El mar sigue alborotado. Es miércoles 1 de marzo. Frente a la playa de Stecatto di Cutro, en el sur de Italia, varios todoterrenos, una carpa de protección civil, tres ambulancias, un centro móvil de atención primaria, dos coches de la Guardia Costera, otros dos de la Jefatura de Policía, uno de la Guardia de Finanzas —encargada de la seguridad en las fronteras— e incluso vehículos de bomberos observan atentos el vaivén del helicóptero que peina la orilla de lado a lado a la espera de encontrar más cuerpos. El naufragio de una embarcación con cerca de 200 personas migrantes a bordo, en su mayoría procedentes de Afganistán, sacudió el 26 de febrero a los habitantes de esta zona costera. Pese a que el barco estaba a solo 150 metros de la playa, solo 80 personas sobrevivieron. Hace días que la esperanza de encontrar a alguien con vida se desvaneció, y ahora solo queda la resignación de que los buzos recuperen cadáveres para, al menos, calmar la incertidumbre que carcome a los familiares de los desaparecidos, que se cuenta por decenas. Casi cada día se siguen encontrando nuevos cuerpos. De los 86 recuperados hasta el momento, 25 son niños o niñas menores de 12 años.
La noche del sábado 25 de febrero, un avión de Frontex —la agencia europea de control de fronteras— patrullaba las aguas del mar Jónico. Al percatarse de la embarcación, la agencia emitió un aviso a las autoridades italianas. Acto seguido, la Guardia de Finanzas dio la orden de interceptar la nave, pero el mar estaba muy picado y los agentes volvieron a tierra. Seis horas más tarde, ya en la madrugada del 26 de febrero, un pescador dio la voz de alarma: del mar se oían gritos.
—Cuando encendí la luz vi muertos esparcidos por el suelo. Eran niños, sobre todo niños — dice Luciano Vincenzo mientras clava su mirada en el mar.
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