En 2011 estaba en Bengasi, donde trabajaba para un periódico italiano. Cientos de personas huían de los combates entre las fuerzas del gobierno de Gadafi y los rebeldes libios. Eran los días antes del ataque de la OTAN, capitaneado por Francia. Los civiles buscaban refugio cerca del puerto de la ciudad. Recuerdo que la mayoría venía de Bangladesh, un país lejano y pobre. Buscar una vida mejor había sido su motivación para venir a Libia. Antes de la guerra civil, en Libia había trabajo. La mayoría trabajaba en empresas de limpieza o textiles, pero al estallar el conflicto se quedaron sin trabajo y atrapados en un país desconocido sin la opción de volver atrás.
Un año después, en Siria, vi otra huida. Miles de personas escapaban de los feroces combates por la ciudad de Alepo, en el norte del país. A lo largo de la frontera con Turquía se agolpaban los civiles que huían de los choques entre el ejército de Bashar al Asad y los rebeldes: todos apilados en tiendas de campaña, con la única esperanza de alejarse de la guerra.
Lo mismo en Irak en 2013. Antes de que el miedo infundido por Estado Islámico llegase al mundo occidental, ciudades enteras se habían vaciado bajo la oscuridad del Califato. En el campo de refugiados de Kavendosh, en lado federal kurdo del norte del Irak, más de 100.000 personas esperaban que empezara el invierno.
Las decisiones políticas desde entonces no han intentado resolver las causas de lo que se ha convertido en el mayor éxodo desde la Segunda guerra Mundial. A medida que se creaban más facciones radicales y que el gobierno de Asad intensificaba los bombardeos, Siria ha saltado por los aires. El miedo de los que huyen de la violencia ha llegado hasta Europa: se han dejado la vida por el camino, han sufrido lo indecible por llegar. Ríos de civiles que escaparon para dejar de oír los bombardeos y que ahora huían a pie, en barcazas que cruzaban el mar Egeo para dejar Turquía atrás y llegar a Grecia, en trenes atestados en Macedonia, a pie, casi siempre a pie.
Este verano, en Sicilia, encontré las mismas miradas que retraté en Lesbos (Grecia). La ruta que conecta Libia con Italia por mar es aún más peligrosa. La mayoría de las personas que vi eran subsaharianas, cansadas de haber cruzado países y mares, cargados de esperanzas para empezar una nueva vida. Como se está viendo ahora en Europa, la procedencia importa. Tendrán menos facilidades y menos mecanismos que otros para que Europa los acoja.
El paso de los años y el recorrido de varios países me han enseñado que entre los refugiados que escapan de guerras declaradas y los llamados migrantes, que huyen de la pobreza o de guerras no hay declaradas, hay pocas diferencias. La historia está llena de ejemplos. También en Europa.
También me di cuenta de que uno de los motor de este inacabable viaje atravesando países y situaciones hostiles es la experiencia, el sueño. El sueño de huir de la guerra, el sueño de un futuro digno y el sueño de encontrar trabajo y crear una familia. Sin un sueño, todas estas personas no habrían encontrado las fuerza para volver a empezar.
Con el proyecto The Dream intento penetrar en los sueños y pesadillas de estas mujeres y hombres que antes que refugiados son seres humanos. Intento alejar mi cámara del estereotipo de las imágenes de migrantes que huyen de la policía o saltan la alambrada. Busco ir más allá, conocerlos, averiguar lo que piensan.
No sé si la Primavera Árabe es una búsqueda de la libertad y la democracia de pueblos sometidos a dictaduras. Eso lo dirá la historia. Lo que sé es que hoy hay casi 60 millones de personas fuera de sus casas a causa de la violencia. Cuatro millones de ellas son refugiados de de la guerra siria, una de las secuelas más negras de la Primavera Árabe. Son millones de personas obligadas a iniciar su viaje hacia la libertad. Un sueño obligado.
Fabio Buciarelli ha lanzado una campaña de crowdfunding para editar el libro de fotografía The Dream. Puedes contribuir aquí para hacerlo realidad.