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La instrumentalización de las migraciones en las fronteras exteriores de la UE empieza a ser habitual. En febrero de 2020, el Gobierno turco empujó a más de 13.000 personas hacia la frontera con Grecia. En mayo de 2021, Marruecos facilitó el paso irregular a Ceuta de más de 10.000 personas en el lapso de dos días. En otoño de 2021 fue el turno del régimen bielorruso, que facilitó la llegada de miles de personas a la frontera con Polonia, Letonia y Lituania. En este contexto, Bruselas no ha dudado en calificar esos movimientos de seres humanos (familias y menores incluidos) de “grave amenaza” para su seguridad. También lo ha hecho la OTAN en su nuevo Concepto Estratégico, donde la “instrumentalización de las migraciones” por parte de “actores autoritarios” es considerada una forma de “amenaza híbrida”.
Sin embargo, nos engañaríamos si pensásemos que la instrumentalización de las migraciones es un fenómeno nuevo. La politóloga norteamericana Kelly M. Greenhill acuñó en 2010 el término “weaponisation of migration” para referirse al uso de las migraciones como arma de guerra política y militar. En su definición del fenómeno distingue entre las que están movidas por intenciones coercitivas —cuando las migraciones se usan como instrumento de política exterior para presionar otros estados—, por intenciones de apropiación —cuando el objetivo es anexionar territorios o consolidar el poder— y aquellas movidas por razones económicas, que lo que buscan es obtener una ganancia financiera.
No cabe duda de que las intenciones de Turquía, Marruecos y Bielorrusia en los episodios antes mencionados son coercitivas, ya que instrumentalizan la migración para inducir cambios y obtener concesiones de la UE. En el primer caso, el presidente turco Erdogan pidió ayuda financiera para la acogida de refugiados y apoyo a las operaciones militares turcas en el norte de Siria. Por su parte Marruecos actuó como represalia de lo que consideraba una falta de lealtad por la hospitalización en España del líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, y, en el fondo, aprovechó la situación para forzar una posición española favorable a la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. Bielorrusia, por su parte –con Rusia cubriéndole la espalda–, presionó a Bruselas para que la UE no se inmiscuyera en sus asuntos internos.
“La instrumentalización de las migraciones es la otra cara de la externalización del control migratorio y de la protección internacional desde los Estados vecinos”.
Ante estos “chantajes” migratorios, la respuesta de la UE ha sido doble: por un lado, se ha mostrado ultrajada por el uso “indecente” y “cínico” de los refugiados con fines políticos. Por el otro, sin embargo, no ha dudado en tipificar la llegada de miles de personas a su territorio como una grave “amenaza” que afecta a la “seguridad” y, por ello, en declararse en cierto modo “en estado de guerra”, tanto en cuanto a la retórica como con el despliegue de los ejércitos nacionales en la frontera. La UE ha respondido con una sola voz y de manera contundente —algo que no es habitual— sin percatarse de que, en muchos sentidos, es víctima de sí misma.
Primero, la UE es víctima de sí misma al sobrerreaccionar. Y es que el principal éxito del chantaje es generar el miedo —casi obsesivo— ante una nueva “crisis migratoria”. Al final da igual cuántos sean los individuos que finalmente se vean involucrados. Lo único que importa es el miedo: de una parte, del electorado hacia los migrantes, y de los gobiernos hacia la división y el caos. Algunos analistas apuntan que la invasión rusa de Ucrania perseguía también desestabilizar la UE con una nueva “ola” de refugiados. Sin embargo, esta vez, aunque no se trata de miles, sino de millones, no ha habido sobreactuación. La proximidad de los refugiados y, sobre todo, una guerra vivida como propia —con la percepción de un enemigo común— explica por qué en esta ocasión el espantajo de la ola migratoria no ha funcionado.
Segundo, la instrumentalización de las migraciones es la otra cara de la externalización del control migratorio y de la protección internacional desde los Estados vecinos. Al forzar a estos a controlar nuestras fronteras y acoger aquellos refugiados que la UE y los Estados miembros no estaban dispuestos a recibir, automáticamente se han puesto en sus manos. Les ofrecieron incentivos a cambio de control y contención, desde los fondos de ayuda al desarrollo hasta posibles acuerdos en materia comercial o de visados. Europa impulsó la geopolitización de las migraciones, subordinando las relaciones internacionales a determinados objetivos en materia de control migratorio. Ahora son los terceros países los que quieren imponer sus condiciones, esta vez condicionando las políticas migratorias a sus objetivos en materia de política exterior.
En los últimos años, hemos visto que la UE ha recurrido a fórmulas cada vez más informales. Así, los acuerdos bilaterales han ido dejando paso a otras formas de acuerdo más flexibles y ad hoc. No es de extrañar que dichas negociaciones se hayan hecho a nivel de los Estados miembros, porque no precisan de fórmulas tan estandarizadas. El resultado ha sido más flexibilidad y capacidad de negociación a cambio de menos transparencia. Esto no debería ir en detrimento de los controles legislativos y judiciales de cada país, y a nivel europeo. El mal llamado acuerdo entre la UE y Turquía de 2016, con el que se intentó contener las llegadas irregulares a Grecia, es el mejor ejemplo de esta informalidad: el Tribunal de Justicia de Luxemburgo se declaró incompetente para valorarlo, al ser un pacto informal entre Turquía y los estados miembros.
Tercero y último, la UE cae víctima de sí misma cuando, por todo ello, está dispuesta a renunciar a sus propios fundamentos. Declararse en guerra ante la instrumentalización de las migraciones por parte de los países vecinos es abrir la puerta a la excepción. A finales de 2021, Polonia decretó el estado de emergencia. También ha pasado en Grecia con las devoluciones en caliente, que vulneran de manera flagrante la legalidad y han sido una constante en los últimos años. En cada ocasión, el uso político de las migraciones por parte de terceros países ha justificado la restricción de derechos fundamentales.
“Después de 2015, nuestro miedo a otra crisis migratoria ha hecho que estemos dispuestos a aceptar lo inaceptable. Y este es el verdadero problema”.
Esta deriva no es solo propia de algunos países fronterizos. En diciembre de 2021, la Comisión Europea publicó una propuesta de reglamento para dotar a los Estados miembros de un marco legislativo para responder a tales situaciones. Según el documento, la instrumentalización de migrantes tendría lugar cuando “un tercer país instiga flujos migratorios irregulares hacia la Unión (…) con la intención de desestabilizar a la Unión o a un Estado miembro, y siempre que la naturaleza de tales acciones pueda poner en peligro funciones esenciales del Estado, incluida su integridad territorial, el mantenimiento del orden público o la salvaguardia de su seguridad nacional”. Las medidas propuestas pasan por limitar los puestos fronterizos, ampliar los plazos, aumentar las medidas de control migratorio y facilitar el retorno inmediato en las fronteras externas e internas de la UE. Tal y como han señalado numerosas organizaciones internacionales (Amnistía Internacional, entre otras), estas medidas podrían normalizar el estado de excepción y socavar derechos fundamentales de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo.
En su libro ‘After Europe’, Ivan Krastev señalaba que las crisis migratorias, por lo que generan, pueden acabar representando el inicio del fin del liberalismo europeo. Después de 2015, nuestro miedo a otra crisis migratoria ha hecho que estemos dispuestos a aceptar lo inaceptable. Y este es el verdadero problema. De puertas hacia dentro, podríamos acabar aceptando la normalización de los estados de excepción y, por lo tanto, la vulneración de derechos fundamentales. En este sentido, la instrumentalización de las migraciones ha proporcionado el relato perfecto. Aunque los migrantes sean percibidos como víctimas, su papel como “armas” de presión les convierte al mismo tiempo en “enemigo”. Da igual cuántos sean.
De puertas hacia fuera, la instrumentalización de las migraciones, primero desde Europa y ahora desde el exterior, nos ha hecho rehenes —y, por lo tanto, mudos— ante las presiones de países terceros. Esto, tal vez, es lo verdaderamente nuevo. Así, la asimetría del poder –o condicionalidad, en palabras de Cassarino– se ha invertido: ahora son los países vecinos quienes imponen sus condiciones. Es consecuencia de que el número de llegadas irregulares dependa de ellos. El ejemplo más reciente de esta subordinación es el reconocimiento por parte del gobierno español de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. Cabe preguntarse hasta qué punto no era este el objetivo último de la cooperación marroquí.
Esto no quiere decir que no haya alternativa. La hay, pero se deben cambiar las condiciones de base, y dejar de sobrerreaccionar en cada ocasión. La crisis de refugiados ucranianos es un buen ejemplo en este sentido. La alternativa pasa también por revertir el proceso de externalización del control migratorio, de manera que desgeopoliticemos las migraciones. Necesitamos una política exterior que no sea solo transaccional, que no imponga los intereses de unos sobre otros y que trabaje en la consecución de objetivos comunes a medio y largo plazo. Necesitamos unas políticas migratorias que aborden las causas y regulen los flujos. Si no, estas políticas estarán siempre abocadas al fracaso, porque la contención solo reduce las llegadas en un momento y geografía determinados. Cuando los factores que empujan y atraen los flujos migratorios se mantienen, siempre se acaba encontrando un paso. Finalmente, la alternativa no puede ser la reducción de derechos para aquellos que, a pesar de todo, lleguen. Por dos razones: porque el cumplimiento del estado de derecho es condición sine qua non de toda democracia; y porque la exclusión de hoy es el conflicto del mañana. Al contrario de lo que propugna la extrema derecha, “nuestra” seguridad depende de “sus” derechos.