicente Morocho llegó a la frontera entre México y Estados Unidos con su permiso de conducir ecuatoriano y una tarjeta que indicaba su tipo de sangre. Es raro que los que corren hacia el sueño americano conserven sus documentos personales en este punto de la ruta: los mexicanos que les ayudan a cruzar les obligan a deshacerse de ellos para evitar su deportación.
Cuando las piernas y los brazos de José se enredaron en el hilo líquido que unos llaman río Bravo y otros río Grande, esas señas estaban guardadas en un bolsillo de su pantalón: aquello permitió dar un nombre a su cadáver y mandarlo de vuelta a casa. No pasó lo mismo con otros cuatro cuerpos que el río que separa dos mundos devolvió esos mismos días de febrero de 2017. Las autoridades mexicanas creen que al menos otro de los ahogados también era ecuatoriano: llevaba un pantalón con la etiqueta “Hecho en Ecuador”. Pero no se hallaron más indicios, y se convirtió en un migrante más sin nombre en una fosa común.
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El éxodo ecuatoriano a Estados Unidos empezó a finales de la década de 1970 y ha llevado clandestinamente a buena parte de los 1,8 millones de ecuatorianos que viven ahora en Nueva York y Nueva Jersey. El origen de esa migración está en el sur del país, en las provincias de Azuay y Cañar, que se siguen vaciando pese a las campañas contra la migración riesgosa.
El espejo (o el espejismo) del sueño americano está siempre ahí: los nacidos en grandes ciudades como Cuenca y Azogues o en pequeñas comunidades como Gualaceo, Sigsig, El Tambo o Cañar han visto durante años cómo los arquitectos locales han calcado a la perfección las casas tipo estadounidense que los migrantes envían en fotos; o cómo se han levantado esos edificios de cinco y seis plantas con fachadas de cristal, muy a lo Manhattan, que pertenecen a familias enteras de migrantes que, muy orgullosas, han colocado sus apellidos en la parte más alta de las torres: Duchimaza, Yanza o Lluvicura. Todo este cemento se ha pagado con las remesas enviadas desde Estados Unidos, que nunca han bajado de 1.000 millones de dólares anuales desde 2007, según el Banco Central. Los migrantes suelen enviar entre 400 y 800 dólares mensuales a sus familiares. Esto supera el salario mínimo en Ecuador, que es de 394 dólares mensuales.
Los migrantes en el camino hacia el norte están convencidos de que vale la pena asumir el riesgo de viajar de la mano de un coyote —la persona que ayuda a cruzar la frontera a cambio de dinero— antes que dedicarse a los oficios mal pagados de la zona: arar la tierra, confeccionar zapatos, tejer sombreros. Y esas ganas de irse se expanden como una epidemia entre los más jóvenes. Los que apenas terminan el bachillerato empiezan a buscar la manera de conseguir los entre 10.000 y 20.000 dólares que cobran los traficantes de personas, dependiendo de las rutas que usen. Unos pedirán ayuda a familiares que viven en Estados Unidos a los que casi no conocen. Otros pedirán préstamos a las cooperativas de ahorro y crédito o acudirán a los usureros que trabajan de la mano de los coyotes. Ni siquiera verán el dinero que supuestamente les prestarán: solo firmarán letras de cambio en blanco.
La migración ecuatoriana llegará a suelo estadounidense y se confundirá con los miles de centroamericanos y mexicanos que recorren el mismo camino y acaparan los titulares. Empezará a trabajar en lo que sea para pagar las deudas. Uno o dos años malviviendo. Pero unos cuantos se quedarán en alguna parte del camino, y sus familiares en Ecuador tendrán que conformarse con la versión que les dan los coyotes: que los paramilitares colombianos los secuestraron, que los narcos mexicanos los reclutaron, que están trabajando en un lugar remoto y sin comunicación, que están vivos, que un día llamarán, que un día volverán.
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El barrio al que volvió el cuerpo sin vida de José Morocho se llama Atucloma. Se halla en uno de los cerros pobres que rodean Cuenca, provincia del Azuay, sur de Ecuador. Sus casas, unas cuantas construidas con capital migrante, se han levantado sobre calles de tierra sin nombre. Sus ocupantes bajan del cerro todos los días para trabajar en la ciudad, mayormente en la construcción o en el empleo doméstico. Resulta fácil dar con el domicilio de la madre y las tres hermanas del migrante fallecido. Todos conocen a las mujeres que perdieron a uno de los suyos en el camino hacia Estados Unidos. María Nivicela, de 62 años, vuelve a llorar con la sola mención de su único hijo varón.
—Mi hijo no se sale del corazón. Solo muriendo me he de olvidar.
—¿Qué le dijo la última vez que hablaron?
—“Mamita, a 500 metros estoy de Guayaquil [costa de Ecuador]. Cogí contrato”, me dijo por teléfono. Yo le dije: “No estarás olvidando a la mujer, no serás como tu padre”. “No, mamita, bastante comida dejé a la mujer”, me respondió. Luego le dije que cuándo iba a venir, ya iban a ser más de dos meses desde que se fue, y alcanzó a decirme: “Mamita, dame la bendición”.
El joven cruzó el río entre México y Estados Unidos poco después de aquella llamada. Sus hermanas cuentan que fue el tercer intento de José de alcanzar Estados Unidos. Los dos anteriores los hizo movido por una familiar instalada desde hace diez años allá, y que le prestó el dinero para el viaje a cambio de que acompañara a su hija, menor de edad, a través de Centroamérica.
—Llevaba un poder, pero estaba mal hecho o algo así. Le quisieron acusar de traficante de personas. La primera vez llegó hasta Nicaragua y la segunda más arriba, pero igual lo deportaron —cuenta Martha, una de sus hermanas.
Esta mujer, que no supera la treintena y es madre de dos niñas, también vio partir a su esposo hacia Estados Unidos. Pero su historia no terminó en el cruce fluvial de la frontera. Él avanzó por el desierto y logró llegar a su destino, aunque todo el dinero que le envía todavía sirve para pagar las deudas del viaje.
Las muchachas siguen hablando de su hermano, y poco a poco vienen los buenos recuerdos y las risas se toman el salón de la casa. La madre va a la cocina a preparar café y Martha aprovecha su ausencia para confesar, en voz baja, que temen que vuelva a caer en el alcohol, como ocurrió cuando su esposo se marchó a Estados Unidos. Es inevitable no sacar las cuentas: solo en esta casa de Atucloma, la migración se ha llevado a tres hombres: el padre de las muchachas, el marido de una de ellas y el hermano que volvió muerto.
—Nosotros no sabemos qué hacer, mi mamá sufre mucho —dice Virginia, la más pequeña de las tres hermanas—. Si los padres se mueren quedamos huérfanos. Si el esposo se muere, la mujer queda viuda. Pero cuando se muere un hijo no hay un nombre, solo hay un gran dolor.
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Luis Ángel Balbuca se marchó a Estados Unidos cuando le faltaba un año para cumplir la mayoría de edad. Quería ganar el dinero suficiente para pagar las deudas que había dejado su difunto padre y prometió volver para cuidar de su madre. Se marchó después de los carnavales de 2008 con su cuñado, algo mayor que él. El plan de este otro era trabajar para sostener a sus dos hijos: en aquel momento no sabía que iba a ser padre por tercera vez. El coyote que contactaron los llevó en autobús hasta Colombia. Allí, les dijo, harían unos papeles falsos para pasar a Panamá y avanzar al norte atravesando Centroamérica. Esa era la ruta habitual en esos años. Pero nunca salieron de la selva colombiana. El coyote, antes de esfumarse para siempre, contó que ambos ecuatorianos habían sido vendidos a los paramilitares colombianos junto con otros migrantes cuyos familiares no habían pagado lo que los pasadores colombianos exigían.
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Ecuador no sabe cuántos migrantes se han perdido en el camino. El Ministerio de Relaciones Exteriores no da datos actualizados. La última vez que reveló la cifra de migrantes desaparecidos fue en marzo de 2015, justo después de que un ecuatoriano de 24 años se quitara la vida en los baños de una estación migratoria del Instituto Nacional de Migración de Morelia, en Michoacán, México. El entonces canciller, Ricardo Patiño, dijo que tenían registro de 135 ecuatorianos desaparecidos entre 2014 y los tres primeros meses de 2015. Luego anunció un acuerdo de cooperación con México para buscar a los ecuatorianos desaparecidos en ese país y crear un banco genético para acelerar el proceso de identificación en los depósitos de cadáveres. Todo resultó estéril.
William Murillo, que dirigió la extinta Secretaría Nacional del Migrante —una apuesta del expresidente Rafael Correa para dar protección a los migrantes ecuatorianos en el exterior—, se ha convertido en la fuente principal de las noticias sobre migrantes desaparecidos. Los familiares acuden a él antes que a los estamentos del Estado. Su respuesta ha sido mediatizar los casos y hacer algo de ruido. Los retratos de las personas que no llegaron a Estados Unidos reposan en la oficina de su organización, 1800 Migrante, que creó tras su paso por la función pública.
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Rosa Alejandrina Llivichusca, la madre de Luis Ángel Balbuca, el joven que supuestamente fue vendido a los paramilitares, vive en un minúsculo caserío cerca de la comunidad rural de Sigsig, en la sureña provincia ecuatoriana de Azuay. Todos los vecinos conocen su historia y me guían hasta su casa de adobe, que está en la parte baja de una loma. La mujer, de 63 años, quiere hablar, pero sus otros seis hijos huyen de las preguntas. Conversamos en la entrada de su casa, donde un par de troncos sirven de taburetes.
—¿Sabe cómo arregló su hijo el viaje? —le pregunto.
—Ellos hicieron contacto con ese coyote, don Alberto, le dicen. Tenían que irse a Colombia y decían que él iba a arreglar los pasaportes allá para pasar a Panamá. Pero mi hijo me llamó un día, ya era un mes desde que se fue, y me dijo: “Mami, llámele a don Alberto para que nos saque, ya no aguantamos a estar solo a arepas y agua, ya no tenemos dinero con qué comer, necesitamos 100 dólares porque ya vamos a salir de aquí”. Yo le llamé a ese pasador y le dije que le saque a mi hijo o le regrese, porque él estaba sufriendo ya.
—¿Le dijo en qué ciudad estaba?
—No me comentó eso.
—¿Usted pagó esos 100 dólares?
—Se le envió los 100 dólares que mi hijo pedía para ya irse. Con ese dinero, el coyote ha dicho que ya les saca de allí —explica ella—. Pero me dice que ha faltado el dinero de los demás familiares, que han faltado como 2.000 dólares. Por eso me supo decir el coyote que cayeron todos los chicos, que les vendieron a los paramilitares.
—¿Supo algo más del coyote?
—Vuelta vino un día, nos vino a decir que necesitaba 500 dólares, que con eso les encontraban a ellos. Con la angustia de que estaban perdidos, yo tuve que salir a pedir prestado el dinero, confiando en que iban a devolver a mi hijo.
Al coyote le pedían cuentas diez familias que le siguieron hasta Guayaquil, donde supuestamente él iba a poner una denuncia por la desaparición de los jóvenes. Todo fue una farsa.
La madre de Luis Ángel llora como si estuviera escuchando ahora mismo al coyote. El delantal que usa para preparar la chicha, una bebida indígena que vende a unos pocos dólares, le sirve ahora para secar las lágrimas.
—Tanto que le rogaba yo, me hincaba y le decía: don Alberto, por el amor de Diosito, si es que ellos son muertos avísenos, no sea malito, no me haga sufrir tanto, a la final más sea para pasar una misa. Pero él me dijo que no, que no puede mentir, que ellos están vivos.
Durante estos años la mujer ha escuchado de todo, pero se quedó con la historia de una ecuatoriana que se escapó de los grupos armados, llegó a Estados Unidos y contó a otra paisana que había estado con los migrantes que fueron vendidos por los pasadores. Rosa Alejandrina cree que ese relato es verdad y cada carnaval, cuando se cumple un aniversario más de la partida de su hijo, lava todas las prendas que el joven dejó y espera que llame a la puerta.
—Dicen que cuando están fallecidos vienen a hacer ruido, pero mi hijo nunca me ha hecho ruido. Yo no quisiera morir hasta ver que viene mi hijo.
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Jonathan Sánchez llamó a su madre un lunes y le dijo que ya le iban a sacar al desierto. Luego pasaron uno, dos, tres y cuatro días de diciembre de 2017 y no hubo más llamadas. La madre puso la denuncia por desaparición en Ecuador y pidió a una conocida en Estados Unidos, que sí tiene papeles, que hiciera lo mismo allí, pero ninguna de las acciones sirvió de mucho. El coyote que lo llevó contó que Jonathan no había podido caminar más en el desierto, que tenía un problema en un rodilla y que lo dejaron en un lugar propicio para que fuera rescatado por la patrulla fronteriza de Estados Unidos. Tres meses después de la desaparición, la madre del joven recibió noticias de un investigador privado de Texas: le envió una foto donde se veían los zapatos, la chaqueta, el pantalón y el pasaporte de su hijo. También aparecían los restos de un cráneo. El cruce de pruebas de ADN empezó enseguida, primero vía privada y luego a través de la Fiscalía de Ecuador. Pero de todo eso ya ha pasado un año y todavía no hay certezas de que los restos hallados pertenezcan a su hijo.
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El Ministerio de Interior de Ecuador contabiliza un promedio anual de 150 denuncias de tráfico de migrantes. Sin embargo, la Fiscalía apenas sanciona el 30% de esos casos, con penas que van de siete a diez años. Muchos fiscales no avanzan porque las familias de las víctimas deciden callar. La fiscal Rocío Polo también chocó con el silencio de la viuda de José Morocho, el migrante que se ahogó en el río Bravo. Ella quería cerrar el caso diciendo que todo fue culpa de su esposo “por no saber nadar”. Pronto la fiscal descubrió que el coyote, Manuel Isidro Bravo Ñugra, estaba detrás de esto.
Ñugra, conocido como ‘Halcón’, supo de la muerte de Morocho, pero intentó engañar a su familia por un tiempo. “Mis contactos me dicen que ya ha pasado”, le dijo a la viuda, que había empezado a inquietarse ante la falta de comunicación. “Reina linda, no se preocupe, ya mismo da señales de vida”, remataba antes de colgar cada llamada. Mala suerte para él que el cuerpo del migrante apareciera y fuera identificado. Pero no paró allí y buscó la forma de echarle la culpa al muerto. “Oiga, ¿su esposo sabía nadar?”, le preguntó a la mujer un día por teléfono y, cuando supo que el migrante no era muy ducho en el agua, empezó a eximirse de culpa. “Chuta, eso era que él me diga. Le hubiera enseñado yo mismo”.
Todo esto se conoció porque la fiscal Polo consiguió una orden para que se hicieran escuchas telefónicas. Así pudo conocer el modus operandi de este traficante de personas. “Tenía fachada de que era un comerciante de ganado, pero venía a las ferias con el camión vacío”, cuenta la fiscal. Las escuchas telefónicas probaron rápidamente que su negocio era mandar migrantes a Estados Unidos, una travesía que involucraba al menos a 100 pasadores a los que él hacía transferencias desde Ecuador y, cuando estas tardaban, los pasadores encerraban a los migrantes. “Por teléfono les decía a los migrantes que vayan con gorra azul, que así les iban a reconocer. Nunca les acompañaba, solo daba órdenes y recibía el dinero, dinero manchado de lágrimas de viudas y huérfanos”.
Cuando algo salía mal, la fiscal detectó que el coyote hacía firmar a los familiares de los migrantes una declaración juramentada ante un notario en la cual se comprometían a no denunciarlo. “Hay personas muy inocentes que piensan que el notario es una autoridad y hay ese respeto y temor”, cuenta Polo. Cuando hizo el allanamiento a su casa encontró varios documentos firmados ante un notario. Además descubrió que sus familiares tenían propiedades y se movían en autos de alta gama, pero el único ingreso lícito de dinero era una tienda de víveres.
El trabajo de la fiscal consiguió una sentencia de 22 años para el coyote y una indemnización de 135.000 dólares para la familia del migrante. La sentencia fue mayor por el agravante de la muerte. Actualmente el mismo coyote está señalado por la desaparición de dos ecuatorianos más que tampoco han retornado a su casa.
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El joven Sánchez, cuyos restos aparecen en las fotos enviadas por el detective privado de Texas, creció en El Tambo, una ciudad pequeña en el sur del país que vive con el peso de una niebla eterna. Para muchos es un sitio de paso, nadie se queda a pesar de su nombre, que en el tiempo de los incas significaba lugar de refugio o descanso. La Panamericana, que conecta todo el continente, parte en dos a esta población y le aporta con un continuo ir y venir de vehículos. Nadie en este lugar es ajeno al sufrimiento que vive Marcia Andrade, la madre del joven desaparecido. Su casa está justo al borde de la carretera y cada vez que alguien le pregunta por su hijo, ella vuelve a mirar las fotografías donde aparecen sus supuestos restos y vuelve a llorar.
—¿Qué piensa sobre esas fotos?
—Pienso que no se puede deteriorar tanto. No es ni el cráneo completo, es la mitad, aparte de eso no tiene ni dientes y dicen que eso casi no pasa, que no se pueden perder en tres meses. Cuando yo hablé con un señor de allá me dijo que el caso era raro, que un cuerpo cuando se descompone deja una huella en el terreno y allí no hay nada.
El llanto de esta mujer que ronda los 50 años acompaña toda la entrevista. Está sola en casa; su hija, de ocho años, está de paseo con unos primos, y a ella, dice, le hace bien desahogarse cuando la pequeña no está. “El señor de allá” del que habla es parte de las Águilas del Desierto, un grupo de voluntarios que rescata migrantes en el desierto de Arizona y con el que se puso en contacto. Su búsqueda fue incesante en los primeros meses y no vaciló en denunciar al coyote que se llevó a su hijo. Marcia no lo conocía: su expareja había hecho el trato por 16.000 dólares, ella solo puso la mitad del dinero para ayudar a su hijo.
—Yo le fui a denunciar solita, y eso que mi exmarido me decía que me iban a matar. Yo pensé: si tengo que morir en las manos del coyote, que me muera. Nosotros queremos saber qué pasó, sea una buena o mala noticia, pero queremos que nos digan.
Marcia también acudió a la organización 1800 Migrante y eso llevó los medios a su casa. El retraso en las pruebas de ADN fue la queja principal ante los periodistas. Esto molestó a las autoridades locales.
—El jefe de los señores de Relaciones Exteriores [del Ministerio] vino aquí y me dijo que por qué me he ido con los periodistas. Les dije que porque es mi hijo y yo lo parí. Ahora le llamo y ya ni me contesta.
Las fuerzas a veces la abandonan y el reciente diagnóstico de un tumor en su cabeza la ha echado un poco para atrás. Se confiesa deprimida y se aferra a las esperanzas que le han dado brujos locales que han visto la foto de su hijo.
—Yo he hecho horrores, hasta donde los brujos me he ido, es la misma desesperación, la misma angustia que se tiene. La última vez que fui me dijeron que estaba vivo y que iba a llegar a la cárcel cualquier día.
Desde entonces esta madre piensa que su hijo fue reclutado por narcotraficantes en México y que se metió en problemas. Eso también le dijeron desde las Águilas del Desierto: que a los jóvenes les obligan a pasar drogas y si algo sale mal los matan. Ella espera que su hijo no haya tenido tal sentencia, y que se cumpla lo que el brujo augura.
—Siempre estoy viendo las noticias de tantos casos de perdidos, a veces entro a Facebook, pero nada de nada.
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El sur de Ecuador está lleno de santos y vírgenes a los que se les atribuye el milagro de llegar a Estados Unidos. El Niño de Praga es el considerado más milagroso. Las cuatro paredes de su capilla están llenas de placas de agradecimiento que han poner los migrantes que han cruzado la frontera entre México y Estados Unidos. Algunas tienen fotos de los viajeros, fechas del “milagro”, detalles como que consiguieron llegar en quince días… En la parte de atrás de este peculiar sitio hay una vidente que, dicen, es capaz de saber si el migrante llegará o no a su destino.
Tiene horario de atención, de martes a sábado, y pide un pago voluntario por sus servicios. Es una persona que padece enanismo y viste de negro. No tiene cartas ni nada especial para adivinar el futuro: solo pide que las personas enciendan una vela pensando en la pregunta que le quieren hacer. La mujer deja que grabemos las consultas que le quedan. Solo una es formulada por la familiar de un migrante.
—¿Qué quiere saber?
—Tengo un cuñadito que quiere ir para allá, hermanita, dice que le van a dar una visa.
—Dígale que intente la visa, si le han de dar…
—Yo quiero saber si para ellos habrá [visa], para gastar el dinero.
—¿Cuántos quieren irse?
—Quieren irse los dos, el chico y ella —dice la mujer, y le muestra la foto donde aparece la pareja.
—Sí hay, señora, dígales que intenten con quienes le estén ayudando. Ojalá Diosito les ayude.
—Gracias, hermanita.