La basura, la desprotección y el olvido son la bienvenida a Europa para las personas que hoy llegan a la isla griega de Lesbos. La mayoría huye de una de las peores guerras del siglo XXI: Afganistán.
Las cifras no tienen nada que ver con 2015, cuando más de un millón de personas llegó a Europa. Aquello fue bautizado como “la crisis de los refugiados”, aunque lo que realmente estaba en crisis era la capacidad de los países europeos para gestionar la situación y proteger a aquellas personas.
Pero si en 2015 buena parte de las miles de personas que llegaban a diario se quedaban unos días en la isla y después continuaban su ruta, ahora hay miles varadas en un campo mugriento a la espera de una respuesta a su solicitud de asilo. La situación del campo de Moria es una consecuencia directa del acuerdo de 2016 entre la Unión Europea y Turquía: quien llega debe pedir el asilo y esperar a su resolución sin moverse de la isla, algo que puede alargarse en el tiempo. Lesbos se ha convertido en una prisión que pretende disuadir a mucha gente para que no intente cruzar el Egeo. En julio había unas 6.000 personas: ahora son 20.000.
La fotoperiodista Anna Surinyach ha fotografiado el campo y sus habitantes. También ha grabado con vídeos 360 escenas cotidianas de Moria y sus aledaños. En esta selección de imágenes y vídeos, Surinyach explica la vida de estas personas que languidecen esperando a que se resuelva su expediente. Este ha sido su primer contacto con Europa. Y están indignadas.
El sonido que predomina en el campo de Moria, en el corazón de Lesbos, es el de niños llorando y gente tosiendo. El campo está preparado para 3.000 personas, pero ahora hay más de 20.000 y en las últimas semanas ha ido expandiéndose. Hay una parte del campo —la “oficial”— a la que las autoridades griegas no dejan entrar a periodistas, pero a su alrededor está el grueso de las tiendas y de la gente a la espera de su asilo.
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El viento y el frío de este invierno están golpeando a los refugiados, que sufren la falta de servicios y de asistencia médica. La mayor parte del tiempo no tienen agua ni electricidad. El 70 % de los habitantes del campo son de Afganistán, pero también hay otras comunidades importantes, como la somalí, la iraquí o la siria.
La gestión de los residuos es uno de los problemas más visibles. A menudo son los mismos refugiados y voluntarios quienes intentan limpiar el campo. Ante la falta de implicación del servicio municipal, se forman brigadas de limpieza autogestionadas.
La mayoría de la gente que llega aquí después de una travesía por el mar Egeo no enferma durante la ruta, sino que lo hace una vez en el campo. Un coordinador de Médicos Sin Fronteras, Ihab Abassi, me dijo que esta era “una crisis humanitaria hecha por el hombre”. Tiene todos los ingredientes: se desprotege a las personas que están aquí para lanzar el mensaje de que no deben llegar más.
Las letrinas habilitadas no son suficientes. Hay aglomeraciones en los lavabos. Algunas mujeres dicen que tienen que esperar veinte minutos para ir al baño. La falta de agua hace que muchas veces se formen colas interminables para lavar los platos y la ropa. Las letrinas son, además, un lugar donde se acumula la basura. Las mujeres con las que hablé me dijeron que les da miedo ir al baño solas cuando cae la noche: a partir de las diez temen sufrir agresiones sexuales si salen de sus tiendas.
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La ruta más concurrida para llegar a Europa era en 2015 la del Mediterráneo oriental. Tras el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, pasó a ser la central (Libia-Italia), y tras su bloqueo, la occidental (Marruecos-España). El año pasado se completó el círculo y la ruta Turquía-Grecia volvió a ser el centro de esas migraciones: de las 125.472 personas que en 2019 entraron en Europa de forma irregular, 74.613 lo hicieron cruzando de Turquía a Grecia, la mayoría a través del mar Egeo.
En este vertedero hay chalecos y restos de las barcazas usadas para llegar a costas griegas. Se acumulan desechos desde 2015. Molivos, en el norte de la isla, es el lugar al que llega la mayoría de personas.
“Moria no es seguro”, dice una pancarta. Hay una bandera de Grecia, de la Unión Europea y de Somalia. “No más asesinatos”, dice la otra, hecha con cartón. Esta manifestación tuvo lugar el 17 de enero porque la madrugada anterior un somalí de 19 años, Ahmed Mohamed, fue apuñalado en el campo. No es la primera vez que hay episodios violentos. Mucha gente con la que hablé decía que el alcohol era un problema, y que había más tensiones de lo normal entre comunidades a causa de las condiciones de vida. La manifestación arrancó con mayoría de somalíes, pero al final se sumaron otras comunidades. Criticaban a la policía por no protegerlos y gritaban que no querían vivir en Moria.
“Ahmed ha muerto sin motivos”, me dijo Abdullah, un chico somalí que encontré en la protesta.
“Vinimos buscando la paz en Europa y esto es lo que nos hemos encontrado”, me dijo la hermana de la víctima, Sacdiyo. También me comentó que había acudido a la policía antes del asesinato para denunciar la falta de seguridad en el campo. “Nos dijeron que no tenían ninguna solución, que fuéramos pacientes… Y ahora mi hermano está muerto”. Sacdiyo no pudo seguir hablando: rompió a llorar.
Tanto Sacdiyo como otras somalíes me dijeron que las habían intentado violar en las letrinas del campo y que estaban muy asustadas. Se sienten desprotegidas.
Hay una sección en el campo oficial para los niños solos y migrados. Está protegida por alambre de espino y allí en principio no puede entrar nadie. En el mismo campo también hay un centro de detención, una especie de prisión dentro de Moria, donde están encarcelados los que deben ser deportados. El 6 de enero se suicidó un iraní que iba a ser expulsado y que llevaba dos semanas aislado.
El 40 % de la población del campo está integrada por menores de edad. Son el colectivo más vulnerable y a menudo no llevan ni siquiera chaquetas. Muchos de los niños van en chanclas, no paran de toser, están enfermos. La mayoría son afganos y sirios.
“Estoy muy cansada”, dice Sidiqa, una de las habitantes del campo. “La gente se pelea cada día por el agua. Esta mañana se han peleado dos jóvenes. Uno está en el hospital. Si hubiese sabido que todo esto sería así, no habría venido desde Afganistán”.
Mientras caminaba por el campo me encontré un grupo de voluntarios de la oenegé Movement On The Ground que recogía basura. “Tenemos algunos voluntarios limpiando zonas. estamos aquí para ayudar a nuestra comunidad, a la gente que está viviendo aquí. Es la única manera de hacer esto habitable”, me dijo uno de ellos.
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El campo no tenía escuela hasta que un día Zakariya Farzad, un periodista que huyó de Afganistán con su mujer y cinco hijos, tomó cartas en el asunto. Llamó a una oenegé y no recibió respuesta. Así que hace un año empezó a dar clases al aire libre, bajo los olivos, a sus hijos y a algunos vecinos del campo. A los pocos días llegaron a la “escuela” más de 600 niños. Montó un grupo de profesores voluntarios y lograron reunir 1.400 euros para construir, ahora sí, una escuela de verdad.
“Después de comer, la educación es lo más importante. La escuela se llama Ola de Esperanza para el Futuro. Nosotros cruzamos la frontera en una travesía muy peligrosa a través del mar Egeo. Nuestro barco se hundió y perdimos a una niña de diez años. Las olas del mar se la llevaron, pero nuestra ola es una ola para el futuro”.
Ahora tienen más de mil alumnos y tres clases. “La escuela aparta a los niños del estrés del campo. Son felices aquí”, dice Zakariya.
En la escuela también se dan clases de guitarra. El profesor se llama Masi, es de Afganistán y vive en Moria desde hace un año. “Las condiciones del campo son terribles y la situación se está complicando. Hay asesinatos en Moria y a nadie le importan las personas. Es un infierno”. Para la clase cuentan con una tienda pequeña, la mayor parte del tiempo sin electricidad. En la pizarra aparece uno de los lemas de la escuela: “Todo va a ir bien. No tengas miedo”. La mayoría de las alumnas son chicas: muchas pueden por fin tocar la guitarra o pintar, algo que sus mismas familias les habían prohibido en sus lugares de origen. Algunas me dijeron que estaban muy contentas de aprender sus primeros acordes.
Las fotos que hice durante esta cobertura reflejaban lo que vi: indignación. Pero siempre intento buscar otras imágenes, oler la vida cotidiana, encontrar alguna luz. Aquí y en todos los campos de refugiados que he visitado hay desesperación y melancolía, pero también una conciencia colectiva. Los cuidados y los lazos familiares y de amistad son esenciales. Sobre todo cuando pones todas tus esperanzas en una nueva vida en Europa y te encuentras con un laberinto legal y un limbo de desesperación y basura.